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Reforma española y revolución protestante
Aunque la cuestión rebase los límites cronológicos de este trabajo, no sobra un pequeño apunte sobre ciertos efectos históricos de la reconquista, aparte de la prosecución de la lucha contra el islam otomano y magrebí: la prolongada contienda con el expansionismo protestante.
Al norte de los Pirineos, el aplazamiento de las reformas eclesiásticas, con la frustración y decepción consiguientes, iban a desembocar en la llamada reforma protestante, emprendida por Lutero desde 1517, solo un año después de la muerte de Fernando. Se la llama “reforma”, pero debe insistirse en que su carácter real fue mucho más allá, una auténtica revolución religioso-política contra el papado y toda la tradición anterior de la Iglesia, con toques de nacionalismo o patriotismo germánico y cierta sed de sangre “papista”. Y originaría un largo período de guerras civiles en Europa centro-occidental. El despropósito, no meramente lingüístico, culmina en llamar “Contrarreforma” al restablecimiento de la doctrina tradicional, como si esta fuera una reacción al protestantismo y no a la inversa. En aquella coyuntura histórica, España actuaría como barrera frente al empuje protestante, y su en principio poco esperable capacidad para frenarlo o hacerlo retroceder se debió sin duda a las reformas eclesiásticas previas de los Reyes Católicos y Cisneros.
En lo puramente religioso por encima de los intereses políticos o económicos en pugna, el debate, giraba en torno a la salvación del hombre. Interpretando a San Pablo, Lutero afirmó que Dios había predestinado desde la eternidad la condena de unos, seguramente la mayoría, y la salvación de otros a quienes otorgaría su gracia divina. La gracia debía expresarse en la fe del individuo, pero no en sus obras, pues el ser humano, profundamente caído por el pecado original, no podía esperar nada de sus vanas acciones con vistas a salvarse (aunque llegó a considerar el asesinato de campesinos rebeldes como una obra de salvación o algo semejante). De ahí que llegase a escribir que los mayores crímenes no impedirían la salvación si el criminal tenía fe. La fe en Jesús, y no las obras, eran lo que salvaba al hombre. San Pablo había insistido en algo semejante (aunque, por ejemplo, también había dicho que sin amor –caridad– incluso la plenitud de la fe carecía de valor).
Los católicos, en particular los españoles, sin negar la fe y la gracia, sostuvieron el valor de las obras para la salvación, siguiendo otras interpretaciones de San Pablo y de los Evangelios, y la epístola de Santiago (no el de Compostela, pero en fin…), detestada por Lutero: la fe se manifiesta en las obras, y sin ellas sería pura hipocresía. De acuerdo con la teoría luterana de la gracia, Dios hablaría a cada hombre a través de las Escrituras, y cada cual podía interpretarlas sin necesidad de un aparato jerárquico, sacerdotal, que le indicase cuál era su verdadero significado. Los católicos creían en la necesidad de una interpretación autorizada y general, ya que la Biblia es un libro harto misterioso en el que, por ejemplo, Yahvé ordena a su pueblo elegido el genocidio de los cananeos, o narra episodios muy chocantes para la moral convencional cristiana. ¿Cómo podría interpretase algo así? Pero desde el punto de vista luterano, los crímenes, en definitiva, no eran tales si los subtendía la fe. A los españoles salidos de la reconquista, que encontraban el bien y el mal bastante claramente definidos por la lucha contra el infiel, y se enfrentaban ya directamente al poderío turco, tales concepciones sonaban muy disparatadas.
Más allá de interpretaciones del cristianismo, el problema remontaba a la propia condición humana. El mito de la pérdida del paraíso por Adán y Eva describe el paso de la inocencia animal a la esfera de la moral, del bien y el mal. Aparece como una caída porque con ella el mal entra en la naturaleza humana, se vuelve constitutivo de ella. Y la observación del pasado o de la sociedad en cualquier tiempo muestra bien el crimen, la injusticia, el abuso, la opresión, el malestar difuso en la sociedad, siempre unidos a la acción humana, así como la culpa y la angustia consiguientes. Y también es observable la frecuente transformación del bien en mal y viceversa, cómo el mal de unos resulta el bien de otros, y acciones de intención bondadosa traen a veces malas consecuencias y al revés, haciendo de la experiencia humana un laberinto. Etc.
La doctrina de Lutero, negando valor a las obras, sostenida tal cual, solo podía exacerbar la angustia humana, pues no aclaraba si la fe subjetivamente más exaltada se correspondería con la gracia predestinada. Calvino quiso aplacar la inquietud sosteniendo que el éxito en los negocios humanos era un indicio de predestinación salvífica. Las ideologías posteriores, ajenas a la idea del pecado original, desarrollan más bien la idea del éxito sin darle un sentido transcendente.
En todo caso, el pensamiento español, que culminaría en el concilio de Trento, trataba de armonizar la gracia y las obras, y consideraba que las reformas necesarias no debían socavar la tradición ni la Iglesia jerárquica, sino fortalecerlas. Tal había sido también la doctrina implícita en toda la reconquista.
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La ciencia no calma la angustia
(De hace unos años)
Por otra parte, la ciencia y la razón, tales como suelen ser concebidas, tienen una desagradable tendencia a socavar las normas morales, a privarlas de sentido. Un buen exponente de la actitud cientista optimista es Freud, por ejemplo, en El porvenir de una ilusión. Para él, la religión es un montaje ilusorio construido por la psique humana para calmar sus angustias más esenciales. Una vez la ciencia ha puesto de relieve su naturaleza ilusoria, la religión irá desapareciendo y siendo sustituida por la ciencia. El problema es: ¿podrá la ciencia cumplir ese papel que la religión ha tenido en las sociedades tradicionales? Freud creía que sí, que la ciencia podría proporcionar “un cierto sentido y equilibrio a la vida humana”. Con todo, Freud, que nunca fue un optimista loco, consideraba que la ciencia podría no ser tan eficaz como la religión en cuanto a proporcionar esa calma y serenidad. Pero lo sería en grado suficiente, y además no se apoyaría en una simple ilusión, por lo que valdría la pena. En definitiva, la religión sería un placebo y la ciencia una medicina real, aun si quizá no perfecta.
Pero la esperanza de la ciencia como portadora de equilibrio psíquico se ha venido abajo en estos años. Monod, en su libro El azar y la necesidad, plantea, desde un ciencismo algo desesperado, la urgencia de fundamentar la moral sobre bases científicas. Lo malo del intento es, como subraya Monod, que al haber conseguido la biología explicar plenamente –según dicen—la evolución a través del “azar y la necesidad”, prescindiendo de toda idea de finalismo, la misma idea de sentido de la vida se viene abajo. La vida humana sería el resultado de una cantidad gigantesca de mutaciones al azar a lo largo de millones de años, mutaciones que han ocurrido como pudieran no haberlo hecho, sin ninguna predeterminación ni ningún sentido. “Pero entonces ¿quién define el crimen? ¿Quién el bien y el mal? Todos los sistemas tradicionales colocan la ética y los valores fuera del alcance del hombre. Los valores no le pertenecen: ellos se imponen y es él quien les pertenece. Él sabe ahora que ellos son solo suyos y, al ser en fin el dueño, le parece que se disuelven en el vacío indiferente del universo”. Y la consecuencia es que la ciencia, lejos de calmar la angustia innata, la exacerba. En efecto, desde ese punto de vista que se presenta como científico y racional, la misma idea del valor o la dignidad de la vida humana, por ejemplo, pierden todo significado, y fenómenos como los campos de concentración nazis o el GULAG soviético se entienden bastante bien.
Por eso quizá el enfoque científico de los supuestos placebos metafísicos tendría que cambiar.
Considerar los valores como simples convenciones que se impondrían por la propaganda tiene muchos riesgos, como se sabe de antiguo. Cuando los sofistas mostraban en Atenas la relatividad y la convencionalidad de las normas, amenazando con ello la estabilidad de la polis, Aristófanes replicó en su comedia “Las nubes” exponiendo el caso de un hijo que propone que la ley autorice en adelante que los hijos peguen a los padres. Para lo cual expone varios argumentos impecablemente racionales, pero sobre todo uno: si la ley autoriza a los padres a pegar a los hijos y no a la inversa, es porque alguien lo propuso y convenció a los ciudadanos de que así fuera. ¿Acaso no es lícito que alguien venga ahora a proponer y demostrar la conveniencia de lo contrario?, venía a decir.
Y así es, si los valores son simples convenciones o tienen un carácter meramente “cultural”, como se decía en estos años, resultan en definitiva arbitrarios y pueden ser sustituidos y cambiados sin más problema. Los valores pueden ser invertidos, como quería Nietszche. Y no puede haber límite a la arbitrariedad del cambio, porque ese límite significaría reconocer alguna objetividad en los valores. Tampoco pueden apoyarse en la “conveniencia social”, por ejemplo, porque esta se puede ver desde muchos puntos de vista.
La historia reciente nos muestra que el cambio arbitrario de los valores puede tener consecuencias desastrosas. Da la impresión de que hay cierta objetividad en ellos, a pesar de sus posibilidades de cambio, y que hay, como hace decir Sófocles a Antígona, “leyes antiguas, inmutables, de los dioses, que existen desde siempre y nadie sabe a qué tiempos se remontan”.
Además, creo que todos sentimos una mezcla de vergüenza y de repulsa frente a las “inversiones de los valores”, aunque no podamos razonar con toda claridad contra ellas. Sentimos que hay valores totalmente equivocados o falsos, y que estos solo pueden imponerse mediante un envilecimiento de la gente (que la experiencia demuestra que puede lograrse a través de la propaganda). Se puede lograr un notable consenso en normas falsas, gracias a la complicidad o la cobardía de muchos, apoyada en la dificultad de rebatir racionalmente tales propuestas. En La Celestina hay un buen ejemplo de esto cuando la vieja arpía elogia ante Pármeno las inelogiables cualidades de la finada madre del muchacho, que había sido una bruja y alcahueta profesional. Con tales elogios se crea una complicidad entre los dos, que se rompe cuando Pármeno hace una observación indiscreta que pone en evidencia la falsedad del discurso de Celestina. Y esta dice para sí: “Herísteme, don Loquillo. ¿A las verdades nos andamos? Pues ahora te daré donde te duela”. Y se dedica a ensalzar todavía más desmesuradamente las fechorías de la madre de Pármeno.
Así que el problema es muy enredado. La propuesta concreta que Racionero hace para salir del atasco resulta curiosa. Él propone diez normas “en la tradición humanista occidental”, y las supone satisfactorias para los “laicos”. Son normas como “conócete a ti mismo”, “el hombre es la medida de todas las cosas”, “unidad en la diversidad”, “unión por Amor”, “el aumento de la Complejidad es deseable”, etc., una mezcla algo incoherente, en parte de origen religioso, que suena algo pintoresca.
En el proceso de conocerse a sí mismo, la razón humana puede llegar a la conclusión sartriana de que “el infierno son los demás”, idea muy racional, que resume muchas filosofías. ¿Qué conclusiones prácticas sacar? ¿Cómo conciliarlas con “unión por Amor”, suponiendo que eso signifique algo?
Racionero cree que las normas que él propone –y que en realidad no son normas casi ninguna de ellas—podrían “equipararse a cumplir los diez mandamientos de la sociedad laica”, y que podrían unirse a casi todos los diez mandamientos tradicionales (no todos, claro, porque el primero, por ejemplo, resulta inadmisible, y algunos otros, como los referidos a la moral sexual, irrelevantes para cualquier “laico” actual) Y entre unos y otros mandamientos, el señor Racionero cree que tendríamos “un cuerpo normativo suficiente para dotar de un código ético a la nueva sociedad mundial que emerge a través de las fronteras de naciones y culturas”. Esto suena a un optimismo realmente inmoderado.
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La expulsión de los judíos,
La Inquisición tuvo un doble papel presionando por la expulsión de los judíos y luego en la persecución de los falsos conversos. Como es sabido, la expulsión valió a los Reyes Católicos la felicitación y el beneplácito de los demás estados europeos, los que indica una actitud muy común hacia ellos. De hecho habían sido expulsados también de Inglaterra, Francia y algún otro país, pero no del mismo modo. En Inglaterra y Francia la expulsión fue repentina para apoderarse de sus bienes, mientras que en España se les dio oportunidad de bautizarse y tiempo para vender sus pertenencias.
De siempre, la política hacia los judíos en Europa alternaba entre la tolerancia (en el sentido estricto de ser tolerados, no queridos), la persecución y la expulsión. Solian protegerles monarcas y nobles, por las ganancias que obtenían de ellos, y, de modo ambivalente el papado; y les odiaba el pueblo llano. Esa aversión nacía, según Sánchez Albornoz y otros, de los préstamos usurarios del 100% anual y más, necesitados por la gente humilde para subsistir en años de sequías y miseria. El rey Fernando señaló: “Hallamos los dichos judíos, por medio de grandísimas e insoportables usuras, devorar y absorber las haciendas y sustancias de los cristianos, ejerciendo inicuamente y sin piedad la pravedad usuraria contra los dichos cristianos (…) como contra enemigos y reputándolos idólatras, de lo cual graves querellas de nuestros súbditos y naturales a nuestras orejas han prevenido”. Denuncia que retomaría, entre otros, Lutero con verdadera furia. La identificación de los judíos como usureros era casi general en toda Europa, aunque realmente solo una parte de ellos se especializaba en tal práctica, así como en préstamos a la oligarquía y a los monarcas, siempre inclinados a gastar más de lo que ingresaban; aunque en este caso la usura era menor, y con riesgo de perder el dinero si el deudor hacía uso de su poder para no pagar. Por otra parte, muchos judíos participaban en el cobro de impuestos, lo que no aumentaba su popularidad.
Tales prácticas resultaban más humillantes para los cristianos por cuanto consideraban a los prestamistas “el pueblo deicida”, un grupo inasimilable, extraño y dañino por el efecto corrosivo de su religión; en España, la aversión se extendía a la memoria de su colaboración con la invasión islámica. Por supuesto, el odio era mutuo, si bien impotente en los judíos, salvo por medios indirectos como la usura. De hecho habían intentado sofocar el cristianismo en sus orígenes y cuando habían tenido ocasión, como en la rebelión antirromana del “mesías” Bar Kojba, habían aplicado una brutal represión a los cristianos. Aplastados por Roma y dispersados en débiles minorías, todavía cuando tuvieron ocasión, como en 614 y en alianza con los persas, tropas judías cometieron la matanza de Mamilla asesinando a decenas de miles de cristianos indefensos, sin importar edad ni sexo, en la ya cristiana Jerusalén, como recuerda M. A. García Olmo. Por lo demás, la Biblia ofrece bastantes pasajes de conducta similar hacia los “no elegidos”. Precisados de protegerse como “pueblo elegido” contra los “no elegidos” en un ambiente hostil, practicaban formas de solidaridad que a ojos de los gentiles les convertían en una sociedad opaca dedicada a ocultos manejos, acusación ya presente en Roma y entre los visigodos.
Es indudable que el odio antiijudaico ha llegado a alcanzar grados de auténtica paranoia en Europa, y originado crímenes terribles, bien recordados –que no tienen nada que ver con la expulsión de España en el siglo XV– pero no debe olvidarse que la hostilidad era mutua, y ejercida de forma indirecta por al menos una parte de los hebreos. Entender los hechos obliga a evitar las versiones simples de “buenos y malos”.
Los Reyes Católicos favorecieron al principio a los judíos: “Son tolerados y sufridos y nos los mandamos tolerar y sufrir y que vivan en nuestros reinos como nuestros súbditos y vasallos”; y los protegieron anulando normas como las de Bilbao, que obligaban a los comerciantes hebreos a pernoctar fuera de la ciudad, con riesgo se ser asaltados, y restricciones semejantes. Reaparecieron en la corte judíos como Abraham Seneor, que llegó a administrar las rentas del reino y a tesorero de la Santa Hermandad.
Sin embargo, en 1483 fue nombrado inquisidor general Tomás de Torquemada, a quien se atribuye algún antecesor converso, en todo caso secundario; aunque los conversos abundaron entre los alto cargos inquisitoriales. Torquemada ha sido objeto de juicios contradictorios, ya como paradigma del más cruel fanatismo, ya como “martillo de los herejes, la luz de España, el salvador del país” (Sebastián de Olmedo). Defendió la tortura, pero aplicándola mucho menos que los tribunales corrientes; organizó cárceles más habitables que las ordinarias, veló por la buena alimentación de los presos y combatió la corrupción judicial y las denuncias falsas, acordando que quien acusase falsamente a otro recibiese la pena prevista para su víctima. Al mismo tiempo fue inflexible en la persecución de la herejía, sin reparo en llamar ante el tribunal a nobles u obispos. Considerado incorruptible, procuraba la reconciliación de los acusados.
Como fuere, Torquemada abogó por la expulsión, decidida por decreto real a finales de marzo de 1492. Los judíos disponían de cuatro meses para liquidar sus bienes e irse. La orden regia no aludía a las acusaciones populares de sacrilegios y asesinatos rituales (en los que probablemente no creían las personas ilustradas), ni a la usura, exceptuando el mencionado escrito de Fernando. El motivo invocado era religioso, el contagio de herejía.: “Procuran siempre, por cuantas vías más pueden, de subvertir y sustraer de nuestra santa Fe Católica a los fieles cristianos, y apartarlos de ella”.
Los Reyes Católicos debieron de esperar que en tal aprieto la comunidad hebrea se diluyera mediante la conversión, y se prodigaron las exhortaciones. El prestigiado Abraham Seneor se convirtió e hizo proselitismo entre los suyos, pero la mayoría persistió en su fe.: los rabinos habían robustecido moralmente a la comunidad.
¿Cuántos emigraron? Entre 50.000 y 200.000 según cálculos. El número de aljamas, contabilizado por Luis Suárez, ofrece la mejor pista. En Aragón quedaban 19, con un máximo de 1.900 familias, es decir, en torno a 10.000 personas, probablemente menos; y solo ellas suponían el 85 por ciento de todas las de la corona, distribuyéndose el 15 por ciento restante entre Valencia y Cataluña, de donde habían huido muchos a Castilla. Esta contaba 224 aljamas, que a cien familias por cada sumarían 22.400 familias y unas 100.000 personas, pero probablemente no llegaban a la mitad, ya que una aljama de 200 familias era excepcional, pocas tenían más de 50 y muchas no pasaban de 20 o 30. Por ello la cifra real de judíos no debió de superar los 60.00 en toda España, y de ella habría que deducir varios millares de conversos de última hora.
La suerte de los expulsados fue dolorosa. Se tomaron medidas para evitar abusos contra ellos, pero la compraventa de sus bienes debió de dar lugar a abusos. En largas filas menesterosas marcharon al destierro, sostenidos por los rabinos que les exhortaban y hacían que las mujeres y muchachas cantaran y tañeran instrumentos musicales para elevar los ánimos. El Imperio otomano los acogió bastante bien, asombrándose de que España prescindiera de gente tan hábil para hacer dinero, y en Portugal solo pudieron mantenerse breve tiempo. Otros marcharon a Italia o a Flandes. Padecieron más los que recalaron en el norte de África, donde muchos fueron reducidos a la esclavitud. Quizá un tercio de ellos volvieron a España a bautizarse.
Los estudiosos han discutido los motivos de la expulsión, desde el afán de reyes y nobles de enriquecerse con los bienes de los judíos, hasta el racismo o la “lucha de clases”. En realidad los reyes eran conscientes de que la medida sería poco rentable –aunque ni de lejos desastrosa, como se ha dicho, porque la economía española prosperaba por entonces y, contra una idea frecuente, el peso de los judíos en ella era débil—. Las razones expuestas en el decreto son exclusivamente religiosas, como vimos, y debe recordarse que la herejía se consideraba un grave riesgo de descomposición social y discordias civiles.
Paradójicamente, no se adoptaron al principio medidas similares contra los mudéjares, que en Aragón y Levante se acercaban al 20% de la población. Los de Granada gozaban de derechos y privilegios, como no pagar más impuestos que antes, conservar armas blancas o denunciar abusos de gobernantes y provocar su destitución. Podían mantener su religión y propiedades, su sistema legal y educativo, llevar la ropa que quisieran, no las capas que identificaban a los judíos, retener a cristianos islamizados… Estas normas creaban casi un estado dentro del estado, lo que chocaba con el impulso racionalizador de los reyes. El odio a los mudéjares era menor que hacia los judíos. Sin embargo, también constituían un cuerpo social extraño, agravado como potencial quinta columna de los musulmanes de África, solo separados por el estrecho de Gibraltar, los cuales practicaban una piratería sistemática y daban a los moros peninsulares esperanzas de un cambio de tornas, recordando las grandes invasiones del pasado.
Por consiguiente, la política hacia los mudéjares cambió. Las predicaciones apenas dieron resultado, y en 1499 se adoptó una postura más drástica. Sus libros religiosos fueron quemados y los científicos enviados a la Universidad de Alcalá de Henares. Miles de mudéjares se convirtieron y otros más se rebelaron en Granada y las Alpujarras en 1500. Sofocada su rebelión, aumentó la severidad hacia ellos, y en 1502 se les aplicó la misma opción que a los judíos: convertirse o marcharse. La gran masa aceptó el bautismo, pero mantuvo sus tradiciones, costumbres, vestimenta y, ocultamente, su religión, recibiendo el nombre de moriscos. Así, el peligro persistió, y cada vez más agobiante conforme aumentaba la piratería magrebí y, sobre todo, los turcos imponían su hegemonía naval en el Mediterráneo, acercándose a España.
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Desbarres científicos
(En LD, 28-3-2006)
Lynn Margulis va de científica por la vida. Y no dudo de que lo sea, pero ello, evidentemente, no le impide decir bastantes tonterías. Un periodista de El Mundo la califica de “gran pionera en el estudio de la evolución”. Pionera, un siglo y medio después de Darwin.
También cree el periodista que los científicos son “gente fría y distante”, pero la simpática doña Lynn le explica: “Si un científico es arrogante, sólo puede ser un mediocre. Los mejores siempre son gente sencilla y humilde, llenos de dudas y de curiosidad” (no necesitó aclarar: “Como yo misma”). Aserto ni científico ni razonable: hay cultivadores de la ciencia humildes y los hay arrogantes, y los últimos pueden ser muy buenos. Newton no era un modelo de sencillez y humildad.
Aún lo mejora la señora Margulis: “El rechazo a Darwin en EEUU refleja la ignorancia de un régimen fascista”. Llamar fascista al Gobierno useño no es una afirmación científica, sólo una sandez. E identificar fascismo con rechazo a Darwin revela una ignorancia básica, pues el fascismo, sobre todo en su variante nazi, se basó en el evolucionismo darwiniano (falseándolo, acaso, esa es otra cuestión). Y agrega nuestra científica: “El problema es que en Estados Unidos no se estudia adecuadamente ni la Filosofía ni la Historia”. ¿No suena arrogante esta frase, máxime después de su exhibición de ignorancia?
Convengamos con ella en que las creencias religiosas no son científicas. Ni siquiera racionales, aun si pueden verse confirmadas por la ciencia y la razón: así opinan los creyentes, aunque los ateos niegan tal confirmación. Algo exagera la autora, en cambio, al aseverar: “La evolución es un hecho tan demostrado como la Ley de la Gravedad o la forma esférica de la Tierra”. No tanto. La teoría sigue sometida a crítica, aun si ha salido hasta ahora bastante bien parada de sus desafíos, dando lugar, también, a modificaciones y versiones varias. Y a fervorosas creencias.
El nazismo y el comunismo veneraban a Darwin, y muchos otros le siguen con una parodia de fe religiosa. Entrar en el terreno concreto de la evolución excede de mi competencia, y mi juicio nada vale para decidir el valor de las teorías de Margulis sobre el origen de la célula eucariota o sobre el equilibrio “fisiológico” del planeta, o sus críticas al neodarwinismo. Lo que aquí trato es la ampliación fraudulenta de unas teorías en principio científicas a terrenos donde dejan de ser válidas. Como vino a advertir Ortega a Einstein: “Usted no puede hacer valer su prestigio científico para decidir en los conflictos de España, sobre los que usted ignora casi todo. Ese abuso desacredita la función intelectual“.
El abuso de la señora Margulis se vuelve absoluta y peligrosamente trivial cuando, tras unas observaciones catastrofistas acerca del futuro de la humanidad, explica el ser humano adhiriéndose a las lucubraciones del australiano Reg Morrison:
“La diferencia clave está en nuestra capacidad para hablar, y con la capacidad de hablar viene la capacidad de mentir. Somos muy mentirosos, y sobre todo nos engañamos a nosotros mismos. Al mismo tiempo, tenemos una necesidad de pertenecer a tribus, ya sean tribus religiosas, deportivas o nacionales. Y muchas veces pensamos que vale la pena morir por la tribu, así que es un sentimiento muy fuerte. Ahora sabemos que había 20 especies de Homo (habilis, ergaster, erectus, floresiensis), y hoy en día no queda más que el sapiens. ¿Por qué? Pues porque hemos exterminado a todas las demás y hemos destruido el medio ambiente. La gran diferencia del Homo sapiens con respecto a otros primates es que nosotros pensamos que somos invencibles y superiores, que estamos más cerca de los ángeles que de los demás animales. Es un enorme autoengaño, pero ha tenido un gran éxito en la historia de la evolución“.
¿Está segura la señora Margulis de que vivimos en la mentira, hemos exterminado a los demás y hemos destruido el medio ambiente? ¿Cómo puede un autoengaño tener tal “éxito en la historia de la evolución”? ¿No debiera ocurrir al revés? ¿Se da cuenta de que entre esa concepción y el nazismo media sólo un corto paso? Quizá una minoría, guiada por el exitoso autoengaño de creerse superior, deba exterminar a la gente sobrante, para que no perezca la especie entera y para salvar el equilibrio ambiental. Desde un punto de vista meramente evolutivo, ¿qué se opondría a ello?
El fraude cientifista, que no científico, destruye el elemento moral. Lo que diferencia al hombre del animal no es, ante todo, la palabra, sino la esfera de lo moral, que de ningún modo cabe reducir a la mera lucha por la vida o a conveniencias “evolutivas” según las entiendan los gurús de turno. La moral tiene raíz religiosa, cosa muy lamentable para la señora Margulis (y tantos como ella). Quizá algún día pueda establecerse una moral sobre bases científicas, aunque lo dudo, y, desde luego, no ocurre hoy.
En todo caso, a la hora de arrasar las creencias morales en nombre de supuestas certezas científicas debiera nuestra buena científica repasar la experiencia histórica, y no sólo la nazi o la comunista. Ello la volvería un poco más prudente. No entro en sus monsergas finales sobre los matrimonios homosexuales y la adopción de hijos, porque, a la vista de lo anterior, el lector podrá hacerse una idea.
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