La operación Torch y España
A principios de noviembre de 1942 comenzaban las operaciones soviéticas que pronto iban a cercar a las tropas alemanas y auxiliares en Stalingrado, mientras en el norte de África la segunda batalla de El Alamein finalizada el día 3, obligaba a Rommel a emprender una retirada hacia Túnez, para salvar su ejército en lo posible.
Y entre tanto empezaba también la Operación Torch (Antorcha) el día 8, el desembarco useño-inglés en Marruecos y Argelia. Stalin llevaba tiempo apremiando a sus aliados para que atacasen por Francia, donde las guarniciones alemanas no solo estaban muy debilitadas, se componían de tropas de inferior calidad y se habían acostumbrado a una vida cómoda. Pero aun así los anglosajones no se animaban, fuera por esperar una derrota, como se quejaba Churchill, o por ganar tiempo para que la URSS y Alemania se desgastasen más a fondo. En cambio el norte de África ofrecía las mayores facilidades, pues allí contenderían con tropas franceses, parte de cuyos mandos estaban “trabajados” para ofrecer mínima resistencia o colaborar sin más con la invasión.
Sin embargo el plan tenía un riesgo muy alto: la posición española, si se sentía amenazada, podía frustrar la operación en inicio o convertir a esta en una ratonera cortando el estrecho de Gibraltar. Esto podía hacerse incluso sin que tropas alemanas atacaran el peñón, pues todas las zonas de concentración de barcos y aviones, y el propio tránsito del estrecho, estaban al alcance de la artillería desplegada por España en la zona. Las dudas eran muy fuertes, y se hicieron planes para ocupar una amplia área en torno a Gibraltar, otra opción peligrosa, porque significaba la entrada de España en guerra, y el seguro paso de tropas alemanas. Al final se optó por mostrarse amistosos con Madrid y darle todas las garantías posibles. Roosevelt escribió a su “Querido general Franco” una carta muy ponderada en tal sentido, asegurando que no tocarían los intereses españoles y declarándose “su sincero amigo”. A su vez, los ingleses le expresaban sus mejores deseos de que “España tenga todas las oportunidades para recuperarse de la devastación de la guerra civil y ocupar el lugar que le corresponde en la reconstrucción de la Europa del porvenir”.
Por supuesto, Franco no creyó una palabra de sus repentinos amigos, pues entre otras cosas sabía que, lejos de sus promesas, estaban organizando partidas subversivas en el interior de España, los ingleses apoyándose en grupos carlistas más o menos engañados, a quienes se hacía creer que solo se trataba de organizarse para volver a la monarquía tradicionalista. Los useños se dedicaban a adiestrar grupos, sobre todo de comunistas, para realizar sabotajes y en caso de invasión del país, colaborar con ella. Los grupos formados por el embajador inglés Hoare fueron identificados y fácilmente desmantelados por la policía franquista, mientras que los organizados y pagados por los useños transfirieron su lealtad a organizaciones comunistas, y la eficaz policía española también los desarticuló cuando parecieron peligrosos, como recuerda el embajador Hayes.
El fondo de toda la cuestión es que los anglouseños podía amenazar a España con su fuerza abrumadora, pero a su vez se encontraban por el momento en una posición muy débil y expuesta. De ahí que los anglouseños tuvieran buen cuidado de no perjudicar las posiciones españolas, y los españoles hicieran ojos ciegos a los preparativos de la invasión en Gibraltar. Para España, la neutralidad era el objetivo principal, y una vez más fue salvaguardado, aprovechando que Alemania estaba demasiado concentrada en Rusia como para activar la Operación Félix, en la que se había persistido con distintos nombres.
Pero era cierto también que, como había advertido Hitler a Franco, “nunca le perdonarán su victoria”. Conforme la Operación Torch se asentó, tomando a las tropas italogermanas de Rommel entre dos fuegos y amagando la invasión de Italia, las obsequiosidades y promesas anglosajonas hacia España se volvieron amenazas y chantajes cada vez más graves, con seguridad de que no iba a permitirse la pervivencia del franquismo cuando estuviese resuelto lo principal de la guerra.
La obsesión anglouseña por Gibraltar era tal que el propio Churchill había expresado al embajador español, Duque de Alba, un año antes, sus deseos de “que España sea cada vez más próspera y fuerte. Que si Inglaterra gana la guerra, Francia le deberá mucho, y ella a Francia nada, por lo que Inglaterra estará en situación de hacer presión fuerte y definitiva para que Francia satisfaga justa reivindicación de España en el Norte de África (prometía lo que no había podido prometer Hitler). Italia quedará como Francia bastante disminuida, lo que proporcionará a España la ocasión de ser la potencia más fuerte del Mediterráneo, para lo cual podrá contar con la ayuda decidida de Inglaterra. Estamos decididos a ayudar a España en todo, solo pedimos que España no deje pasar por su territorio a los alemanes”.
Franco, desde luego no creía una sola de esas promesas, que incluían un arreglo para Gibraltar. Pero la neutralidad de España era para él también una obsesión, basada en tres puntos generales: a) La prioridad era la reconstrucción del país, sin la cual no sería posible una verdadera independencia nacional; b) La guerra en el occidente europeo solo podía favorecer a la larga a la URSS, su enemigo principal, razón de más para mantenerse al margen; y c) La victoria alemana, con la que en principio simpatizaba más que con la anglosajona, podía tener el efecto de una hegemonía germana tal que redujera a España a una posición de satélite, por lo que tampoco había que embarcarse en la guerra a su lado. Esta triple concepción general forma el criterio al que Franco se atuvo, y que le permitió maniobrar en las condiciones y tentaciones más difíciles y cambiantes.
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El cansancio
El Nocilla es un gran admirador de Blas Infante y emplea una demagogia “andalucista” de fondo excluyente y victimista. El Feijóo ha seguido en Galicia la misma política que Pujol en Cataluña, en plan “cordial”, cree que Cataluña y Galicia son naciones, y que la solución está en “Europa” (ahora todos van a incrementar, el Dotor también, su europeísmo de humo) y en una educación que prime el inglés. El Nocilla y el Feijóo son, como el Dotor y los demás, unos mafiosos que consideran que “eso de España” está ya “desfasado”. Me gustaría decir: “¡démosles una lección!”, pero me temo que la lección la seguirán dando ellos a quienes defienden la unidad nacional y la democracia, pero lo hacen con tan poco brío que tampoco parecen creer mucho en todo ello.
Vean este artículo de 10-6- 2008, hace catorce años: “¿No es Rajoy proetarra?” ¡Qué cansancio produce recordarlo!
Mi comentario de ayer sobre el Rajoy proetarra ha suscitado críticas un tanto indignadas, a derecha e izquierda, etc., acusándome de mentir, insultar o delirar. Veamos.
El análisis político no debe partir de las palabras, sino de los hechos, o, mejor, de la relación entre unas y otros. Cuando los hechos no corresponden a las palabras o estas se contradicen demasiado, o los cambios de orientación se explican mediante buenas intenciones vacías, sabemos que estamos ante demagogos, los cuales, como también sabemos desde Aristóteles, constituyen el mayor peligro de las democracias.
Zapo nunca dirá: “vamos a entrar en chanchullos con los asesinos a costa de la unidad de España y del estado de derecho”. Dirá más bien: “vamos a dialogar con todos sin excepción”, lo que en la práctica significa lo mismo, pero engaña a mucha más gente. No dirá: “lo que nos interesa realmente es ese “diálogo” con los asesinos y extorsionadores; con los contrarios y las víctimas directas, nada de diálogo, los silenciaremos y marginaremos”. Dirá, en cambio: “Algunos extremistas de derecha rechazan el diálogo, quieren la continuidad de la violencia, no hacen más que crispar”. Y tratará de acosar a los críticos en los medios, judicialmente o de otros modos. Y así sucesivamente.
Rajoy acaba de emplear los dos términos reveladores: “diálogo” y ”con todos sin excepción”. La primera palabra ha dado buen resultado a Zapo porque la seudo oposición de nuestro futurista ha sido incapaz de explicar algo tan simple como esto: el diálogo con los terroristas implica la negación del diálogo con las víctimas y la aceptación y premio al crimen como forma de hacer política. Esa negociación, ese “diálogo” solo puede hacerse, y se hace, a costa de la Constitución y del estado de derecho, y de la unidad de España. Rajoy, en lugar de explicarlo, trataba a Zapo de ingenuo y se ofrecía a ayudarle “cuando todos le abandonasen”. Simple exhibición de majadería, oficiosidad y servilismo, si no fuera acompañada del abandono, en la práctica, de la AVT o de quienes realmente criticaban la política de Zapo, a los cuales nunca defendió Rajoy con un mínimo de sinceridad y empeño.
Pero ha habido cosas más graves. Desde siempre, la ETA ha buscado la disgregación de España, y su designio se ha visto favorecido por unos políticos banales y a menudo venales (cuando no compartían gran parte de la ideología etarra, como sucede con Zapo). La clave del “diálogo” con la ETA ha sido el desmantelamiento de la Constitución mediante los estatutos balcanizantes, con el catalán como modelo, que reducen el estado español a “residual”, dejando un ligero barniz unitario que permita a Zapo seguir en el poder (otra cosa es que los etarras quieran eliminar incluso ese barniz, pero eso ya son disputas peculiares entre los del tiro en la nuca y los “gorrinos”). Pues bien, Rajoy, tras denunciar el estatuto catalán, entró en la carrera de las reformas balcanizantes desencadenadas por el “diálogo”, no exigidas por la sociedad y sí por camarillas de politicastros regionales. Así, el Futurista se ha sumado a la política de Zapo para complacer a los separatistas y a la ETA (su casi nula resistencia a las maniobras socialistas en el Tribunal Constitucional va en la misma dirección). Rajoy, por tanto, sigue EN LOS HECHOS, como el gobierno, una política pro etarra, y no vamos a cerrar los ojos a los hechos para abrir enormes orejas de asno a la verborrea demagógica con que se orquesta la delictiva operación.
¿Por qué obra así Rajoy? Al revés que Zapo, él no concuerda con la ETA en casi nada. Pero ansía el poder, se siente “en forma” y “con ganas” de presidir el país para llevarlo al futuro de la nena angloparlante; y le han convencido de que solo puede alcanzar tan nobles objetivos imitando la demagogia de Zapo, aceptando el diseño balcanizante del actual gobierno e integrándose en él, entrando en la competición para complacer a los secesionistas. Por el poder ha renunciado a la honradez, y quedará sin poder y deshonrado. Y de paso, posiblemente destruya su partido.
Mi comentario de ayer ha provocado críticas, con rasgado de vestiduras y tono injurioso, entre los mismos que solían tratar a Rajoy de ultraderechista: ¡Qué ternura repentina por el líder del PP, qué interés por salvar su honor, mancillado al parecer por mis palabras! ¿Cómo explicarlo? Pues porque ya casi sienten al futurista como uno de los suyos, y defendiéndole, se defienden. Navegan en el mismo barco. El barco de los farsantes.
Pasado e inconsciencia
“Primera novela: un anciano, al filo del siglo XXI, rememora su lejana juventud. Una juventud muy turbulenta, llena de altibajos y claroscuros, que había querido sepultar deliberadamente en el olvido. ¿Conozco alguna novela planteada de este modo? No se me ocurre ninguna. ¿Tiene algo que ver con su biografía? Después de aquella época juvenil vino la vida constructiva de profesor de universidad y cónyuge feliz (así lo da a entender). ¿Por qué esta otra parte de su vida, la más larga, no le da de sí? Hay miles de novelas que tratan de las menudas historias cotidianas, o las tragedias vulgares, amoríos o intrigas, y pueden ser muy entretenidas. Me sorprende, quiero decir, no recuerdo haber leído otra así.
“Segunda novela: un estudiante aficionado a contemplar las salidas y las puestas del sol. Estos fenómenos le sugieren pensamientos, le cansan la mente, pero le interesan. ¿Cómo es posible que nadie preste atención a esas cosas, siendo así que sus pequeñas vidas dependen absolutamente de ellas? En cambio son las preocupaciones de cada día, casi siempre insignificantes, las que les llenan la cabeza y la atención. Ve pasar a la gente, salir del metro, ir al trabajo con cara soñolienta. Hace media hora esa gente estaba como muerta, inconsciente, ajena a la realidad, y ahora se mueve en una realidad de la que prácticamente no se entera. Y dentro de unas horas se pondrá el sol, y poco a poco volverá a la inconsciencia.
“Verdaderamente son dos novelas de lo más inquietante. Rarísimas en el panorama literario, actual o de cualquier tiempo. Que yo pueda recordar, ya se entiende” J. L. Huertas
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La aljofifa
“En los comienzos del régimen democrático en España se celebró en La Rábida un congreso hispánico de zoólogos de vertebrados, al que fue invitado y en el que incluso llegué a leer una ponencia. Me figuro que se me invitó más por vertebrado que por zoólogo. El caso es que por aquellas fechas había hecho mi libro sobre Doñana y se me tenía poco menos que por especialista en el célebre y conflictivo Coto. A uno de los lados de la explanada de la universidad de verano ondeaban las banderas de los países hispanoamericano que habían mandado los delegados al congreso, y en el centro, exenta, la bandera nacional. Una tarde, veo al pie del mástil un grupo de gente y noté que pasaba algo raro. Alguien había arriado la bandera española y la había sustituido por la de la “patria andaluza”. El profesor don José Antonio Valverde, con ayuda de un bedel, se disponía a reparar el entuerto entre expresiones de reprobación y desagrado. Entonces se acercaron al grupo dos congresistas que venía como paseando, y uno de ellos, del que solo supe que era de Córdoba, le dijo a Valverde:
–Que conste, profesor, mi más enérgica protesta por lo que usted está haciendo.
Valverde se encaró con él y le dijo, señalando a la tarjeta de congresista llevaba prendida en la solapa:
–Mira, muchacho. Ahí pone que tú eres de Córdoba, y que yo sepa Córdoba está en España y La Rábida también, y si eres español, esta es tu bandera.
La bandera volvió a subir, pero el mal nacido aquel no se quedó conforme y hubo varios tiras y aflojas. Yo estaba de simple mirón y aún me duele no haber terciado con la dialéctica de los puños. Tal vez así, con una escena violenta, hubiera evitado la bochornosa transacción a la que se llegó, que fue la de poner en el mismo mástil no dos, sino tres banderas, a saber, la española, la andaluza y la de Moguer de la Frontera. Ya imperaba, como puede comprenderse, el espíritu de chapuza que hizo posible el “Estado de las autonomías”. Como la única dialéctica que yo practico es la de la pluma, a ella recurrí y escribí un artículo, que salió en el diario “Informaciones”, en el que proponía que, para no ser menos que los vascos y los catalanes que tenían nombre específico para su enseña regional, le pusiéramos los andaluces a la nuestra un nombre, que a mi juicio debía se una palabra que tuviera a la vez abolengo árabe y llaneza popular: la palabra “aljofifa”. El caso es que cada vez que veo la aljofifa, siento la humillación aquella de La Rábida y me duelen en la boca del estómago los puñetazos que no llegué a dar al miserable aquel” (Aquilino Duque).
La “aljofifa”, paño de fregar suelos, fue diseñada con modelo islámico por Blas Infante, declarado “padre de la patria andaluza” por la chusma socialista, ucedea y “andalucista”. Y así hasta hoy. Creo que este relato vendría muy bien en la campaña electoral próxima.
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Situar la historia
Es una manía ciertamente ilustrativa la de explicar la época de hegemonía española destacando todos los factores que la habrían hecho imposible, como se asombraba Julián Marías. Pero la historiografía española, salvo excepciones “es así”. He procurado explicarla de otra manera, y al mismo tiempo situarla en un plano histórico más amplio, el de la Era Europea terminada con la SGM. Esta situación me parece absolutamente necesaria, pues arroja luz sobre aquella época como parte de un proceso que, en lo esencial, puede darse por cerrado