Una hora con la Historia”: Por qué la invasión musulmana supuso, en efecto “la pérdida de España”. Y por qué las explicaciones corrientes sobre las causas de la caída del reino hispanogodo son falsas / Un ejército cipayo en una democracia fallida: https://www.youtube.com/watch?v=gPfwHFVzIdo&t=1s
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Pero a comienzos del 74, la persistente agitación de la rama gaditana orientó decididamente el olfato policial hacia nuestro grupo. Y así fue como un mediodía de febrero, mientras comíamos Chistu y yo en el más bien sórdido barracón de contratas de Euskalduna, de largos bancos, largas mesas y una hilera de hornillos eléctricos ante los que se hacía cola para calentar las tarteras, leímos la mala nueva en un periódico prestado: una amplia redada había dado al traste con la organización andaluza. Pese al hábito de vivir bajo la espada de Damocles de la pesquisa policial, sufrimos un rudo sobresalto. La prensa mencionaba decenas de arrestados, armas, planes terroristas, etc.
Chistu reaccionó, como noté, con cierto tono ambiguo. Su ansiedad no le impedía un extraño contento. Y es que trabajando aislados, sin más noticias de los restantes comités que las ofrecidas por Bandera Roja (el órgano de la OMLE) –y el militante sabe, lo confiese o no, que las informaciones de su propaganda pecan de triunfalistas, cuando no sencillamente de fantásticas–, veía inequívocamente confirmada la existencia de nutridas células de camaradas en otras ciudades. Era comprensible, aunque me enfadó su sonrisa mal reprimida.
Ignorábamos las repercusiones del desastre, pero confiábamos en salir a flote en cualquier caso. Los informes no tardaron demasiado: el aparato central se mantenía. La policía había localizado a los activistas de Cádiz en los astilleros y, a través de los interrogatorios y de sus propios rastreos, a los de Córdoba y a varios de Sevilla, extendiéndose la cacería hasta Madrid. El duro revés testimoniaba como mínimo graves descuidos, aunque, por otro lado, debían esperarse golpes así, habida cuenta de nuestra prolongada impunidad: por fuerza debían haberse aflojado varios tornillos en el mecanismo clandestino.
El desastre rondó a la propia cabeza de la OMLE. De repente los directivos se encontraron sin saber dónde refugiarse, inseguros de si sus pisos estarían cantados o vigilados. Menudearon esas escenas cómicas siempre mezcladas con las dramáticas. Habiendo conseguido la llave y la dirección de una vivienda, marcharon por tandas hacia ella. Pero el encargado de localizarla había olvidado su situación exacta, y se juntó medio comité central en plena calle, con la psicosis de la persecución, pendientes del olvidadizo, a quien presionaban con ira mal cotenida para que les sacara del atolladero. Hay que imaginarse la escena: un puñado de clandestinos con la policía en los talones como quien dice, sin refugio, bramando en sordina de cólera y nerviosismo. El culpable, incapaz de soportarlo, partió con otros a probar fortuna, e introducía la llave en la cerradura de varias puertas, para horror de sus acompañantes, que se veían ya en la cárcel, denunciados como rateros o por allanamiento de morada. No se sabe cómo salieron bien del peliagudo lance: dieron con la casa y repusieron fuerzas y nervios momentáneamente.
Ironías del destino: fue un aristócrata quien, por amistas personal con uno de los dirigentes, Delgado de Codes, facilitó entonces refugio a la OMLE. (Delgado de Codes moriría unos años después a manos de la policía. Su amigo aristócrata le decía: “No sabes cómo os envidio. Vosotros hacéis lo que queréis. En cambio yo… La mujer, el trabajo…”. En “Recuerdos sueltos: http://www.libertaddigital.com/opinion/fin-de-semana/flan-con-nata-1276231117.html )
Estas primeras caídas extensas de la organización (unas 30 detenciones) me obligaron a dejar Bilbao poco después (…)
En Madrid me contaron que acababa de desertar el tercer miembro del comité de redacción. Me extrañó una barbaridad. Era un antiguo estudiante, perspicaz, muy serio, rígido e intransigente. Muy stalinista. Mentaba con sumo desdén a quienes se marchaban de la OMLE. Antes de mi partida a Bilbao charlábamos a menudo, y recuerdo sus expresiones: “Hoy la juventud solo tiene una salida: la revolución, la rebeldía. Las demás conducen al vacío, a la autodestrucción”. Tuvo una hija, así como un empleo con excelentes oportunidades de ascenso; supongo que tan felices sucesos entibiarían su stalinismo. Al irse volvió a creer en la propiedad privada y reclamó una Olivetti portátil. Pero yo seguía sin creer en dicha propiedad, y la máquina quedó para el partido, y posteriormente para mí. Con ella escribo este libro. Máquina humilde, pero dura y resistente. Al que fuera su propietario le apodábamos, burlones “el Excombatiente”. No obstante, quién le reprocharía nada, al cabo de los años. Aún siendo la revolución la única salida, como él aseguraba, no era una salida alegre.
Por supuesto yo no era menos rígido e intransigente. Mucho después, hacia 1987, lo encontré casualmente en la calle. Se había divorciado y había trabajado en algún organismo de Naciones Unidas. Quedamos en vernos con Enrique Bustamante , hoy catedrático en la Universidad Complutense y compañero de la Escuela de Periodismo, militante en el PCE(i) –“i” de “internacional”, un grupillo prochino al que considerábamos “oportunista de izquierda” o “pequeñoburgués radicalizado”–. Los tres habíamos coincidido una temporada en un chaletillo cerca del barrio de Peñagrande, antes de la aventura omliana. Yo conocía el sitio porque Bustamante me había dejado ocasionalmente una habitación para ir con una amiga, y después pasé una temporada en él. Era la típica vivienda compartida por estudiantes progres de la época : “Recuerdos sueltos”: http://www.libertaddigital.com/opinion/fin-de-semana/de-comunista-a-teologa-1276237345.html )
(De un tiempo y de un país. En caseta 237, Feria del Libro de Madrid)
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“La pareja había estado charlando con el socialista en una terracilla de Hervás, bajo una parra, tomando vino o cerveza. Pero de eso habían pasado ocho años enteros (…). Aquellas habían sido las primeras vacaciones que el ahora andariego se había tomado en mucho tiempo, y viviendo todavía en la clandestinidad. La chica había ahorrado al efecto doce mil pesetas trabajando como asistenta.(…) La penuria y esa extraña furia compañera del ideal bolchevique introducían a veces una dosis de mal humor. Tiempos arduos, sobre todo para ella, arrastrada a una clandestinidad inevitable y ya sin el soporte de unos ideales a los que él continuaba aferrándose (…) Casi deliberadamente buscaba él ir al extremo y echar a rodar todo asidero que le quedara, añadiendo sufrimiento al sufrimiento (…)
Habían salido de Hervás para volver a Béjar. El viajero tiene o tenía un sentido del humor algo extravagante, sobre todo cuando las cosas iban peor. En un calor de agobio ponderaba lo agradable del fresquillo reinante, y lo hacía con expresiones de pedantería rebuscada. O soltaba: “Vamos a atravesar la carretera, y así cruzamos al otro lado”. Estas bobadas a veces divertían a la chica, pero más a menudo la exasperaban, lo que él no hacía nada por evitar. Se habían parado a la sombra de unos pinos, momento agradable a no ser por las moscas, que a ella, ya nerviosa, la molestaban mucho. El viajero había dedicado un rato a matarlas, cazando algunas al vuelo y calculando absurdamente que, dada la distribución regular de moscas por metro cúbico, con eliminar las correspondientes el lugar quedaría libre de ellas. Luego, muy fastidiada por el calor y la necesidad de intentar el autoestop, ella se quejaba. Su compañero, impertinentes, le había echado a la cara agua de la cantimplora, para refrescarle el temple, y ella se había revuelto como una tigresa, clavándole las uñas en el brazo. Al ver algo de sangre se había detenido en seco, sintiéndose culpable, lo que él había aprovechado para continuar con sus estúpidas chanzas, hasta hacerla reír un poco. Pero el tiempo corre, siempre con consecuencias, y lo pasado, pasado.
Ocho años después, el viajero se da cuenta de que no reconoce Hervás. Le queda solo una impresión nebulosa de callejuelas enrevesadas, de una lápida en español y en hebreo, apenas nada más…
(Viaje por la Vía de la Plata)
Hemos visto que la incertidumbre envuelve y empapa la condición humana. No obstante podríamos decir que a pesar de ello la vida no discurre de manera puramente azarosa y arbitraria, sino que dentro de ella podemos obrar con orden y sentido, al menos con cierta dosis de ello. Aunque sería más adecuado decirlo al revés: conseguimos actuar con cierto orden y sentido, pero dentro de la incertidumbre radical aludida por Omar Jayam. Para afrontar la incertidumbre, tanto parcial como radical, el ser humano ha sido dotado del instrumento que llamamos la razón.
La razón funciona al menos de dos maneras: como cálculo y como ordenamiento. En la vida corriente y vulgar calculamos, por ejemplo, el tiempo y el esfuerzo o el dinero que nos costará un objeto que deseamos, o las medidas de o para algo que haremos, y de acuerdo con ese cálculo solemos obrar, generalmente (aunque no siempre) con errores de poca monta. Pero conforme subimos de los objetos o asuntos más triviales a los de mayor alcance o que exigen un plazo más prolongado, el cálculo se vuelve más difuso, los riesgos aumentan y las probabilidades de acierto decrecen. Así cuando nos proponemos un negocio de gran alcance, práctico o vital, como una profesión o el emparejamiento o la formación de una familia. Concebimos un proyecto, guiados por nuestro deseo, y la razón nos dice a menudo que debemos rechazarlo o renunciar a él por “irreal”, es decir, porque sus posibilidades de éxito son remotas o porque el esfuerzo o gasto exigido es superior al logro esperado.
No obstante, incluso en el nivel más doméstico, la razón opera solo parcialmente: los cálculos de medios y fines varían mucho de una persona a otra, de modo que alcanzar un objetivo o un objeto puede justificar un esfuerzo muy grande para unos y parecer a otros indigno de cualquier esfuerzo. Y los impulsos humanos, el empuje de los deseos, puede inducir a acciones “irracionales” en el sentido de que sus probabilidades de éxito sean mínimas o demasiado costosas. Esto es frecuente y origen de grandes decepciones, pero, contra lo que decidiría una mente racionalista, lleva al éxito en ocasiones no muy raras, por intervención de azares o de factores imponderables que existen siempre. Ello se percibe de forma especial en la guerra, cuando la lucha a vida o muerte introduce factores difíciles de calcular, como el valor, la cobardía, la desesperación, la osadía… Pero de forma más atenuada se da también en la vida “normal”. De modo que la acción humana siempre se mueve entre el cálculo racional, impulsos difícilmente controlables por la razón, y factores que escapan al cálculo racional.
Pero además del cálculo racional aplicado mejor o peor en condiciones corrientes, la psique necesita enmarcar sus actos, su vida, en un conjunto general, ordenado o jerarquizado, que dé sentido a las acciones parciales. El ser humano, desde los principios, ha intuido o sentido que esta es una pretensión imposible –de ahí la religión–, pero en la civilización europea, desde la Ilustración, se ha mantenido la idea de que la razón puede abordar y resolver este problema. El resultado son las ideologías. Y su abocamiento, la II Guerra Mundial. Cabe sospechar que la civilización europea nace con la II Guerra Púnica y termina con la II Guerra Mundial. A ello dedicaremos la próxima sesión de Una hora con la Historia.
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Tiempo y espacio –pensó Santi dirigiéndose a un interlocutor imaginario–, ese es el marco de la realidad, según se dice. Lo real es lo que existe. Lo real es lo que podemos enmarcar en tiempo y espacio, se dice, y tenemos la ilusión de que esos dos conceptos son armónicos y complementarios. Pero no lo son, son enemigos entre sí. De hecho lo real es lo espacial, lo que podemos ver y percibir con los sentidos, ¿entiendes? Cuando pensamos en algo real queremos decir material, y lo abstraemos del tiempo sin pensarlo. Sentimos que Madrid es real, al margen del tiempo, aunque haciendo un esfuerzo mental sabemos que antes fue más pequeño, por ejemplo, y que en otro tiempo no existió o que dejará de existir antes o después. Y la masa es también espacio, decimos que ocupa espacio, pero esa es una forma de no decir nada: es espacio o bien el espacio es masa. O materia, como prefieras. Atiende: si aceptamos que toda la masa del universo estuvo concentrada originariamente en un punto sin dimensiones, al producirse la Gran Explosión el espacio no puede ser otra cosa que materia, una forma de materia. Es difícil de concebir, pero no puede ser de otra forma, pues ¿de dónde saldría entonces el espacio que imaginamos vacío? En cambio el tiempo lo concebimos enseguida como algo distinto del espacio, es decir, de la realidad. El tiempo es el enemigo de la realidad: ayer era, hoy ya no es. ¿Qué digo? Lo real está convirtiéndose en irreal de manera constante, irrevocable, a cada instante. El tiempo mata la realidad sin tregua, va destruyendo la materia, el espacio, y terminará aniquilándolo por completo. Decimos que es real lo que existe, pero el ayer, todo lo que existía ayer, dejó de existir, dejó de ser real. Y cuando alguien muere nos quedamos estupefactos porque no entendemos… Fulano pasó al “no ser” como decía un epitafio. El espacio, la realidad, tratan de subsistir, minadas constantemente por el tiempo…
Un mediodía, a principios de verano del 70, coincidí casualmente con Manolo en los comedores de la Complutense, que aún llamábamos “del SEU”, el sindicato falangista disuelto unos años antes. Al ser muy baratos, iba aquel a comer allí en ocasiones. Su traza, algo indolente, reflejaba desánimo. Por lo visto, la saludo de su OMLE (Organización de Marxistas Leninistas Españoles) dejaba que desear. Se alegró el hombre cuando le comuniqué que había salido del PCE: “Menos mal, las cosas terminan evolucionando, lentamente”. La OMLE iba a montar una serie de charlas acerca del revisionismo y cuestiones políticas de actualidad. Me apunté a ellas.
Ese verano yo trabajaba en el diario Pueblo haciendo prácticas. El curso en la Escuela Oficial de Periodismo había sido agitado, y quizá a consecuencia de ello (Emilio Romero era director de la escuela, además de serlo de Pueblo) me colocaron al lado y bajo la dirección de unb policía “social” de aspecto culto. Yo jugaba un poco a hacer el bocazas (…)
A las reuniones de la OMLE solíamos ir cinco o seis personas, al atardecer, una vez por semana. Asistían Rizos, Cerdán, bueno de Pablos y varios más del círculo del colegio Perelló (…) Faltos de local las reuniones se hacían al aire libre. Por ironía nos citábamos en la calle Caudillo de España, donde termina Quintana y empieza el barrio obrero de Pueblonuevo. Vivía en la mencionada calle un prominente miembro de la oposición, según señalaba un libro de entrevistas que escribió Sergio Vilar para hacer la rosca, por cuenta del PCE, a figuras con eventual porvenir, a quienes pretendía atraer al dichoso “Pacto para la libertad”.
Quedábamos frente a una pared en la que alguien había pintado la consigna “Boicot”. La pintada era antigua. De allí marchábamos a cualquier sitio adecuado, como las obras de la Avenida de la Paz (hoy M-30) y nos sentábamos en la penumbra, al bochorno del anochecer madrileño, ni escondidos ni muy visibles. Se hablaba en voz baja. Cuando oíamos acercarse a un transeúnte, alguno elevaba la voz y hacía una observación sobre un partido de fútbol, una excursión a la sierra, una chica imaginaria. Venían las risas, motivadas por lo forzado de las ocurrencias, y el extraño pasaba. ¿Cómo podría olfatear actividades conspirativas, fantasear que allí se incubaba la reconstrucción del partido comunista y tantas cosas posteriores? Solo percibía el bulto de una pandilla de jóvenes que reían y parloteaban de lo que todo el mundo.
Debió de ser por esas fechas cuando la OMLE recibió un vigoroso impulso, de trascendencia para su futuro: a través de la organización parisina se entabló trato con unos jornaleros andaluces que acudían a Francia a la recogida de la remolacha. El contacto, por no sé qué caminos, había derivado hacia una compañía de teatro aficionado de Cádiz. La compañía se llamaba “Quimera” y la dirigía Sánchez Casas, que con el paso de los años sería un dirigente del Grapo.
(De un tiempo y de un país Debo advertir que estos extractos no siguen un orden cronológico)
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Llegado a Sevilla de madrugada, el viajero espera en un bar el autobús para Aracena mientras mira adormilado las cenizas de la animación festera del día anterior, prestas a reencenderse: la Feria de Abril. Grupos de noctámbulos ojerosos, con resaca de la algazara de la víspera, toman chocolate y churros.
Ya en el bus, le radio va informando de un suceso harto raro: un pueblo andaluz en peligro de ser sepultado por masas de barro que surgen de una montaña. Desde Aracena, la carretera hacia el norte empieza bajo un puente al lado de una ermita. A partir de ese lugar, el andariego marchará acompañado por los trinos de mil aves, por el canturreo de los arroyos y por las ráfagas de viento, un viento frío y a ratos violento, cuyo rumor sordo llega a aturdirle. Olivares, encinas, Castaños… A cada recodo del camino los montes componen un cuadro distinto, y sobre ellos el cielo está muy azul, con jirones de nubecillas. Los perfiles del paisaje se marcan con dureza, casi agresivamente.
A tres o cuatro kilómetros, Carboneras, aldea pequeña y pobre; en tiempos debió de hacerse allí mucho carbón vegetal, de encina. Los muros de las casas enseñan su mampostería parda, sin cubrir y sin cal.
La carreterilla está en obras. Al poco domina el ruido traqueteante de una apisonadora. Después vuelven los gorjeos, los arroyos y el viento. El firmamento se va algodonando lentamente. No hay gente ni tráfico, y el andarín camina concentrando su atención en los variados sonidos del entorno, una sinfonía desigual e hipnótica. Pese al fresco, los lagartos han empezado a salir al sol, y de pronto se esconden con rumor de rozadura y de hojas secas.
Más adelante surge un lago muy azul en medio del verde oscuro de montes y bosques, componiendo un juego de ondulaciones de color, entrantes y salientes: el embalse de Aracena. Breve descanso al pie de una encina sobre una peninsulilla adentrada en el pantano. Cerca, un solitario bar, un par de tiendas de campaña; enfrente, al otro lado del agua, tierra de pastos punteada de encinas.
Un puente, cruzado el cual el paisaje se torna desabrido. En el terreno más llano el fuerte viento, de vendaval, azota al viajero, aportando a su ánimo una mezcla extraña de serenidad y desolación, impresiones remotas de desamparo frente a una naturaleza inhóspita.
Qué opresivos se tornan los paisajes
a quien con ellos no ha puesto acorde el alma
La inmensa fuerza quieta advierte a nuestros nervios
de su destino ignoto, y siente el caminante
la hostilidad de la tierra hacia su paso,
la vacuidad de su paso por la tierra.
(De Viaje por la Vía de la Plata)