La “matanza” de Badajoz como obra cumbre de “la estupidez y la canallería”

 

   He tratado la célebre “matanza de Badajoz” en Los mitos de la guerra civil, publicado en 2003 y que sigue sin ser refutado en ningún aspecto significativo. Aunque nuestra izquierda y separatismos siempre han mostrado auténtico virtuosismo en lo que cabría llamar arte del embuste, quizá con dicha “matanza” han alcanzado el Everest de su particular Himalaya. Algo así como “la joya de la corona” de su historia-propaganda.

    El diario madrileño La Voz, publicó al respecto, en 1936 esta versión, difundida masivamente por la zona roja y también considerablemente fuera de España.  El suceso habría ocurrido el 15 de agosto: “Cuando Yagüe se apoderó de Badajoz… hizo concentrar en la plaza de toros a todos los prisioneros milicianos y a quienes, sin haber empuñado las armas, pasaban por gente  de izquierda. Y organizó una fiesta. Y convidó a esa fiesta a los cavernícolas de la ciudad, cuyas vidas habían sido respetadas por el pueblo y la autoridad legítima. Ocuparon los tendidos caballeros respetables, piadosas damas , lindas señoritas, jovencitos de San Luis y San Estanislao de Kotska, afiliados a Falange y Renovación, venerables eclesiásticos, virtuosos frailes y monjas de albas tocas y mirada humilde. Y entre tan brillante concurrencia, fueron montadas algunas ametralladoras. Dada la señal –suponemos que mediante clarines–, se abrieron los chiqueros y salieron a la arena, que abrasaba el sol de agosto, los humanos rebaños de los liberales, republicanos, socialistas, comunistas y sindicalistas de Badajoz. Confundíanse los viejos y los niños. También figuraban mujeres: jóvenes algunas, ancianas otras; gritaban, gemían maldecían, increpaban, miraban con terror y odio hacia las gradas repletas de espectadores. ¿Qué iban a hacer con ellos? ¿Exhibirlos? ¿Contarlos? ¿Vejarlos? Pero pronto, al ver las máquinas de matar con los servidores al lado, comprendieron. Iban a ametrallarlos. Quisieron retrocede, penetrar de nuevo en los chiqueros. Pero fueron rechazados a golpes de bayoneta y de gumía por los legionarios y cabileños que estaban a su espalda (…) Yagüe estaba en el palco, acompañado de su segundón, Castejón. Le rodeaban, obsequiosos y rendidos, terratenientes,  presidentes de cofradías, religiosos, canónigos, señoras, damiselas vestidas con provinciana elegancia. Levantó un brazo y sacó un pañuelo. Y las ametralladoras comenzaron a disparar”.

    El minucioso relato parece escrito por un testigo de los hechos, pero, desde luego, no era así.  Su objetivo era inducir a los madrileños a una resistencia a ultranza: “Quieren matar a cien mil madrileños (…) Por otra parte han prometido a los moros y a los del Tercio dos días de saqueo, para indemnizarles de sus fatigas y peligros actuales. En el botín, como es natural, entran las mujeres (…) Ya sabe el pueblo de Madrid lo que le aguarda, si no quisiera defenderse (…) La muerte para muchos. La esclavitud para los demás (…) Ya dejaron en Badajoz las pruebas sangrientas de que sus amenazas no son vanas”. Esta última parte se debía a que la masa de los madrileños mostraba poco entusiasmo por “defenderse”, es decir, por defender al Frente Popular; y en la batalla de Madrid, librada en noviembre del 36, participaron pocos voluntarios madrileños. De modo que había que hacerles sentirse ante una amenaza monstruosa.   Las versiones por el estilo se multiplicaron, incluyendo la del toreo de milicianos en la plaza (algo que sí hicieron las izquierdas con algunos curas).

     El observador escéptico puede pensar que, aunque se exagere, algo de verdad tiene que haber en el relato. Y sin embargo no hay prácticamente nada. El periodista portugués de izquierda, Mario Neves, escribía para O Seculo el día 15:  “Nos dirigimos enseguida a la plaza de toros, donde se concentran los camiones de las milicias populares. Muchos de ellos están destruidos (…) Este lugar ha sido bombardeado varias veces. Sobre la arena aún se ven algunos cadáveres (…). Todavía hay, aquí y allá, algunas bombas que no han explotado, lo que hace difícil y peligrosa una visita más pormenorizada”. No obstante, corrió el rumor de que allí se estaba fusilando gente (hubo algunas ejecuciones en días posteriores) por lo que Neves volvió al día siguiente, “pero la plaza no tiene un aspecto diferente del que observamos ayer, lo que nos lleva a suponer que el rumor es infundado. Los mismos automóviles destruidos y los mismos cadáveres, que tanto me impresionaron y que no han sido retirados”.

    Este mero testimonio ya echa por tierra la invención. No hace falta más.Sin embargo la leyenda no salió de la minerva de los propagandistas españoles sino del useño Jay Allen, un periodista de izquierda muy comprometido con el PSOE. En su apartamento de Madrid había escondido en octubre de 1934 a Negrín, Araquistáin y otros miembros del comité revolucionario, y había participado en la campaña de denuncia de la represión de Asturias con motivo de aquellos sucesos. Dicha campaña fue un fraude muy por el estilo del de la matanza de Badajoz, como he  examinado en El derrumbe de la República, pero tuvo gran importancia política para envenenar de odio el ambiente social. Pues bien, Allen publicó un sensacional reportaje en el Chicago Tribune titulado “Carnicería de 4.000 en Badajoz, ciudad de los horrores”, que alcanzó inmensa repercusión internacional. Afirmaba  haber llegado a Badajoz unos días después de los hechos, los cuales conoció por haber tratado a oficiales del ejército franquista, que le habrían contado las mayores atrocidades, como el “fusilamiento ceremonial” de miles de milicianos con banda de música y toda la parafernalia y ante 3.000 espectadores. Los mismos oficiales le habrían comentado que “la sangre empapaba más de un palmo de arena en el lado más alejado del ruedo” “No lo dudo”, remata Allen.

    Así, los jefes nacionales en la ciudad se habrían prestado generosamente a abonar la propaganda más perjudicial para ellos con un periodista extranjero que ya había publicado una entrevista al propio Franco. En la cual le trataba de “enano con aspiraciones de dictador” y le hacía decir que estaba dispuesto a matar a la mitad de los españoles (cosa que Martínez Reverte reproduce como si fuera una afirmación veraz del propio Franco) Comenté en Los mitos de la guerra civil:  “Realmente Allen era un periodista afortunado: Franco y los suyos parecían encantados de hablarle como él y los revolucionarios deseaban”. Lógicamente, supuse que en realidad Allen no se habría atrevido a volver a la España nacional después de aquella entrevista, y que todo lo que cuenta de Badajoz eran invenciones, ya que en la España nacional podía haber sido acogido más calurosamente de lo que hubiera deseado. Y he aquí que tres estudiosos concienzudos, Francisco Pilo, Moisés Domínguez y Fernando de la Iglesia, en su libro La matanza de Badajoz ante los muros de la propaganda, han seguido las andanzas de Allen, corroborando que, en efecto, no cruzó la frontera portuguesa.

    El trabajo de Allen, propaganda bajo disfraz informativo, debe entenderse en la situación del momento. Las noticias sobre el terror izquierdista, a menudo de un sadismo extremado, y especialmente la reciente matanza de  la cárcel Modelo de Madrid, se habían extendido por el mundo y desacreditado profundamente al Frente Popular. Contrarrestar aquellas noticias exigía una invención realmente “fuerte”, que demostrase que los nacionales eran mucho más bestiales en su lucha contra “el pueblo trabajador y su gobierno legítimo”.

    El mito recibió un refrendo posterior, para consumo de historiadores y periodistas incautos, por parte de John Whitaker periodista amigo de Allen, y del mismo estilo. Según Whitaker, Yagüe le habría confesado en una entrevista: Claro que los fusilamos. ¿Qué esperaba? ¿Suponía que iba a llevar cuatro mil rojos conmigo mientras mi columna avanzaba contra reloj? ¿Suponía que iba a dejarlos sueltos a mi espalda y dejar que Badajoz volviera a ser roja? Estas frases, mil veces repetidas, no tienen pies ni cabeza en términos militares, y supuse que serían algo parecido a la “confesión” de Franco de estar dispuesto a exterminar a media España. Pero el libro de Pilo, Domínguez y La Iglesia termina de aclararlo: la confesión de Yagüe, ciertamente sensacional si fuera veraz, no apareció en ninguna entrevista de Whitaker por entonces, sino que el  sagaz periodista la  “recordó” seis años después en la revista Foreign Affairs.  Y no hay constancia de que Whitaker hubiera entrevistado a Yagüe.

     Después, el mito siguió rodando… ¡hasta hoy mismo! Se atribuye a Goebbels el dicho de que una mentira tiene que ser muy grande para ser creída. La de la matanza de Badajoz viene a ser un modelo. Un historiador himalayesco local, Justo Vila, aporta sus particulares adornos: Hubo moros y falangistas que bajaron a la arena para jalear a los prisioneros, como si de reses bravas se tratase. Las bayonetas, a modo de estoque, eran clavadas en los cuerpos indefensos de los campesinos (…) Luego abrían juego las ametralladoras. “Se calcula” que más de 4.000 personas perecieron en las tristemente famosas matanzas de la plaza de toros. Esto, escrito en 1983. Otros, como Reig Tapia, hablan de 1.200 así asesinados. Preston cuenta 2.000, otros “matan”  solo a 500, etc.  Está claro que la izquierda no quiere desprenderse bajo ningún concepto de la supuesta matanza, tan útil para impresionar a incautos y ganar ascendiente de efectos políticos como “representante del pueblo trabajador”, tan horriblemente ultrajado por los “criminales y cavernícolas explotadores”. El odio es una gran arma en política, y estos saben explotarla a fondo,  también con su repugnante campaña de “fosas y cunetas”.

     Después de libros como Los mitos,  el citado de Pilo…,  de los trabajos de A. D. Martín Rubio y otros, ya no es tan fácil hablar con tanta desenvoltura de la plaza de toros, por lo que, sin reconocer abiertamente su falsedad, se trata de desviar la atención sobre los cadáveres tendidos en las calles o quemados en el cementerio  (para evitar epidemias, en aquellos calurosos días), etc. Así, nuestro amigo Martínez Reverte habla con cierta vaguedad de “2.000 personas asesinadas en 24 horas”. El propio Neves, quizá arrepentido de no haber aprovechado la ocasión en 1936, diría medio siglo más tarde  “como alivio a su conciencia”, que él y otros corresponsales extranjeros “quedaron profundamente agraviados por la visión atroz de los cuerpos tendidos en la plaza de toros”  y de los que aguardaban en los chiqueros (donde caben muy pocas personas) para ser fusilados, así como “del elevado número de milicianos fusilados en muchos lugares dispersos de la ciudad”. Todo esto es una verdad a medias: la toma de la ciudad costó numerosas bajas a las tropas de Yagüe, y por supuesto, también a los milicianos, por lo que varias calles quedaron sembradas de cadáveres, lo que tiene muy poco que ver con la masacre que se pretende.

     Y hubo además fusilamientos. Debe señalarse que los milicianos no eran considerados combatientes regulares sino algo parecido a bandidos. Los nacionales recogieron un aluvión de voluntarios y los integraron rápidamente en el ejército, mientras que los voluntarios opuestos funcionaban como milicias irregulares de partidos y sindicatos.  Combatientes de este tipo solían ser ejecutados sobre la marcha en las intentonas comunistas de Alemania, y Azaña había ordenado fusilar a los anarquistas a quienes se pillasen con armas en la insurrección del Alto Llobregat. No quiere decir que en la guerra civil todos fueran fusilados,  ni mucho menos, pero bastantes sí lo fueron. Según avanzaban desde Sevilla, las tropas nacionales iban comprobando atrocidades espeluznantes, como familias enteras quemadas vivas, crucifixiones, castraciones, etc. Y la justicia era drástica, sobre la marcha: se ponía a los prisioneros ante la gente y se preguntaba: “Este, ¿bueno o malo?” Si los testigos le acusaban de haber participado en los asesinatos, era ejecutado, de otro modo salvaba la vida. Los crímenes cometidos por las milicias en Badajoz y aledaños fueron desde luego muy graves.

     Entre los cadáveres de Badajoz es imposible distinguir los que cayeron en la lucha y los fusilados. Un corresponsal presente por aquellos días, el francés J. Berthet,  habló de 1.500 ejecuciones, cifra repetida el corresponsal M. Dany y otros, aunque desde luego ninguno los contó y  en algún punto concreto  uno habla de “unas decenas” y otro de varios centenares. Berthet estaba ligado al servicio de propaganda comunista dirigido por el célebre Willi Münzenberg, que influía en una variedad de medios de información o deformación de tinte “progresista”, por lo que sus crónicas eran vastamente reproducidas, y aun exageradas por muchos periódicos.  Los Angeles Times citaba “2.500 cuerpos apilados en las calles de la ciudad”. Según otra crónica transmitida por la Associated Press de Lisboa,  “Corrieron torrentes de sangre en la ciudad, de la cual no queda piedra sobre piedra”, con relatos truculentos al estilo de los de Allen.  A raíz de unos datos demasiado claramente manipulados, Berthet sería expulsado de Portugal.

    Por no alargarnos, quien quiera informarse con veracidad de lo ocurrido en Badajoz debe leer obligatoriamente el libro de Pilo, Domínguez y La Iglesia, que dudo pueda ser superado. En cuanto a los fusilamientos, las cifras más aproximadas las da A. D. Martín Rubio, recurriendo al registro civil de Badajoz.  El total en diez años, hasta 1945, asciende a 1.080 muertes, de las que algo menos de 500 corresponden al verano y otoño de 1936. Hoy por hoy, son las cifras más fiables y comprobables.  Por lo demás, los del Frente Popular asesinaban prisioneros con gran liberalidad, aparte del terror de retaguardia, cuya culminación cuantitativa lleva el nombre de Paracuellos.

    En suma: la famosísima matanza de la plaza de toros no existió, la toma de la ciudad fue cruenta para ambos bandos y dejó bastantes muertos en las calles, los milicianos y otros izquierdistas habían cometido numerosas atrocidades, y los fusilados en aquel verano-otoño ascienden a medio millar aproximadamente. Y, sobre todo, no se trató de una lucha entre fascistas y demócratas, entre golpistas y defensores de un gobierno legítimo, entre “el pueblo trabajador” y los parásitos que pretendían mantener sus privilegios.  Fue una lucha entre a los partidarios de disgregar España y arrasar su cultura cristiana y tantos otros aspectos de la civilización europea y los que defendían precisamente esas cosas.  Lucha entre los que habían asaltado en 1934 y destruido en 1936 la legalidad republicana y los que no se resignaban a la tiranía revolucionaria.

    Es evidente que falsedades como las de la matanza de Badajoz  no son inocentes ni producto de una indignación moral mal informada. Se difunden calculadamente porque suponen beneficios políticos y a veces también económicos para determinados partidos y personas. Pero el coste social es enorme. La opinión pública es emponzoñada con odios y la propia política se convierte en una farsa siniestra que vuelve a amenazar nuestro porvenir. La estupidez y la canallería, como diagnosticó el liberal Marañón.

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Cómo la ciencia exacerba la angustia

***Blog I: “La estupidez y la canallería”, marcas de fábrica de la historiografía de izquierda: http://gaceta.es/pio-moa/estupidez-canalleria-g-maranon-marcas-fabrica-historia-izquierda-29122016-2008

**Europa después de las guerra napoleónicas. Apogeo de Inglaterra y semihundimiento de España: https://www.youtube.com/watch?v=jkHsMsJkW8A  

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   Hemos visto cómo en la raíz de la condición humana se encuentra la incertidumbre, de manera radical en lo que atañe al significado y destino de nuestras vidas particulares, según la expresión genial de Omar Jayam, planteada por otros (“no vivimos por ni para nosotros”, que decía San Pablo), incertidumbre ampliada a la razón de ser de la especie y del mundo. No obstante, como se trata de una incertidumbre radical, y por ello especialmente angustiosa, una actitud típica consiste en desentenderse de ella con el razonable argumento de que aunque sea así, estamos diseñados por decirlo de algún modo, para desenvolvernos en la vida corriente y en un mundo que ciertamente nos acosa, pero que nos permite vivir.  Actitud pragmática o antimetafísica que adormece la angustia, sin no obstante eliminarla.

   Sin embargo, aunque mediante el cálculo y el conocimiento podemos desenvolvernos en la vida práctica, en esta permanece un elemento indominable de incertidumbre, manifiesto en azares, accidentes, en lo que suele denominarse “suerte”, en el predominio de “lo que nos pasa” sobre “lo que hacemos”. La angustia permanece y se manifiesta de muchas formas, desde la desesperación hasta la búsqueda permanente de conocimientos firmes frente a los continuos errores a que nos conduce el modo  como se presenta el mundo a nuestra consciencia y a nuestras propias formas inadecuadas de pensar. Existe, por tanto, y de manera permanente en el ser humano una distinción entre lo que llamaron los griegos doxa y episteme, opinión y conocimiento cierto, y el producto más depurado de ello ha sido la ciencia. Por conocimientos científicos entendemos sin más conocimientos “verdaderos”, irrefutables, a los que se llega mediante una metodología ascética de observación y experimentación, por encima o al margen de sentimientos o de ideas preconcebidas o dogmáticas.

   La ciencia ha proporcionado al hombre un inmenso poder sobre el mundo acosador –al menos el reducido a la superficie de la Tierra–, y una comprensión del funcionamiento del cosmos cada vez más preciso. También se aplican sus principios a la sociedad y a la psique humana, con resultados más dudosos por el momento, pero que cabe esperar se hagan cada vez más seguros. En este sentido, muchos ven en la ciencia el instrumento que nos permitirá, aunque sea a largo plazo, eliminar la incertidumbre y con ella la angustia adosada. No obstante aquí encontramos para empezar un problema embarazoso: el conocimiento cierto e indudable atribuido a la ciencia restringe la libertad humana y finalmente la eliminaría, ya que no dejaría posibilidad de elección, o la reduciría a una rebeldía caprichosa y pueril ante el dictamen científico. Rebeldía que pondría en peligro el mejor orden social. Eso implican las ideologías cuando se proclaman científicas: nos comunican que son verdaderas e ineluctables, y que las tradiciones e ideas anteriores que se les opongan deben ser eliminadas. Entre esas ideas, precisamente la de libertad, aunque retorciendo algo el concepto se defina esta como “la necesidad hecha consciente”. La ciencia sería esa necesidad que el ser consciente debería cumplir  velis nolis y que no admitiría rechazos.

   Pero, y no solo por esa razón, las promesas de aplacamiento de la angustia mediante la ciencia resultan decepcionantes. Aunque la ciencia ha proporcionado al hombre un poder inmenso, o que nos parece inmenso, no disminuye la incertidumbre, en varios sentidos. Ya Hume sometió a crítica la pretensión de certeza completa de la ciencia, y hoy las leyes que nos permiten conocer y tratar la naturaleza se consideran probabilísticas. Y aunque su probabilidad es tan alta que en la práctica pueden darse por seguras, siempre queda la posibilidad de lo casi inimaginable. El terreno a explorar parece inacabable, y un conocimiento provoca nuevos problemas en una cadena sin fin que podría conducir a sorpresas peligrosas o destructivas. Por otra parte la técnica derivada introduce un orden en nuestra capacidad de acción, creando por así decir una burbuja cada vez más confortable para la vida “práctica” humana, pero probablemente ello se consigue a costa de aumentar el desorden en el entorno de esas burbujas, idea presente de modo más o menos claro en las ideología ecologistas. Esta incertidumbre y la angustia derivada tiene una de sus expresiones en las populares películas de catástrofes naturales gigantescas o intervenciones exteriores que amenazan destruir nuestra civilización o nuestra especie.  

   Y sobre todo la ciencia no explica, ni siquiera se lo plantea, el por qué ni el para qué de la existencia del cosmos o del hombre sino solo el cómo se manifiesta esa existencia, con lo que la incertidumbre radical permanece. Como han observado algunos científicos, “cuanto más conocemos el universo menos sentido parece tener”.  Una observación en cierto modo perogrullesca, ya que a la ciencia no le preocupa el sentido o finalidad de las cosas (su método prescinde conscientemente de ello), y enfoca la  causa de ellas solo en cuanto a concatenación probable. Tradicionalmente, el ser humano se sentía el centro del universo, un ser a imagen y semejanza de Dios, en cuanto que compartiría algo de poder creador y de libertad divinas. En ello radicaba su autoestima, la idea de su libertad y la dignidad de su vida, aunque  sea perecedera.  Pero la ciencia ya le informó en su momento de que no es el sol el que gira en torno a la tierra, sino al revés, y hoy sabemos que nuestro planeta es una brizna absolutamente insignificante de un cosmos cuya inmensidad, solo expresable en cifras, rebasa totalmente la capacidad humana de sentir y entender. Siendo así, ¿qué significado puede tener la frenética actividad de los millones de seres humanos atareados sobre la superficie de ese minúsculo planeta? ¿No da al propio ser humano cierta impresión de locura? ¿Qué valor pueden tener nociones como las de dignidad o libertad frente a unos espacios,  masas y fuerzas tan absolutamente gigantescos que la imaginación no puede concebirlos,  y regidos por leyes nunca del todo conocidas y en todo caso ajenas por completo a la voluntad, el interés y sensibilidad del ínfimo ser humano?

    Así, el conocimiento científico, lejos de disminuir la angustia connatural a la condición humana, la exacerba. Y la necesidad psicológica de encontrar calma en el sentido de la vida ha de buscar otra salida.

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Franco, la economía y el auge de los años 60

¿Quiere ud entender lo que fue la guerra civil y cómo eran los vencidos, en un solo episodio?: https://www.youtube.com/watch?v=ZmaG2P_uP20

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Le cuenta Luis Ángel Rojo a Juan T. Delgado, periodista perfecto en su ignorancia: “Franco no tenía ni idea de economía. No creía que fuera importante para el país.” Franco no era economista, claro, como no lo eran ni lo son la mayoría de los políticos, empezando por Zapatero. Y tampoco conviene sacralizar la profesión, pues, como recuerda a veces el economista José García Domínguez, “uno de los rasgos más admirables de Churchill fue que jamás se tomara en serio a los expertos económicos”. Los fracasos de tales expertos siempre han dado mucho tema.

No me atrevo a decir que Rojo mienta sobre Franco, ni tampoco cabe achacar sus palabras a ignorancia como la de su entrevistador, a quien supongo un joven algo echado a perder por la historiografía a la lisenka. Las palabras de Rojo bien pudieran obedecer a una memoria deficiente, que quizá debiera hacerse revisar. Quien lea los discursos de Franco desde 1939, comprobará que la economía, la entendiera mejor o peor, le preocupaba mucho. Y no solo en la retórica. Fruto de esa preocupación fue la fundación, ya en los años 40, de la primera facultad de Ciencias Económicas en la historia de España. Piénsese que la república de Azaña cerró el único centro superior de esos estudios, en Deusto, universidad que solo volvió a funcionar con el franquismo. Pueden consultar también, si quieren, mi libro sore la posguerra Años de hierro, o el más reciente Los mitos del franquismo.

Precisamente en la facultad de Económicas y en otros centros de preparación y peritaje comercial desarrollados desde el temprano franquismo pudieron formarse tantos economistas expertos –aun si poco destacados como teóricos–. El propio Rojo, sin ir más lejos. Muchos de los cuales se convirtieron en funcionarios del régimen franquista, dentro del cual hicieron carreras a menudo brillantes y provechosas, y al que sirvieron con eficacia y fidelidad. Por fidelidad no entiendo identificación personal con los principios del régimen (cada uno sabrá en qué grado los compartía), sino identificación práctica; no excluyo que contaran chistes de Franco y comprasen libros prohibidos (se trataba de libros pornográficos y marxistas, aunque no todos, pues circulaban libremente la mayoría de los de Marx y Engels, más tarde los de Marcuse y la Escuela de Francfort en general, etc.). La evolución de Rojo indica más bien una fidelidad muy fundamental a su propio interés particular: si hay dictadura, pues con la dictadura, y si hay democracia, pues con la democracia. Actitud frecuente, tampoco hay para rasgarse las vestiduras.

La preocupación de Franco por la economía se manifiesta en muchas otras iniciativas, mejor o peor encaminadas: el INI, la repoblación forestal, los regadíos, la energía hidroeléctrica, el desarrollo de la enseñanza media y  superior, con más alumnos (y bastante más alumnas) que en la república, el rápido descenso de la mortalidad infantil, la erradicación definitiva, ya en los años 50, del hambre (que no había cesado de crecer en la república), los índices de salubridad y tantos otros datos directa o indirectamente económicos. Todo ello afrontando al mismo tiempo el maquis en los años 40, y el criminal aislamiento o la hostilidad internacional, pese a haber sido su neutralidad en la guerra mundial y su estabilidad interna después, una de las bases de la victoria aliada y del asentamiento de democracias en Europa occidental. De hecho, sin la reconstrucción del país y las bases echadas  con duro trabajo en los años 40 y 50, el éxito espectacular de los últimos quince años del franquismo  habría resultado sin duda mucho menos espectacular. No es un balance tan malo, aun si a finales de los 50 el país afrontaba una seria crisis: todas las recetas económicas llegan a agotarse, como ahora mismo la que dio lugar al auge burbujeante de la  precrisis.

Franco compartía las ideas económicas llamadas “castizas” por Juan Velarde Fuertes: ultraproteccionismo materializado en el arancel Cambó, que pretendía extender la industrias desde Barcelona y Vizcaya y solo conseguía restringirla a esas provincias; más ideas católicas quizá no muy bien enfocadas, junto con otras de estirpe más o menos socialista defendidas por la Falange. Pero nunca cayó en el totalitarismo: su apego a la idea de un Estado reducido y poco gravoso lo impidió en todo momento; y su autarquía resultó en gran medida de las circunstancias internacionales.

La crisis de 1959 obligaba tomar drásticas medidas de liberalización económica. Los promotores de las mismas insisten en que Franco no las entendía. Quizá. Pero aún así demostró una flexibilidad muy notable al prestar atención a sus expertos, formados después de todo en centros de enseñanza creados por su régimen, y de cuya lealtad no parece haber tenido la menor duda. Porque era Franco, y no Rojo, ni Fuentes Quintana, ni Sardá, ni Mariano Rubio o cualquier otro, ni siquiera Ullastres, quien podía adoptar las decisiones, y el responsable máximo de su acierto o desacierto. La nueva política económica se debe, en definitiva, a Franco, que demostró entonces su espíritu flexible y pragmático, mal que le pese a Rojo: los demás dieron cumplimiento a una decisión que no estaban en condiciones de tomar. Algo así como un general es el máximo responsable de una campaña militar, aun si no podría realizarla sin el concurso de numerosos subordinados y expertos en diversos campos.

Se entiende bien que Rojo y otros realcen su propio protagonismo en aquellas importantes decisiones, es muy humano, pero da la impresión de que  exagera un tanto. Por efecto de una mala memoria, posiblemente.

   (En LD., 23-6-2008, con algunos retoques)

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La fe y la moral

(aquí, hace casi cuatro años):

Aunque  en los países occidentales existe, desde el siglo XVIII, una poderosa corriente antirreligiosa, hay tres argumentos, al menos, a favor de la religiosidad a) Todos los pueblos han sido religiosos, lo que es difícil considerar una casualidad o un error fundamental.  b) Parece difícil fundamentar una moral no religiosa, siguiendo la frase de Dostoievski de que sin Dios todo estaría permitido. c) Tiene algo de cierto la frase de Chesterton según la cual “quienes dejan de creer en Dios pasan a creer en cualquier cosa”, es decir, en cualquier fetiche ideológico.

A ello cabe objetar que a) la razón y la ciencia han demostrado sobradamente la inconsistencia lógica y real de los mitos, su carácter a menudo absurdo. b) Tenemos ante nuestra vista el hecho de que muchas personas ateas son moralmente rectas y bondadosas, mientras que muchos religiosos son hipócritas e incluso malvados. c) Quizá la fe en la ciencia y la razón ha llevado a veces por malos caminos pero, como decía Freud, nos ha permitido tales avances  en el conocimiento del mundo y de nosotros mismos, que no se puede decir que sea una fe arbitraria. Sus logros son concretos y lo que no da, tampoco pueden darlo las ilusiones religiosas.

Para cada respuesta hay casi  siempre una réplica. a) Desde cierto punto de vista los mitos son ilógicos y absurdos, irracionales en suma. También lo es el arte. No obstante, quizá el problema radique en su comprensión. Los mitos no emplean un lenguaje lógico, posiblemente porque su objeto va más allá de la ciencia y la razón. Aquí los hemos definido como elaboraciones psíquicas espontáneas a partir de la angustia existencial. La ciencia no puede desecharlos, como no puede desechar el arte, solo porque no hablen el lenguaje de la razón o de las matemáticas. Por el contrario, si los mitos tienen presencia universal, persistente incluso en plena era científica, lo lógico y científico, en principio, es  entender que responden a una necesidad psíquica profunda, y a partir de ahí, tratar de desentrañar su significado.

b)  Es cierto que muchas personas ateas o agnósticas tienen una conducta  que consideramos moralmente elevada, y que muchas personas religiosas no. Pero también lo contrario es cierto: muchas personas religiosas son buenas y muchos ateos y agnósticos malvados. De ahí cabría inducir que la religiosidad es indiferente a la hora de la práctica moral. Pero hay que señalar que nuestras ideas sobre el bien y el mal proceden de la religión –cristiana en nuestro caso—y que los ateos y agnósticos las siguen mejor o peor, por tradición que se ha vuelto inconsciente. Y sigue en pie la cuestión, ligada a la angustia por el sentido de la vida: sin una referencia a la divinidad, la moral se convierte en una mera convención social sin asidero firme y sin capacidad real normativa, ya que nadie se cree obligado a respetar normas diseñadas e impuestas por otros, a no ser que se le impongan por la fuerza. Efectivamente, parece que sin Dios todo estaría permitido y nada tendría sentido especial, fuera, si acaso, de lo que cada cual juzgase su conveniencia.

c)   Además, la cuestión requiere una valoración estadística: en conjunto, ¿se comportan mejor los grupos sociales religiosos o los irreligiosos? Teniendo en cuenta los efectos de las ideologías ciencistas  del siglo XX (en particular el marxismo y el nacionalsocialismo), cabe dudar de que los irreligiosos, en conjunto,  hayan tenido una conducta moralmente superior a los religiosos. Cuando Freud dice que  el consuelo ofrecido por la religión es meramente ilusorio y que no puede dar  lo que en cambio da la ciencia, quizá está mezclando los planos.

Y lo dejo aquí, de momento.

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(un viejo comentario de blog)

Por otra parte, la ciencia y la razón, tales como suelen ser concebidas, tienen una desagradable tendencia a socavar las normas morales, a privarlas de sentido. Un buen exponente de la actitud cientista optimista es Freud, por ejemplo, en El porvenir de una ilusión. Para él, la religión es un montaje ilusorio construido por la psique humana para calmar sus angustias más esenciales. Una vez la ciencia ha puesto de relieve su naturaleza ilusoria, la religión irá desapareciendo y siendo sustituida por la ciencia. El problema es: Podrá la ciencia cumplir ese papel que la religión ha tenido en las sociedades tradicionales? Freud creía que sí, que la ciencia podría proporcionar “un cierto sentido y equilibrio a la vida humana”. Con todo, Freud, que nunca fue un optimista loco, consideraba que la ciencia podría no ser tan eficaz como la religión en cuanto a proporcionar esa calma y serenidad. Pero lo sería en grado suficiente, y además no se apoyaría en una simple ilusión, por lo que valdría la pena. En definitiva, la religión sería un placebo y la ciencia una medicina real, aun si quizá no perfecta.

Pero la esperanza de la ciencia como portadora de equilibrio psíquico se ha venido abajo en estos años. Monod, en su libro “El azar y la necesidad”, plantea, desde un cientismo algo desesperado, la urgencia de fundamentar la moral sobre bases científicas. Lo malo del intento es, como subraya Monod, que al haber conseguido la biología explicar plenamente –según parece—la evolución a través del “azar y la necesidad”, prescindiendo de toda idea de finalismo, la misma idea de sentido de la vida se viene abajo. La vida humana sería el resultado de una cantidad gigantesca de mutaciones al azar a lo largo de millones de años, mutaciones que han ocurrido como pudieran no haberlo hecho, sin ninguna predeterminación ni ningún sentido. “Pero entonces ¿quién define el crimen? ¿Quién el bien y el mal? Todos los sistemas tradicionales colocan la ética y los valores fuera del alcance del hombre. Los valores no le pertenecen: ellos se imponen y es él quien les pertenece. Él sabe ahora que ellos son solo suyos y, al ser en fin el dueño, le parece que se disuelven en el vacío indiferente del universo”. Y la consecuencia es que la ciencia, lejos de calmar la angustia innata, la exacerba. En efecto, desde ese punto de vista que se presenta como científico y racional, la misma idea del valor o la dignidad de la vida humana, por ejemplo, pierden todo significado, y fenómenos como los campos de concentración nazis o el GULAG soviético se entienden bastante bien.

Por eso quizá el enfoque científico de los supuestos placebos metafísicos tendría que cambiar.

Considerar los valores como simples convenciones que se impondrían por la propaganda tiene muchos riesgos, como se sabe de antiguo. Cuando los sofistas mostraban en Atenas la relatividad y la convencionalidad de las normas, amenazando con ello la estabilidad de la polis, Aristófanes replicó en su comedia “Las nubes” exponiendo el caso de un hijo que propone que la ley autorice en adelante que los hijos peguen a los padres. Para lo cual expone varios argumentos impecablemente racionales, pero sobre todo uno: si la ley autoriza a los padres a pegar a los hijos y no a la inversa, es porque alguien lo propuso y convención a los ciudadanos de que así fuera. ¿Acaso no es lícito que alguien venga ahora a proponer y demostrar la conveniencia de lo contrario?, venía a decir.
Y así es, si los valores son simples convenciones o tienen un carácter meramente “cultural”, como se decía en estos años, resultan en definitiva arbitrarios y pueden ser sustituidos y cambiados sin más problema. Los valores pueden ser invertidos, como quería Nietszche. Y no puede haber límite a la arbitrariedad del cambio, porque ese límite significaría reconocer alguna objetividad en los valores. Tampoco pueden apoyarse en la “conveniencia social”, por ejemplo, porque esta se puede ver desde muchos puntos de vista.

La historia reciente nos muestra que el cambio arbitrario de los valores puede tener consecuencias desastrosas. Da la impresión de que hay cierta objetividad en ellos, a pesar de sus posibilidades de cambio, y que hay, como hace decir Sófocles a Antígona, “leyes antiguas, inmutables, de los dioses, que existen desde siempre y nadie sabe a qué tiempos se remontan”.

Además, creo que todos sentimos una mezcla de vergüenza y de repulsa frente a las “inversiones de los valores”, aunque no podamos razonar con toda claridad contra ellas. Sentimos que hay valores totalmente equivocados o falsos, y que estos solo pueden imponerse mediante un envilecimiento de la gente (que la experiencia demuestra que puede lograrse a través de la propaganda). Se puede lograr un notable consenso en normas falsas, gracias a la complicidad o la cobardía de muchos, apoyada en la dificultad de rebatir racionalmente tales propuestas. En “La Celestina” hay un buen ejemplo de esto cuando la vieja arpía elogia ante Pármeno las inelogiables cualidades de la finada madre del muchacho, que había sido una bruja y alcahueta profesional. Con tales elogios se crea una complicidad entre los dos, que se rompe cuando Pármeno hace una observación indiscreta que pone en evidencia la falsedad del discurso de Celestina. Y esta dice para sí: “Herísteme, don Loquillo. ¿A las verdades nos andamos? Pues ahora te daré donde te duela”. Y se dedica a ensalzar todavía más desmesuradamente las fechorías de la madre de Pármeno.

Así que el problema es muy enredado. La propuesta concreta que Racionero hace para salir del atasco resulta curiosa. Él propone diez normas “en la tradición humanista occidental”, y las supone satisfactorias para los “laicos”. Son normas como “conócete a ti mismo”, “el hombre es la medida de todas las cosas”, “unidad en la diversidad”, “unión por Amor”, “el aumento de la Complejidad es deseable”, etc., una mezcla algo incoherente, en parte de origen religioso, que suena algo pintoresca.

En el proceso de conocerse a sí mismo, la razón humana puede llegar a la conclusión sartriana de que “el infierno son los demás”, idea muy racional, que resume muchas filosofías. ¿Qué conclusiones prácticas sacar ¿Cómo conciliarlas con “unión por Amor”, suponiendo que eso signifique algo?

Racionero cree que las normas que él propone –y que en realidad no son normas casi ninguna de ellas—podrían “equipararse a cumplir los diez mandamientos de la sociedad laica”, y que podrían unirse a casi todos los diez mandamientos tradicionales (no todos, claro, porque el primero, por ejemplo, resulta inadmisible, y algunos otros, como los referidos a la moral sexual, irrelevantes para cualquier “laico” actual) Y entre unos y otros mandamientos, el señor Racionero cree que tendríamos “un cuerpo normativo suficiente para dotar de un código ético a la nueva sociedad mundial que emerge a través de las fronteras de naciones y culturas”. Esto suena a un optimismo realmente inmoderado”

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Dos revoluciones cruciales en la historia de Europa

 

Churchill previó agudamente el peligro islámico ya a principios del siglo XX. ¡Y se dice que casi se convirtió al islam! https://www.youtube.com/watch?v=BGnXEh2sTLE …

 

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  He enfocado mi introducción a la historia de Europa desde dos supuestos: a) que el núcleo generador de las culturas es la religión. En realidad todas ellas lo han visto así, y es sorprendente que la gran mayoría de los historiadores desdeñen este hecho y hoy tiendan a interpretar la historia desde el punto de vista de la economía y la técnica. b) que la religión nucleadora de la civilización  europea es la cristiana, transmisora a su vez  de la filosofía griega, el derecho romano y otros elementos culturales clave.

    En el cristianismo eurooccidental, asentado tras la caída del Imperio romano de occidente, encontramos, por tanto, una doble tensión generadora entre el poder  religioso y el poder político, por un lado, y entre la razón y la fe por otro.  Esa doble tensión ha sido mucho más fuerte que en otras culturas.  La primera ha generado numerosos conflictos, a veces violentos, pero también una área de libertad intelectual y política más amplia que en otras civilizaciones. La segunda tensión ha incidido en el mismo sentido, más filosóficamente, por así decir, dando lugar a un enorme esfuerzo de pensamiento por conciliar y armonizar razón y fe. Esfuerzo visible, por ejemplo en las obras de Alberto Magno o  Tomás de Aquino  y las divergentes de Bacon u Occam.  La doble tensión político-religiosa y racional-fideísta se manifestó con fuerza mucho menor en el cristianismo ortodoxo, y de ahí su menor productividad de pensamiento y en otros órdenes. Una tensión supone al mismo tiempo oposición y complementaridad, relación nunca resuelta,  que puede decantarse en un sentido u otro, incluso en choque abierto, como sería el caso.

   El primer gran conflicto entre razón y fe estalló como revuelta protestante de la fe contra la razón, la “ramera de Satanás”, según Lutero. El protestantismo,  muy consciente de la labor demoledora que podía ejercer la razón contra la fe, rechazó la tradición católica de la (ardua) conciliación entre ambas. Solo la fe, alimentada por las Escrituras, palabra de Dios que cada cual era libre de interpretar, salvaba y daba sentido a la vida. El protestantismo se ha definido como Reforma, pero fue realmente una gran revolución, que no solo dividió al cristianismo como habían hecho antes algunas interpretaciones dogmáticas con la Iglesia griega, sino que originó de inmediato  un período de guerras encarnizadas y agresiones al catolicismo, guerras que  Lutero estimó muy necesarias y salvíficas. Ciertamente la fe proporciona al hombre consuelo y calma ante la angustia esencial propia de su condición, si bien en el caso del protestantismo esa angustia puede exacerbarse ante la idea de que los actos humanos carecen de verdadero valor, ya que es Dios, en sus misteriosos designios, quien ha decidido desde la eternidad quiénes han de salvarse y quiénes han de condenarse, al margen de sus acciones en la vida.

    Dos siglos más tarde, Europa presenció una nueva revolución en sentido contrario, de la razón contra la fe, particularmente en algunas manifestaciones extremas de la Ilustración, que atacaron directamente al cristianismo y de modo especial a su rama católica. El supuesto consistía en que la razón y la ciencia permitían llegar a conclusiones unívocas y universales comprobables, las cuales hacían innecesaria la fe y reducían a Dios a “una hipótesis innecesaria” o, peor aún, a una carga oscurantista y absurda que mantenía al hombre aherrojado en las tinieblas y la impotencia. Como sabemos, lejos de alcanzarse tales verdades universales, lo que surgió fueron una serie de ideologías (liberalismo, marxismo, anarquismo, luego fascismo, etc.), todas ellas basadas teóricamente en la razón, y no obstante enfrentadas entre sí. Finalmente el choque llegó a la II Guerra Mundial, inicio de la Edad de Decadencia europea.

    El lenguaje de la razón es la lógica, mientras que la fe atañe a sentimientos profundos del mundo y de la vida, y a la necesidad psicológica de encontrarles sentido. Por ello, la fe no se expresa en lenguaje lógico sino más bien de manera simbólica. Esto se entiende más fácilmente con el arte o la literatura: todos sentimos, por ejemplo, que el Quijote nos interpela profundamente, pero si lo enfocamos literalmente, lógicamente, se reduce a una burla de  las chifladuras de un pobre loco. Por tanto, basta aplicar  la lógica a las creaciones (mitos en sentido propio) de la fe, ignorando su simbolismo profundo, para que la religión tradicional se venga abajo. El precio de la operación consiste sin embargo en desplazar la fe a entes como la Razón, la Humanidad, el Progreso, el Proletariado, etc., cuya capacidad para calmar la angustia vital humana es realmente escasa. De hecho, esa especie de  divinidades sucedáneas  exaltan la angustia, dando lugar por una parte a fanatismos reconcentrados para conjurarla, y por otra a  la idea o sentimiento de que la vida carece de sentido. Cosas ambas bien visibles en la historia europea del siglo XX.

   A pesar de la inmensa e inmisericorde crítica al cristianismo, las ideologías no han logrado eliminarlo, aunque sí reducir mucho su influencia y capacidad sugestiva. Con motivo de los desastres de la Revolución francesa y de las guerras napoleónicas, algunos católicos pensaron que la gente se volvería de modo natural hacia el cristianismo, tomando los sucesos anterior como experiencia y escarmiento. Sin embargo solo ocurrió en medida menor. Hasta hoy, el catolicismo no ha logrado desarrollar un discurso capaz de derrotar o superar a las ideologías, aunque sí ha conseguido mantenerse como la religión muy mayoritaria en casi toda Europa;  con efectos prácticos no muy decisivos, no obstante.

   Un caso especial ha sido el del franquismo en España, que intentó elaborar un discurso potente  contra todas las corrientes ideológicas europeas  intentó.  Ya hemos visto por qué fracasó, aunque está por estudiar con seriedad su labor intelectual anterior al Concilio Vaticano II.

   También tiene interés examinar la relación entre la revuelta protestante contra  la razón y la revuelta ideológica contra la fe, dos siglos posterior. Baste aquí con indicarlo, al igual que en el caso del franquismo.     

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Los políticos, periodistas e historiadores españoles padecen un fuerte provincianismo, debido a la ignorancia: https://www.amazon.es/Europa-P%C3%ADo-Moa-ebook/dp/B01M28JKGS/ref=sr_1_1?ie=UTF8&qid=1478110398&sr=8-1&keywords=pio+moa+europa …

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