“Un camello es un caballo diseñado por una comisión”
De La Transición de cristal. Hoy se podrían decir cosas más graves, pero viene bien señalar unos fallos de origen que en vez de corregirse se fueron ampliando. No existe ningún partido constitucionalista, porque todos han socavada insistentemente, desde entonces, la unidad nacional que la Constitución proclama un tanto ambiguamente. Queda clara, asimismo, la falta de principios sólidos en la UCD (para Suárez todo era negociable). Ausencia cuyo origen está en la Concilio Vaticano II, como explico también en el libro. Propiamente la Transición (o más bien la segunda fase de la misma, pues la primera culminó en el referéndum de 1976, cuya decisión fue a continuación desvirtuada) fue realizada básicamente por los falangistas del Movimiento como mano de obra y bajo dirección ideológica democristiana. Algunos de estos creían innecesario un partido nacional (español) en Cataluña y Vascongadas porque los nacionalistas allí eran precisamente democristianos.
Capítulo XVI
UNA CONSTITUCIÓN DEFECTUOSA
La gestación constitucional resultó, pues, poco democrática, pero sólo chocó con la indignación de AP, resuelta con la escisión del partido. El punto más escabroso, pero no el único, fue el de las autonomías, concretado en el Título VIII, y la inclusión del término «nacionalidades». Según Herrero de Miñón, uno de los ponentes con mayor influencia, «Comunistas y, más aún, socialistas, pretendían elaborar una completa nueva planta constitucional en la cual la Jefatura del Estado perdiera sus connotaciones históricas; la parte dogmática supusiera una transformación, cuanto más radical mejor, de la sociedad y la economía; y las autonomías correspondieran al principio del federalismo»; en cambio, interpretaba la postura de AP como un plan de «reformas parciales de las Leyes fundamentales franquistas y adición de otras nuevas», y afirma que UCD acertó «con un término medio: cambiar el Estado, y permitir el cambio social sin cambiar de sociedad ni de Estado». El aserto revela un optimismo algo excesivo.
El Título VIII, referido a la organización territorial y en particular a las autonomías, resulta contradictorio, pues pretende, por una parte, establecer las competencias de las autonomías y del Estado central y, por otra parte, vacía estas últimas al advertir que las autonomías podrán extender sus competencias (obviamente, a costa de las nacionales), y el Estado podrá delegar las suyas (artículo 150.2), bajo condiciones interpretables. Suárez hizo esta concesión un tanto sorprendente para conseguir que el PNV apoyase no lo logró, y a pesar de ello, el artículo no fue retirado. Pese a un afán ordenancista impropio de una Constitución, y a cautelas retóricas, las autonomías, en lugar de delimitarse, quedaron abiertas a una progresión indefinida, a interpretaciones y hasta al hecho consumado, como llegaría a ocurrir.
Los partidos abordaron la cuestión, dice Herrero, desde tres enfoques distintos: a) Los nacionalistas pretendían un reconocimiento nacional para Cataluña, apoyados por socialistas y comunistas, mientras que los nacionalistas vascos hablaban de «soberanía originaria»; b) los socialistas y comunistas defendían incluso el «derecho de autodeterminación», es decir, la posible secesión; y c) la UCD, y en parte AP, pensaban en una «regionalización del Estado», de inspiración orteguiana.
Las aspiraciones de los separatistas catalanes y vascos no precisan glosa. Algo más la coincidencia de socialistas y comunistas con ellos. Esa coincidencia era una tradición en el PCE, no así en el PSOE, antes propenso a un centralismo incluso jacobino. El PCE, aunque centralista de hecho, siempre incluía en su programa la autodeterminación de las nacionalidades según el modelo leninista extraído de la experiencia de los imperios ruso y austrohúngaro, inaplicable a España. El PSOE de González y Guerra asumió así esa postura leninista, por mostrarse radical, por su visión negativa de España y por su antifranquismo, ya que el Régimen anterior había defendido la unidad nacional.
Menos esperable era la repentina inclinación autonomista de la derecha, entusiasta en casos como el de Herrero. En buena medida venía de la influencia orteguiana sobre la Falange, en este caso lo que Ortega había llamado «la redención de las provincias». Según Ortega, España era un «enjambre de pueblos» y nunca se había «vertebrado» como era debido, estatal y socialmente. El filósofo representaba un nacionalismo español «regeneracionista», muy similar a los nacionalismos catalán y vasco por cuanto negaban como nefasta la historia anterior y pensaban tener la receta casi mágica para redimir a los pueblos y elevarlos a la gloria.
Los análisis histórico-políticos de Ortega no cuentan entre sus mejores ideas. Solían ser rebuscados y crear falsos problemas. «Ocurrencias», los llamaba Azaña que, no obstante, se parecía mucho a él en su adanismo hacia España y su historia. Ocurrencias a veces disparatadas, pero expuestas en un lenguaje pomposo que seducía a muchos lectores. La política debía ser «Una imaginación de grandes empresas en que todos los españoles se sientan con un quehacer», señaló el 30 de julio de 1931 ante las Cortes. Azaña, a su turno, propugnaba en Barcelona, el 27 de marzo de 1930, «un Estado dentro del cual podamos vivir todos», como si en España nunca hubieran vivido todos, mejor o peor. Viendo el pronto desenlace de las «grandes empresas» orteguianas y de ese «Estado» tan especial de Azaña, cabe ponderar la peligrosidad de las grandes frases vacías, a medias exaltadas y frívolas. Una ocurrencia de Ortega propugnaba articular España «en nueve o diez grandes comarcas» autónomas, para las cuales «la amplitud en la concesión de self government debe ser extrema, hasta el punto de que resulte más breve enumerar lo que se retiene para la nación que lo que se entrega a la región». Así esperaba contentar, más o menos, a los nacionalistas vascos y catalanes, y salvaguardar el principio de la soberanía nacional. Su discípulo Julián Marías observaría, en 1978, lo inútil y riesgoso de querer contentar a quienes no se van a contentar.
Yacía bajo todo ello un serio temor a los separatismos vasco y catalán, pese a no haber supuesto ningún peligro ni amenaza desde hacía cuarenta años. La razón no confesada de ese generalizado descrédito de todo centralismo provenía ante todo de la ETA y de su posible contagio a Cataluña, Galicia y Canarias, de momento. Ya vimos que la ETA era el único movimiento separatista surgido con algún impulso durante el franquismo, ya muy al final de este y, por las razones expuestas, había adquirido una excepcional relevancia política. No debe olvidarse que el terrorismo ha ejercido una profunda influencia corrosiva y corruptora en España, más que en cualquier otro país europeo, ya desde el pistolerismo ácrata de la Restauración, a cuyo derrumbe contribuyó decisivamente. Influencia debida siempre a la misma causa: la explotación política de los asesinatos por otros partidos teóricamente moderados.
De los tres enfoques autonomistas terminaría imponiéndose el de la derecha muy hibridado con el de los separatistas, con un autonomismo funcionalmente similar al federalismo, pero sin delimitación clara. El ministro adjunto para la Regiones, Clavero Arévalo, propugnó la generalización de las autonomías, creyéndola un modo de disolver los separatismos, mientras que Herrero insistía en unos «derechos históricos», «singularidades históricas» de Cataluña y Vascongadas, que no autorizaban la homogeneidad autonómica. Herrero asimilaba la situación española a la de Gran Bretaña -un verdadero dislate histórico- y llegó a declarar: «La Constitución puede pasar. Ni España, ni Cataluña ni Euskadi pasarán». Igualaba así las tres entidades y recogía el término inventado por Sabino Arana para incluir Navarra y los departamentos vascofranceses. Quizá influyera en tales actitudes el hecho de estar casado con una señora próxima a dirigentes sabinianos. Suárez, más reticente a las tesis del PNV, pensaba que UCCD y PSOE harían la política real en las Vascongadas ante un radicalismo separatista al borde de la ilegalidad.
Probablemente el enfoque más razonable fuera el del nacionalista catalán Roca Junyent en un momento en que, ante las dificultades y diferencias, propuso la reducción del texto a unos principios genéricos a desarrollar luego, y la restauración del estatuto de 1932. Pero ello no ocurriría.
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Una breve digresión histórica ayudará a percibir la sustancia del problema. La invasión napoleónica de 1808 impuso la necesidad de modernizar el Estado con un carácter democratizante y contra las trabas feudales de siglos anteriores (comunes a casi toda Europa). Representó la modernización la liberal Constitución de 1812, con un nacionalismo condensado en la soberanía española, «que no puede ser patrimonio de ninguna familia o persona». Pero encontró rechazo porque parecía recoger principios de la Revolución francesa, vistos con repugnancia por el grueso de un pueblo que luchaba precisamente contra los franceses; a lo que se añadía un injustificado fervor popular por un rey que había sido cómplice oculto de Napoleón. Así, el liberalismo pareció a muchos una doctrina foránea, opuesta a la tradición hispana y al catolicismo. Las subsiguientes guerras carlistas se riñeron, por paradoja, entre unos carlistas españolistas, pero antinacionalistas (no aceptaban la soberanía nacional, sino la del monarca), y unos liberales nacionalistas, pero tachados de antiespañoles y anticatólicos. La victoria final de los liberales en el último cuarto de siglo motivó en Cataluña y Vascongadas, quizá las regiones más tradicionales y religiosas, una reacción regionalista con tintes secesionistas. Factores como la industrialización de Bilbao y Barcelona, las ideologías racistas y un tardío romanticismo antidemocrático, dieron viento a las velas nacionalistas en Cataluña y Vizcaya. No cobraron impulso, sin embargo, hasta el «desastre» de 1898 frente a USA, causa de profunda desmoralización en toda España.
Los separatismos vasco y catalán, concomitantes con el pistolerismo anarquista y los mesianismos socialista y republicano, devinieron una destructiva plaga para los regímenes de libertades (Restauración y II República), abocando a dictaduras, y en un caso a la guerra civil. Las dictaduras de Primo de Rivera y de Franco disfrutaron de una casi nula actividad nacionalista, salvo la tardía de la ETA. Pero después de la Transición democrática, que no debió nada a los nacionalismos, estos iban a convertirse en el mayor escollo para el asentamiento de la democracia, y no sólo por el terrorismo.
Conviene insistir en la ya mencionada diferencia entre el separatismo catalán y el vasco. El vasco gira en torno a una «raza» vasca superior a la «raza» maketa o española, cuyo contaminante roce debe evitar la primera, por lo que es rotundamente secesionista, aunque maniobrase según las circunstancias. El separatismo catalán da a la raza un peso ligeramente menor y considera que, tras ser antaño Castilla hegemónica en la península, había llegado el momento de que la hegemonía pasara a Cataluña, debido a su mayor desarrollo económico y presuntamente cultural. El fundador operativo de este nacionalismo, Prat de la Riba, aspiraba a un Estado imperial desde Lisboa al Ródano, orientado desde Barcelona y expansivo hacia África. Tal idea anacrónica sólo podía conducir a frustraciones, por lo que muchos separatistas oscilaron hacia un imperialismo menor, sobre Valencia y Baleares, englobadas como Països catalans.
Durante la guerra civil, ambos separatismos se habían juntado al Frente Popular, a cuya derrota cooperaron de modo eficaz, aun si involuntario, con sus desavenencias, maniobras secesionistas e intrigas tanto con los fascistas italianos o los nazis como con Londres y París. Tras la victoria franquista, ambos separatismos pervivieron en débiles círculos nostálgicos, amparados por algunos clérigos (debe recordarse el origen clerical y antiliberal de ambos nacionalismos, mantenido en el vasco, no tanto en el catalán, cuyo sector de izquierda se hizo muy anticlerical). Terminada la II Guerra Mundial con la derrota nazi, el racismo quedó condenado internacionalmente, ambos nacionalismos dejaron de invocarlo abiertamente, y el PNV tomó ropaje democristiano. El franquismo apenas hostigó a aquellos círculos y, al final, les facilitó la reconstrucción como barrera (supuesta) al separatismo terrorista. Y aunque se acusa a la dictadura de perseguir las lenguas regionales, permitió la creación de una Academia Vasca que unificó el vascuence, y de ikastolas para la enseñanza en dicho idioma, e instituciones oficiales convocaban premios literarios para fomentarlo; algo similar ocurrió con el catalán, cuya filología se hizo obligatoria como rama en las facultades correspondientes. También data del franquismo la primera editorial de libros en gallego. Por efecto del pistolerismo, sectores vascos minoritarios, pero nutridos y muy activos, se radicalizaron durante la Transición, aun si la mayoría de la población era moderada, incluso entre los nacionalistas. Lo demostró la pronta adscripción de muchos al PNV, que permitió a este rehacerse bastante pronto. Claro que la moderación del PNV era muy relativa: justificaba el terrorismo, aun si con reservas, y trataba de beneficiarse de él, y pretendía el reconocimiento de la «soberanía originaria» vasca, inventada por Sabino Arana: nunca había existido nada parecido a un Estado vasco, cada provincia tenía su propio fuero, escrito en castellano, que le ligaba al Rey de Castilla: ningún país soberano busca un rey autoritario foráneo –los vascos, claro está, no se consideraban foráneos a España- y pacta en un idioma igualmente «foráneo».
Según Herrero, la «soberanía originaria», eufemizada en la Constitución como «derechos históricos», no pasaba de retórica: para el PNV todo se reducía al reconocimiento de «la identidad vasca como cuerpo separado dentro del Estado, sin negar en absoluto que este ejerciera cuantas competencias fueran necesarias A esto se reducía el dogma de la soberanía originaria». La creencia de Herrero suena tan ingenua como suponer sin valor práctico el término nacionalidades: la «soberanía originaria» entrañaba, para empezar, una idea confederal o separatista y el privilegio de los «conciertos económicos» que fragmentaban la economía española.
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