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Significado histórico de la guerra civil
Vuelve “Una hora con la Historia” en Radio Ya (digital) a partir de este sábado a las 20,00. Se reproducirá los lunes de 16.00 a 17.00 y los martes de 2 a 3 de la noche. También estará en YouTube y el podcast. Recordamos que es un programa dedicado a combatir la memoria histórica en lo que tiene de falseamiento de la realidad y de imposición totalitaria. Y que para ser eficaz precisa de la colaboración de sus oyentes difundiéndola y colaborando económicamente en la siguiente cuenta: ES09 0182 1364 3302 0154 3346
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Muchos han interpretado la guerra civil como un golpe militar y reaccionario o fascista contra una democracia, cargando las tintas sobre los asesinatos atribuidos a los alzados. Esa versión procede fundamentalmente de la propaganda comunista, y ha sido aceptada, asombrosamente, por buena o mala parte de la derecha. Desde tal enfoque alzarse contra un gobierno de derecha elegido por mayoría, como en el 34, sería un ejercicio de democracia; unas elecciones demostradamente fraudulentas son democráticas; y sería otro ejercicio de democracia incendiar y asesinar sin tasa.
Dado que la incesante campaña propagandística se centra en las víctimas, debe reconocerse que las izquierdas se mostraron superiores en la propaganda de guerra, inventando la inexistente matanza de la plaza de toros de Badajoz, exagerando sin tasa sobre el bombardeo de Guernica, etc. Y esa propaganda continúa hoy achacando a los nacionales una represión genocida, cuando el único genocidio real fue la persecución religiosa. Al tratar estas cuestiones deben recordarse las propagandas totalitarias del siglo XX, tan efectivas en crear odios e histerias, y hoy nuevamente amenazantes.
Señalemos, de entrada que en toda guerra cae gente de un lado y de otro. ¿Cuál fue su número? Los más de cien mil “desaparecidos enterrados en cunetas” son pura propaganda del odio, negocio infame con dinero que nos obligan a pagar a todos. Hubo, claro está, fusilamientos regulares e irregulares, con cifras parecidas en los dos bandos (unas 60.000), según prueban los estudios de R., Salas Larrazábal, A. D. Martín Rubio y otros ajenos a la propaganda; con mayor intensidad en el Frente Popular al afectar a un territorio menor. El terror mutuo tuvo algunas diferencias. La grave responsabilidad de haberlo iniciado, ya al comienzo de la república, recae sobre las izquierdas. Terror agravado en la insurrección de octubre del 34 y después de las elecciones del 36. El terror contrario, y esto importa mucho, fue de respuesta. También el del Frente Popular se distinguió por un mayor ensañamiento y sadismo.
De los fusilados de posguerra se han dado cifras entre 200.000 y 80.000, al gusto de autores. Hoy se están investigando los archivos de las sentencias de muerte: entre 25.000 y 30.000, casi todas por graves delitos de sangre, y la mitad conmutadas a una cadena perpetua que no solía pasar de seis años.
Al explotar la emocionalidad en torno a las víctimas, la versión propagandística de la historia busca ocultar cuestiones más decisivas, sin las cuales no puede entenderse el fondo de aquel conflicto: ¿qué se dirimía en la lucha y qué carácter tenía cada bando? En las elecciones de febrero del 36 se impuso el Frente Popular mediante el fraude, un auténtico golpe de estado seguido de la destrucción total de la legalidad republicana o de lo que esta tenía de democrática, hasta hacer imposible la convivencia en paz y libertad. Llamar “republicano” al Frente Popular no deja de ser una estafa intelectual de principio. Dicho frente integraba, de derecho o de hecho (y con persecuciones y crímenes entre ellos),a socialistas, comunistas, separatistas catalanes y vascos, y golpistas republicanos de izquierda. No solo ninguno era demócrata, sino que su propia composición imponía una rápida evolución hacia un régimen totalitario de tipo soviético, acompañado de una eventual disgregación de España. Y del exterminio del cristianismo, que, guste o no, es la raíz de la cultura occidental.
El bando nacional, lógicamente, defendía lo contrario: la unidad de España, la cultura cristiana, la libertad personal y la propiedad privada. Se componía de cuatro partidos o “familias”: católicos políticos, monárquicos, carlistas y falangistas, estos más próximos al fascismo. Todos se afirmaban católicos y su ideología común venía a ser la doctrina social de la Iglesia. El régimen se declaró confesional, por lo que gozó largo tiempo de apoyo del Vaticano, hasta el Concilio Vaticano II de los años 60.
Indicio del carácter de cada bando fue la ayuda exterior. La alianza izquierdista-separatista la recibió de la Unión Soviética y los nacionales de la Alemania y la Italia fascistas. Pero fueron ayudas de muy distinto carácter. El PSOE, al entregar a Stalin (ilegalmente) el grueso de las reservas financieras del país, hizo de Moscú el amo de los armamentos y por tanto del propio Frente Popular. Además Stalin disponía de un partido agente y teledirigido, el comunista, que pronto se hizo el más fuerte, sobre todo en los decisivos ejército y policía. Nada remotamente parecido lograron Hitler o Mussolini en relación a Franco. Este siempre se mantuvo independiente y ya meses antes de terminar la contienda advirtió, para decepción de sus “ayudantes”, que sería neutral si en Europa se llegaba al choque bélico entre países fascistas y democráticos.
Obviamente, en aquella guerra no estaba en juego la democracia. En el Frente Popular, por lo ya visto, y en el bando nacional porque identificaba la democracia con la explosión de odios de la república. Fue una lucha entre totalitarios-separatistas y autoritarios. Vencieron estos, restringiendo las libertades políticas pero preservando la libertad personal, que el impulso totalitario del Frente Popular tendía a anular junto con las libertades políticas.
Lo que, en definitiva se dirimió en aquella guerra, fue gran crisis histórica nacida del “Desastre del 98”; e incluso, más profundamente, de la invasión napoleónica.
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El siglo XIX
A efectos políticos, la Revolución francesa invocaba la igualdad ante la ley, los derechos humanos, la abolición de los privilegios, el sufragio universal, la primacía de la razón la razón… bajo el poderoso lema “Libertad, igualdad, fraternidad”, de origen al parecer masónico. La masonería era una sociedad secreta influyente, aunque internamente dividida, y muy anticristiana. En la práctica desató convulsiones de violencia a menudo bestial, el Terror, el genocidio de la Vendée, la persecución religiosa, la destrucción de monumentos invalorables, profanación de tumbas, el asesinato entre los mismos revolucionarios y una corrupción extendida. El proceso fue detenido finalmente, a cañonazos, por Napoleón Bonaparte, que conservó muchos contenidos de la revolución, exportándolos a la Europa continental mediante guerras desde España a Rusia, con ejércitos de envergadura nunca antes vista.
España era despreciada en Europa como un país atrasado y caduco, y ciertamente padecía una clase política endeble. El gobierno aceptó colaborar con Napoleón, agredir a Portugal y enfrentarse de nuevo con Inglaterra, actos saldados con la derrota hispanofrancesa en Trafalgar, en 1805, a manos de Nelson. Con ello se acabó el poder naval español, antaño decisivo en la historia del mundo. Durante decenios dejaron de construirse barcos de guerra y ya nunca se recuperó el nivel anterior.
Napoleón iba ocupando las ciudades españolas cuando, en 1808, una revuelta popular contra él en Madrid, rompió la colaboración con París. Entonces los ingleses, que preparaban un ataque a Buenos Aires (de donde habían sido repelidos en dos ocasiones, así como de Canarias, donde Nelson casi había perdido la vida), pasaron a cooperar con España. El ejército español infligió en Bailén el primer grave descalabro al francés, hasta entonces invencible en Europa. No se repitió el éxito, pero tras cada revés las fuerzas españolas se rehacían, impidiendo a Napoleón una victoria decisiva. Y surgió un original movimiento de guerrillas que acosaba a los franceses, cortaba sus comunicaciones y les impedía asentarse con seguridad en parte alguna.
Los ingleses, tras unos triunfos iniciales, optaron por refugiarse en Lisboa en espera de mejores tiempos, que llegaron cuando Napoleón se concentró en invadir Rusia en 1812. En Cádiz, unas Cortes espontáneas redactaron una Constitución liberal e hicieron al jefe inglés Wellesley, luego duque de Wellington, máximo dirigente al mando de un ejército anglolusohispano. La catástrofe de Napoleón en Rusia sentenció también su expulsión de España. Wellesley sería muy agasajado por los gobiernos españoles, pero no apreciaba a España. Ya había estado a punto de atacar en Hispanoamérica, y sus tropas cometieron saqueos, asesinatos y violaciones en algunas ciudades españolas.
Aquella guerra determinó el hundimiento de España como nación de peso en Europa. Perdió su poder naval, sufrió enormes pérdidas en hombres y recursos, y a continuación perdió también la mayor parte del imperio americano, en gran medida por intrigas y acciones de Londres.
Y aún más perjudicial resultó la división del país en dos facciones irreconciliables: los liberales y los tradicionalistas. Los liberales buscaban modernizar el país imitando a las potencias que tanto habían aventajado a España, suprimiendo los privilegios y trabas de origen feudal que obstaculizaban el desarrollo económico y el dinamismo social. Parte de ellos, los “exaltados”, muy influidos por la masonería, eran abiertamente anticristianos y veían como modelo la Revolución francesa. Otro sector, “moderado”, trataba de aplicar reformas sin romper con la religión y diversas tradiciones hispánicas. Los liberales tenían dos factores en contra: carecían de figuras intelectuales o políticas de relieve, predominando entre ellos la retórica y la charlatanería; y mucha gente los rechazaba al identificarlos con los recientes invasores. Por ello su apoyo principal radicaba en el ejército. En cuanto a los tradicionalistas o carlistas, trataban de conservar el antiguo régimen confesional y estamental, de fueros y privilegios, etc. Parecidas divisiones persistían en gran parte de Europa, incluida Francia.
La división interna empujó a una contienda civil muy larga y sangrienta (I Guerra Carlista), ganada por los liberales. A continuación siguió un largo período de golpes militares o “pronunciamientos” entre los moderados y los radicales. Una condición que había permitido la hegemonía hispana en los siglos XVI-XVII y la notable reconstitución del XVIII había sido una estabilidad interna mayor que en el resto de Europa. Ahora España entraba en su siglo peor. Durante el largo reinado de Isabel II el país se modernizó relativamente, siempre en posición subordinada, políticamente a Londres y culturalmente a París. Derrocado el régimen borbónico por un golpe militar, el país abocó a una I República que combinó tres guerras civiles: una nueva carlista, la cantonalista que pretendía disgregar al país en “cantones” y otra en Cuba. Al final volvieron los borbones con Alfonso XII y un régimen liberal imitado del inglés (la Restauración), que dio al país una estabilidad mediocre pero productiva.
El XIX fue así el peor siglo de España desde el anárquico período que precedió a los Reyes Católicos. En esta ocasión no surgieron figuras de talla equivalente, y durante los tres primeros decenios del XX la inestabilidad volvería a agravarse.
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Sobre la decadencia española
- Decadencia, pese a ciertas mejoras. Bajo Carlos II y luego durante el siglo XVIII, el país se recuperó demográfica y materialmente, pero su productividad cultural bajó. España pasó entonces de unos 7,5 millones de habitantes a 10,5, gracias a medidas racionalizadoras de origen francés, menor incidencia, por causas desconocidas, de las epidemias y a un mayor conocimiento de la economía, pues la riqueza del país también aumentó. Durante milenios, los saberes económicos no entendían la escasez y las alternancias entre prosperidad y miseria; pero a lo largo del siglo XVIII la economía llegaría a ser una nueva ciencia, poco exacta. El XVIII español recuerda al XVI en el aumento demográfico y económico, y se diferencia en la ausencia de una eclosión cultural ni de lejos semejante. Por lo demás, los monoteísmos, los movimientos espirituales más potentes de ls historia, nacieron en los eriales del Oriente Próximo, y el esplendor griego lo hizo de preferencia en los secarrales del Ática. En la propia España el Siglo de Oro había sido un producto ante todo de la áspera meseta.
- Decaimiento tan sorprendente ha suscitado mucha discusión. S. Payne ha escrito: “Quienes se adhieren a las tesis de Weber sobre la relación entre el protestantismo y el capitalismo afirman que un país tan católico como España era inevitablemente incapaz de llevar a cabo, en el siglo XVII, las drásticas transformaciones de su estructura económica y de su marco sociocultural. Esto es sin duda cierto, pero no solo a causa del catolicismo español. La católica Francia desarrolló en el siglo XVII una de las economías más avanzadas del mundo (…) La católica Bélgica fue, más tarde, el único país que se industrializó con tanta rapidez como Inglaterra. El obstáculo a un nuevo desarrollo en España no radicaba en la religión como tal, sino en la cultura española, en la cual estaba encajada la religión”.
- Como indica Payne, el decaimiento de la católica España no puede oponerse a un esplendor protestante general, pues ni todos los países protestantes ni los católicos experimentaron auge y declive respectivamente. Inglaterra (el menos protestante de los países protestantes) y partes de la Alemania “reformada” se hicieron ricas y productivas en casi cualquier terreno, pero otras zonas alemanas protestantes siguieron pobres, así como Escandinavia o Escocia, y Holanda decayó. El desfase entre países católicos y protestantes no fue muy grande… (Nueva historia de España)
- Se han dado muchas descripciones del atraso español: rutinarismo, retracción de la enseñanza superior y media –acentuada en 1767 por la expulsión de los jesuitas–, aumento de la vida marginal, de la prostitución, la baja claridad del clero, obsesión enfermiza por el honor reducido al afán incluso delictivo de aparentar, corrupción del poder, ostentación parasitaria de los poderosos en contraste con la (relativa) vieja sobriedad, un tipo de caridad que fomentaba la vagancia (…)
- Al principio de este libro expuse la tesis de que el factor religioso es el foco de las culturas, contra la atribución de ese carácter a la economía o versiones eclécticas que valoran por igual diversos factores (…) Podría objetarse que el siglo XVIII se alejará de la fe hacia la razón y la ciencia, relegará un tanto al clero y secularizará la cultura y la vida común. Sin embargo cabría contraargüir que la relevancia otorgada a la razón y la fe nace del cristianismo, y que una y otra chocan con la religión solo cuando se convierten, a su vez, en fes sustitutorias. Sin entrar en más disquisiciones, me inclino a pensar que la eclosión de personajes brillantes durante la edad dorada española tiene mucho que ver con aquel espíritu religioso que produjo las disputas y especulaciones de la Escuela de Salamanca, la poesía mística, la reforma de Trento o una vida universitaria inquieta; mientras que la decadencia reflejaría una religión ritualista y formal, esclerótica y a la defensiva, cada vez más milagrera, “popular” hasta extremos grotescos, con acentuado contraste entre el estilo más rigurosamente cristiano y la superstición, la popularidad de la blasfemia y las conductas inmorales. Los mismos fenómenos de religiosidad degradada se daban en el siglo XVI, solo que en menor proporción y contrarrestados por el impulso reformista eclesiástico, lo que fue dejando de ocurrir en el siglo XVII (Nueva historia de España)
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Qué es realmente el PP y por qué debe desaparecer.
El PP no ha derogado, ni siquiera denunciado el carácter norcoreano de la ley de memoria histórica. La ha cumplido y hecho cumplir. ¿Por qué? Porque no es un partido democrático.
El PP no ha denunciado las leyes de género, pese a su evidente carácter antijurídico y anticonstitucional. Al contrario las ha reforzado en la práctica. ¿Por qué? Porque ni la Constitución ni la igualdad ni la libertad le importan.
El PP no ha denunciado ni derogado el rescate de la ETA y el premio a sus crímenes para convertirla en una potencia política. Porque evidentemente no respeta el estado de derecho. Ni sabe lo que es.
El PP ha vaciado de estado a Vascongadas y Cataluña, ha impulsado y financiado mil concesiones a los separatistas, ha apoyado sus medidas contra el idioma común y las ha imitado en las regiones donde ha gobernado o gobierna (ahora mismo en Galicia). ¿Por qué? Porque es un partido antiespañol
El PP ha ido entregando sistemática y anticonstitucionalmente la soberanía española a la burocracia de la UE. Porque, nuevamente, es un partido antiespañol.
El PP ha favorecido cuanto ha podido la colonización cultural por el inglés. Porque es un partido antipatriota.
El PP ha alimentado la invasión de nuestro territorio por Gibraltar, ha enviado tropas a provocar a Rusia, ha participado en el criminal ataque de la OTAN a Libia y ampliado la presencia militar useña en España. ¿Por qué? Porque desea satelizar a España y hacer el papel de lacayo bien pagado.
El PP se ha hecho cómplice del planeado ultraje del Doctor y sus tiorras a los restos del estadista que salvó a España del totalitarismo, a la Iglesia del extermino, que trajo la monarquía y creó condiciones para una democracia sana. Porque, evidentemente es una banda de señoritos cutres, atentos ante todo a sus negocios y carreras.
El PP es un partido profundamente corrupto moral, intelectual y económicamente. Su habilidad política ha consistido en llevar al PSOE y los separatistas los votos de la derecha y en bloquear largo tiempo cualquier posible alternativa. Es el partido auxiliar de separatistas y totalitarios.
La transición se hizo con errores serios, pero corregibles. Teniendo en cuenta lo que han significado históricamente los separatismos y las izquierdas en España, siempre antidemocráticos e hispanófobos, inclinados a formar frentes “populares”, era precisa una constante vigilancia y denuncia sobre ellos para impedirles ir demasiado lejos en sus vocacionales fechorías. El PP ha elegido convertirse en su ayudante, resultando una política del fraude y la farsa. Nada nuevo: ya Azaña definió así a la propia república: “Política incompetente, tabernaria, de amigachos, de codicia y botín sin ninguna idea alta”.
La experiencia histórica debe contar, si no queremos repetir incesantemente los mismo errores, y agravarlos. Para que España y la libertad pervivan, una de las condiciones es el hundimiento de ese partido. La farsa ha llegado ya muy lejos y debe terminar.
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El “europeísmo” español combina el desprecio por España con la ignorancia sobre Europa
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