La espiritualidad de la materia

La materia tiene todos los rasgos de un ente espiritual. Nadie ha logrado –ni presumiblemente logrará– verla, tocarla, olerla, oírla o gustarla. Lo que se presenta a nuestros sentidos es una inmensa cantidad y variedad de fenómenos y cuerpos, y solo por una abstracción mental, esto es, espiritual, decidimos que ellos son expresiones de “la materia”. ¿Un fantasma?

A su vez, el materialismo, base de algunas ideologías revolucionarias, es una actitud espiritual: el espíritu que se niega a sí mismo en casos extremos, o que se coloca, modestamente, en posición secundaria ante la materia. Este materialismo reduce el espíritu a la consciencia, y finalmente al problema de qué es lo primero y qué lo derivado: la materia o la consciencia. Así expuesta, la cuestión no admite dudas: la consciencia derivaría del mundo material, sería en último extremo una forma peculiar del funcionamiento de la materia, algo así como un espejo de esta, creado por ella misma (aunque deberíamos preguntarnos entonces por qué ese espejo suele ofrecer visiones tan erróneas o deformadas de su objeto: la materia parece algo bromista).

El problema, ya lo ha señalado el camarada Guillermo, tiene que ver con el sentido del mundo. Siendo la materia lo primero, la tarea de la consciencia consistiría en entender la materia cada vez más claramente, prescindiendo de otros espíritus que no sean la consciencia misma y su manía investigatoria. Pero, ¿y si esa investigación nos lleva a concluir que el mundo y la vida carecen de cualquier sentido discernible? Mala suerte, aunque entonces también habría que decidir de dónde viene esa necesidad psicológica del sentido. Si no viene de la materia, ¿de dónde?

El sentido es un problema porque no se nos ofrece con claridad. Al examinar el mundo, lo mismo podemos concebirlo como un todo ordenado a un fin que como una mezcla de orden y caos sin finalidad alguna. Encontramos indicios y hasta pruebas de una cosa y de la otra. Por eso el sentido es asunto de fe.

Pero siendo el materialismo una actitud del espíritu, decía, no puede prescindir del sentido, y por tanto de la fe. Por ejemplo, el ser humano y su consciencia aparecen para un materialista como el resultado de una evolución imprevisible e innecesaria. La consciencia se presenta como resultado de una acumulación gigantesca de cambios genéticos al azar sin finalidad alguna, y posiblemente no existiría en todo el universo más que en la Tierra. Bueno, pues aun así el materialista tendrá que encontrarle algún sentido: la adaptación al medio… aun si el espíritu humano tiende más bien a adaptar el medio a sus deseos sin sentido. Una forma peculiar de fe, en fin.

 

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El cuerpo y el alma

Podemos comparar el cuerpo a una inmensa y prodigiosa orquesta que “toca” al unísono como bajo la batuta de un director. Ese director no es el “yo” que se declara alegremente propietario del cuerpo. Es más, el yo interfiere no pocas veces con el director y hace que la complicadísima sinfonía  “suene mal”, provocando desarreglos o enfermedades ante los que el cuerpo protesta con el dolor.

   Pese a ello, el yo tiene una enorme potencia, tal vez engañosa. Dice “mi cuerpo”, “mis manos”, “mis ojos”… como si los hubiera creado, o comprado, o encargado a alguien, cuando nada está más lejos de la realidad. Pero en todo caso basta esa declaración de propiedad para distinguir automáticamente entre el yo y el cuerpo, cosa que hacemos sin pensar. El yo es lo que también llamamos alma. Vemos un cadáver reciente y sabemos que, aunque guarde las apariencias de un ser vivo y nos sigamos refiriendo a él como un hombre (“el cadáver de Juan”), ya no es un yo, Juan está ya ausente del cuerpo, y en el cuerpo se siguen produciendo procesos de descomposición muy complicados y de algún modo ordenados,  como si el director de la orquesta hubiera sido sustituido por otro. Procesos que tampoco dependen en absoluto de aquel a quien distinguíamos como “Juan”.  Algo que por otra parte nos causa estupefacción, por su tremenda diferencia con la vida corriente y sus preocupaciones y por su carácter único y definitivo.

   La vida podría causarnos una estupefacción semejante a la de la muerte,  si no fuera porque se prolonga mucho tiempo, y aunque se manifieste con muchas variantes, se nos hace habitual.

   El yo es en realidad lo que llamamos el alma, o el espíritu. No está presenten en ninguna parte del cuerpo y lo distinguimos de él con un nombre. En la Ilíada el alma, es decir, el yo, abandona con pena un cuerpo joven y fuerte caído en el lucha. Y cuando Odiseo baja al Hades, Aquiles le explica lo mucho que siente no estar vivo, es decir, no estar en algún cuerpo. Y Adriano lamentaba lo que iba a ser de su “anima vagula blandula”. En el cristianismo, la cosa es confusa: el alma, en el más allá, ¿sigue siendo un yo? No está claro, Creo que San Pablo decía que allí ya no habría hombre ni mujer y cosas parecidas.

  Cuando recordamos a alguien destacado, como al propio San Pablo, no pensamos más que muy secundariamente en su cuerpo. Es un nombre, simplemente, un yo del que creemos saber algo.

   El yo es también el que hace su historia, la historia de cada uno, su biografía. La biografía de cada uno tiene poco que ver con el cuerpo, sí con el yo. El yo o alma se expresa en la biografía. De ahí la idea de la salvación: “¿ha merecido mi vida ser vivida?” Claro que ¿con qué criterio podríamos decidirlo?

 Digamos también que el yo-alma no solo no es el dueño real del cuerpo, del que en realidad sabe muy poco; también es muy poco dueño de sí mismo, y sabe poco de sí mismo: “Todos relatamos a veces la propia vida, oralmente o por escrito, pese a que, paradójicamente, sabemos de ella menos de lo que imaginamos, aun sin contar las lagunas de la memoria, intencionadas o no (baste notar los distintos recuerdos que tienen unas personas y otras de los mismos sucesos)” (De Adiós a un tiempo)  .

 

 

 

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Del ridículo al martirio y el heroísmo.

Como nuestros políticos y periodistas apenas tienen idea de la historia de su propio país, más allá de cuatro tópicos, por lo general falsos,  conviene intentar ilustrarles (aunque supongo que será en vano) en relación con el separatismo catalán y las perspectivas actuales. Son muchos los que se alegran del ridículo que vienen haciendo los golpistas y de la persecución judicial a algunos de ellos, y creen que el problema está prácticamente resuelto. Pues bien, presten atención:

En 1934 intentaron un golpe, como es sabido. Hicieron el ridículo mucho más que ahora, no solo por la cobardía e ineptitud que demostraron sino, más aún, por sus meses de campaña previa en tonos violentos y “heroicos”, como decía Dencàs. Esa campaña la he detallado en  Una historia chocante y en Los orígenes de la guerra civil. Pues bien, una vez vencidos de manera realmente ignominiosa y después de provocar decenas de muertos, los órganos de prensa separatistas, que reaparecieron enseguida con otros nombres, lanzaron una gran campaña para hacer de Companys y su gobierno unos mártires y unos héroes. Quizá ustedes crean que era imposible lograrlo, después de lo que todo el mundo había visto en octubre del 34… pero  lo consiguieron más allá de toda expectativa. Es más, en aquella campaña participaron las izquierdas española.

Unas piezas de muestra: “En el banquillo de los acusados, siete hombres de Cataluña. Y en torno al estrado y al banquillo, y fuera, el pueblo”. “Lluis Companys, el Presidente de la Generalidad, es el primer luchador de Cataluña”,  ”Companys y Cataluña, magnífica ecuación. Companys y Cataluña se encontraron juntos el 6 de octubre. Y no se separarán más” . “Companys es Cataluña. Cataluña es Companys” . En un libro titulado “Cataluña-Companys escribía, entre otros, Azorín: “Estos hombres (por los golpistas) son afectuosos, llanos e inteligentes. Han procedido con lealtad y rectitud en el gobierno de su nación. Lo han sacrificado todo por el pueblo. ¡Por Cataluña y todos los pueblos de España, en el acervo de libertad, de justicia, de progreso!”. Y así sucesivamente (lo he detallado en El derrumbe de la República). Ante lo que viene ocurriendo uno se da cuenta, con cierto desaliento,  de que en la España actual  la experiencia histórica, por mucho que se exponga, pasa como si no existiera, no sirve de nada.

En breve: los separatistas consiguieron convertir uno de los ridículos más grandes de la historia en un relato entre heroico y martirial, y cuando se celebraron las elecciones del Frente Popular, un año después, los separatistas ganaron por goleada, y Companys y su grupo de delincuentes, condenados a treinta años, salieron de la cárcel en una apoteosis de entusiasmo popular, y vulnerando ya la ley desde el principio, como lamentaba Azaña.

En nuestros días no hay duda del ridículo hecho por Puigdemont y toda la banda separatista. Y tampoco de que van a intentar convertir a los delincuentes en víctimas y en héroes de  la democracia, la paz y el diálogo. Y hay pocas dudas de que lo conseguirán, ante un gobierno que jamás ha defendido a España,  una palabra que para él no significa nada.

Hace meses describí así la situación, y creo que cualquier puede verlo: una clase política corrupta,  simplemente repulsiva, choca  con el peso histórico,  cultural y demográfico de siglos de  la nación española, a la que unos tratan de disgregar y otros de disolver en la UE.  Ese peso e inercia debería generar una resistencia popular que por entonces no se veía por ninguna parte, pero que por fin ha hecho su aparición, si bien todavía confusa y dispersa.

No obstante, si esa espontánea resistencia no se articula en una alternativa política, no llegará lejos, y el proceso de putrefacción del régimen salido de la transición continuará, pudriendo aún más a la sociedad española, o derivando a salidas traumáticas. Esa clase política que tantas miserias  ha traído al país debe ser expulsada. ¡Qué gran oportunidad para un manifiesto conciso y claro que exponga la situación y su mejor salida! Lo he propuesto a VOX, pero este partido parece centrarse exclusivamente en la necesidad de aplicar la ley, lo que está bien, salvo porque este gobierno nunca la ha aplicado y su aplicación aparente será una farsa y una burla más a los españoles y a la democracia. Y que aunque está bien lo del cumplimiento de la ley,  es solo un aspecto de una situación histórica de mucha mayor envergadura.

Y de momento, así estamos.

 

 

 

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Algo sobre Lutero, aquel buen hombre…

 

Las tendencias reformistas abocaron a la Reforma protestante, que en realidad no fue una reforma sino una revolución religiosa y política a partir de Alemania. El proceso comenzó con las famosas 95 tesis expuestas en la puerta de la iglesia del castillo de Wittenberg por  el monje agustino Martín Lutero, en 1517 (cuando en España gobernaba Cisneros, tras la muerte de Fernando el Católico). No se trataba de un desafío ni nada parecido, sino de una propuesta de debate, como había habido muchos en la Iglesia, con el tema principal, pero teológicamente secundario, de las indulgencias, el comercio de las cuales causaba escándalo en Alemania.

    Las indulgencias eran aplicadas a las penas con que las almas se purificaban en el purgatorio antes de entrar en el cielo. Los creyentes podían atenuar o evitar las penas, para ellos o sus deudos fallecidos, mediante actos piadosos como rezos,  limosnas,  peregrinaciones, mortificaciones o ayudas en metálico para la construcción de edificios religiosos. La idea misma del purgatorio, aunque implícita desde el principio la doctrina cristiana, se había explicitado desde el siglo XI y, al suponer una gradación en la culpa, excluía la elección drástica entre salvación y condenación. Según el historiador francés  J. Le Goff, la idea del purgatorio redundó en mayor tolerancia hacia los pecadores, al superar el  maniqueísmo del bien y el mal absolutos y  humanizar las penas. El purgatorio era como el infierno, pero no eterno, y al cielo solo accedían directamente los santos. La idea se combinaba con la confesión particular y secreta de los pecados,  instituida por el IV Concilio de Letrán a principios del siglo XIII, y con el concepto del “tesoro de méritos” acumulado por los santos y personas virtuosas, del que podían beneficiarse los menos virtuosos cumpliendo ciertos requisitos.

Por entonces el papa León X, de la familia Medici –espléndido mecenas y hombre tachado a menudo de corrupto, debido, quizá,  más a la suntuosidad y despilfarro de la corte papal que a su conducta privada– estaba empeñado en la construcción de la magna basílica de San Pedro, que absorbía sumas ingentes de dinero,  inafrontables para su exhausto tesoro, por lo que recurrió a la masiva venta de indulgencias. Esa venta, juzgaban Lutero y muchos más, explotaba la credulidad y angustia de la gente común, haciendo con ellas un negocio fraudulento y en definitiva sacrílego: solo Dios podía justificar a los pecadores, y el arrepentimiento real excusaba las indulgencias. Además, parte del dinero recaudado solía  pegarse a los dedos de los agentes, y muchos obispos y la misma curia romana sufragaban con él su lujoso tren de vida. En la irritación de Lutero subyacía un sentimiento nacionalista alemán que aflora en otras ocasiones: “¡No hay nación más despreciada que la alemana! Italia nos llama bestias, Francia e Inglaterra se burlan de nosotros; todos los demás también”; “Los italianos se creen los únicos seres humanos”. O denunciaba que los alemanes daban a Roma 300.000 florines anuales  para alimentar a los criados del papa, a su pueblo e incluso a sus bribones y mercaderes; o, como llegaría a clamar en 1520, “¿Por qué no atacamos (…) a toda la horda de la Sodoma romana con todas las armas de que disponemos y nos lavamos las manos en su sangre?”. Sin embargo la cuestión no era un simple pretexto nacionalista, sino que tenía enjundia teológica por sí misma, y Lutero solo buscaba entonces debatir.

     No hubo debate. Muchos eclesiásticos y políticos, temiendo por sus intereses, cerraron filas en torno a las indulgencias y amenazaron declarar hereje al agustino. El papa consultó con el cardenal dominico Cayetano, que no vio herejía en las tesis de Wittenberg,  pero otros dominicos le persuadieron a presionar a los agustinos para forzar a Lutero a retractarse so pena de procesarle por herejía. Lutero disponía de poderosos apoyos en la  nobleza, en algunos eclesiásticos, y en parte de la población. Afirmó estar dispuesto a retractarse si se le demostraba su error mediante las Escrituras; pero las Escrituras solían admitir más de una interpretación, y el arreglo fue imposible. A partir de ahí las acciones y reacciones se encadenaron. El emperador Carlos V (y I de España) advirtió en 1521, en la Dieta de Worms: “Este hermano aislado yerra con seguridad al alzarse contra el pensamiento de toda la cristiandad, pues si él tuviera razón, la cristiandad habría andado errada desde hace más de mil años”.  Lutero fue excomulgado y pasó a establecer una nueva teología que rompía en puntos clave con la elaborada por la Iglesia en los siglos precedentes, iniciándose una sucesión de tumultos y luchas entre ciudades y países.

    Así, Lutero no solo rechazó las indulgencias, sino el mismo purgatorio, atacó la autoridad del pontífice, tratándole de Anticristo,  y llevó más allá la línea conciliarista,  popular en Alemania, que concedía mayor autoridad a los concilios que al papa: ahora los concilios tampoco significaban nada, porque la relación entre Dios y el cristiano se establecía  de modo individual, a través de la libre y personal interpretación de las Escrituras y por medio de la fe, anulando el magisterio de la Iglesia. Solo la fe, don de gracia divina, salvaba al hombre. Como vimos, algunas de estas ideas estaban esbozadas por  nominalistas como  Occam o Marsilio de Padua en las disputas escolásticas. Para Lutero, el hombre es por naturaleza pecador y corrompido, no puede siquiera apreciar el valor de sus obras piadosas, pues su razón y voluntad están a su vez corrompidas y en cualquier caso no puede penetrar el designio de Dios, solo atenerse a las Escrituras.  

¿Cómo puede el hombre saber de su salvación? El tomismo predominante en la Iglesia establecía que junto con la gracia, la razón era un potente medio de comprensión de la voluntad divina y una guía en la práctica religiosa, y que  las obras deben acompañar a la fe. Para Lutero, la razón “es la ramera del diablo, que solo calumnia y perjudica las obras de Dios (…) Debería ser pisoteada y destruida, ella y su sabiduría (…) Es y debe ser ahogada en el bautismo”;  aunque, de modo contradictorio, sus controversias son un ejercicio agónico de razonamiento. La fe salvadora se manifestaría en el sentimiento personal de unión con Dios, de ser amado por Dios. Contra  Erasmo decía: “¿Quién creerá,  preguntas,  que Dios le ama? Te respondo: ningún hombre lo creerá ni podrá creerlo [por la razón]; los elegidos empero lo creerán, los demás perecerán sin creer, entre reproches y blasfemias, como haces tú aquí”; “Nuestra salvación está fuera del alcance de nuestras propias fuerzas e intenciones y  depende de la obra de Dios exclusivamente. ¿No sigue de ahí claramente que, cuando Dios no está presente en nosotros con su obra, todo lo que hacemos es malo y necesariamente sin ningún provecho para nuestra salvación?”; “Si Dios obra en nosotros, entonces nuestra voluntad, cambiada y suavemente tocada por el hálito del Espíritu de Dios, nuevamente quiere y obra [el bien] por pura disposición, propensión, y en forma espontánea”. Las obras humanas, por tanto, no tenían utilidad para la salvación.

    En ese contexto cobran sentido frases como “El cristianismo consiste en un continuo ejercicio en el sentimiento de no estar en pecado, aunque peques, porque tus pecados recaen sobre Cristo”. O bien: “Peca y peca fuertemente, pero confíate a Cristo y  goza en él con mayor intensidad, porque Él vence  al pecado y  la muerte. Mientras estemos en la tierra tendremos que pecar, porque en esta vida no habita la justicia,  pero esperamos, como dice Pedro, unos cielos y una tierra nuevos donde more la justicia. Basta con reconocer al Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo, y de Él no nos apartará el pecado, aun si fornicamos y asesinamos miles de veces en un solo día”.

    Esta posición destruía el libre albedrío, un punto crucial, sobre todo desde santo Tomás de Aquino, en la doctrina católica,  como base de la ética y la responsabilidad personal. Para Lutero, solo Dios sabía y decidía desde la eternidad quiénes iban a salvarse o a condenarse. El individuo era libre de interpretar a su gusto las Escrituras pero, paradójicamente, estaba determinado y nada podía hacer contra ese hecho. Esa posición le enfrentó a Erasmo, el cual había sido su amigo y, en parte, inspirador, pero que no quería romper con Roma, sino arbitrar entre las dos posiciones y conciliarlas, pero iba a encontrarse sentado entre dos sillas, acusado de incoherencia desde las dos partes. Contra las tesis de Lutero escribió el tratado De libero arbitrio: si, según Lutero, el hombre  no precisa la Iglesia ni órganos intermedios entre él y Dios, y puede interpretar la Biblia como único sacerdote de sí mismo, ¿cómo se concilia esta supuesta libertad con su total incapacidad de elección moral? Para Erasmo, el hombre puede superar realmente las consecuencias del pecado original ayudado por la gracia, la voluntad y la razón: todas ellas concuerdan al mismo objetivo. La libre voluntad no queda impedida por el hecho de que los designios de Dios sean en gran parte oscuros para la mente humana. Si Jesús llora por una Jerusalén que le rechaza, e invita a los judíos a seguirle, es porque reconoce el libre arbitrio; y si al hombre, según Lutero, no le es posible aceptar ni rechazar la gracia divina, ¿qué sentido tiene hablar de recompensa, castigo  y obediencia, como hacen continuamente las Escrituras?

   A esto replicó Lutero con De servo arbitrio  (“Sobre el arbitrio esclavo”): la presciencia de Dios no deja lugar a la contingencia: “Todo cuanto hacemos, todo cuanto sucede, aunque nos parezca ocurrir mutablemente y que podría ocurrir también de otra forma, de hecho ocurre por necesidad, sin alternativa e inmutablemente, si nos referimos a la voluntad de Dios. Pues la voluntad de Dios es eficaz, y no puede ser impedida”. “El destino puede más que todos los esfuerzos humanos”. “Si esto se pasa por alto, no puede haber fe ni ningún culto a Dios”. “El hombre no posee un libre albedrío, sino que es un cautivo, un sometido y siervo ya sea de la voluntad de Dios, o la de Satanás”. “El libre albedrío  es nada”. Y si el hombre no es libre, no es responsable de sus obras, que nada valen ni cuentan para su salvación a los ojos de Dios. Lo que cuenta es la gracia manifiesta en el sentimiento personal de la fe. Posición contraria también a la convicción clasicista o humanista del hombre como artífice de su destino.

  El movimiento luterano, comienzo del protestantismo, excluyó la idea de los santos, las imágenes y  la preeminencia  de la Virgen María como intercesora, tradicional en el catolicismo, suprimió los sacramentos a excepción del bautismo y la eucaristía, y los votos monásticos (Lutero se exclaustró y se casó con una ex monja) y el celibato eclesiástico: el sacerdocio tradicional era sustituido por “pastores” elegidos por las comunidades y con limitada capacidad orientativa. Para  dar impulso a su movimiento, Lutero tradujo la Biblia al alemán, lo que, gracias a la imprenta, le dio la mayor difusión, y con el  mismo fin estableció la misa en dicho idioma.

   Comparado con el cisma que había originado la Iglesia ortodoxa a comienzos de la Edad de Asentamiento, el cisma protestante era mucho más radical. Aunque se presentaba como reforma,  era una ruptura revolucionaria con respecto a cuestiones esenciales, dogmáticas, litúrgicas, y de procedimiento. Podría considerarse una  nueva religión, salvo por  la común inspiración en Cristo y los Evangelios. 

    En el pasado, otras rebeliones dogmáticas habían sido disueltas o aplastadas con bastante facilidad por el poder del Papado y el de los reyes, pero en esta ocasión no fue así. Lutero fue protegido por diversos príncipes alemanes (según los católicos, lo hacían para apoderarse impunemente de los bienes eclesiásticos), y llegaría a formarse una poderosa alianza de ellos (la Liga de Smalkalda, de 1532) para afrontar por las armas a los católicos; el emperador Carlos no pudo dedicar todo su esfuerzo a la lucha contra los protestantes, por tener que atender a las guerras con Francia y al peligro turco;  la nueva doctrina llegaba a muchas personas por  la libertad que otorgaba para interpretar la Biblia y para prescindir de las imposiciones de un clero en buena parte corrompido y escandaloso; además daba pie a un sentimiento nacional alemán opuesto al poder latino de Roma. Por su impacto espiritual y material, el protestantismo se convertiría en unos años en una realidad social expansiva por todo el norte de Europa. 

     Por ello Lutero fue acusado de propiciar el motín y la disgregación de la cristiandad, como le decía Erasmo. Lo cual no le arredraba, pues invocaba en su defensa los Evangelios: “No he venido a traer la paz, sino la espada”; “He venido a echar fuego en la tierra”; “Lee en los Hechos de los Apóstoles los efectos en el mundo de la palabra de Pablo (por no hablar de los demás apóstoles), cómo él solo excita a gentiles y judíos o, como decían entonces sus mismos enemigos, “trastorna el mundo entero”.El mundo y su dios no pueden ni quieren tolerar la palabra del Dios verdadero, y el Dios verdadero no quiere ni puede callar. Y si estos dos Dioses están en guerra el uno con el otro, ¿qué otra cosa puede producirse en el mundo entero sino tumulto? Querer aplacar estos tumultos no es otra cosa que querer  abolir la palabra de Dios e impedir su predicación”.  Esta actitud contrariaba el anhelo de paz entre cristianos,  sentido por Erasmo, Vives y tantos otros, a quienes advertía “No ves que  estos tumultos y facciones infestan el mundo de acuerdo con el plan y  la obra de Dios, y temes que el cielo se venga abajo; en cambio yo, a Dios gracias, entiendo las cosas correctamente, porque preveo tumultos mayores en el futuro, comparados con los cuales los de ahora semejan el susurro de una ligera brisa o el quedo murmullo del agua”. El emperador Carlos  había declarado: “Me arrepiento de haber tardado tanto en adoptar medidas contra él”.

   Esta resolución no dejó de flaquear en ocasiones, dados ciertos efectos indeseados de sus doctrinas: “Cuanto más se avanza, peor se torna el mundo (…). Bastante se ve cómo el pueblo es ahora más avaro, más cruel, más impúdico, más desvergonzado y peor de lo que era bajo el papismo”. No obstante, su determinación persistía: “¿Quién se habría puesto a predicar, si hubiéramos previsto que de ello resultarían tantos males, sediciones, escándalos, blasfemias, ingratitudes y perversidades? Pero ya que estamos en ello, hay que tener buen ánimo contra la mala fortuna”.

   Uno de los problemas fue, en 1524-5,  la revuelta de los campesinos oprimidos por los magnates y que exigían mejoras políticas y económicas, y que encontraron un líder visionario en Thomas Münzer, pastor luterano con ideas propias.  Münzer acusó a su maestro de excesiva connivencia con los poderes civiles y propugnaba la destrucción de las jerarquías sociales (“Todos somos hermanos. ¿De dónde vienen entonces la riqueza y la pobreza?”). El movimiento se hizo masivo,  mayor que otras revueltas campesinas típicas de los siglos anteriores, y sus reivindicaciones iban desde la  abolición de los trabajos no pagados y de la servidumbre a la abolición de la propiedad privada.

    Lutero se vio en un dilema, porque muchos campesinos eran seguidores suyos, pero él dependía de la protección de los nobles. Vaciló, pero finalmente lanzó terribles maldiciones contra los rebeldes cuando ya se vislumbraba su derrota. Los campesinos realizaban una “obra diabólica”, traicionaban el juramente de fidelidad y obediencia a sus señores, “matan y saquean y pretenden justificar con el Evangelio tan horrendos crímenes”. “El bautismo no hace libres a los hombres en el cuerpo y la propiedad, sino en el alma, y el Evangelio no manda poner los bienes en común (…)  No debe de quedar un demonio en el infierno, sino que todos han entrado en los campesinos”. Por tanto,  “deben ser aniquilados, estrangulados, apuñalados en secreto o públicamente, por quien quiera que pueda hacerlo, como se mata a los perros rabiosos, pues nada puede haber más venenoso, dañino y diabólico que un rebelde (…) Quien vacile en hacerlo, peca (…) Por tanto, apreciables señores, matad cuantos campesinos podáis”, “Un príncipe puede ganar el cielo derramando sangre mejor que otros rezando”. El aplastamiento de la rebelión costó un baño de sangre, quizá  hasta cien mil muertos.

   También consideraba la brujería como una realidad eficaz y promovía la persecución y  quema de brujas. Sus diatribas antihebraicas no eran menos radicales en su libro Contra las mentiras de los judíos, y vale la pena exponerlas con alguna extensión, como muestra de un discurso que llegaría hasta hoy. Los judíos, “blasfemos desvergonzados”,  injuriaban a Jesús y  trataban de prostituta a su madre, “tienen creencias falsas y están poseídos de todos los demonios”, “se vanaglorian de ser los más nobles”, el pueblo elegido por Dios, cuando Dios les ha dado sobradas muestras de su desagrado y castigo: “No han aprendido ninguna lección de sus terribles desdichas durante más de 1.400 años de exilio”. Ello probaba su contumacia, de modo que “No me propongo convertir a los judíos, porque eso es imposible”,  son “engendros de víboras, hijos del demonio, el cristiano no tiene enemigo más enconado y mortificante que el judío”. “Se quejan de estar cautivos entre nosotros, pero nadie los retiene, pueden irse cuando quieran. Ellos, archiladrones,  nos tienen cautivos con su usura”.  “Si tuvieran el poder de hacernos lo que nosotros podemos hacerles a ellos, ninguno de nosotros viviría más de una hora”. Por lo tanto proponía quemar sus sinagogas, quitarles todos sus libros religiosos, prohibirles bajo pena de muerte alabar a Dios o invocar su nombre, pues en sus labios es blasfemia: “Nadie sea piadoso y amable en lo que a esto respecta, pues está en juego el honor de Dios y la salvación de todos nosotros, incluyendo la salvación de los judíos”.

   Pero, ¿qué sucedería si se aplicasen estos castigos? Que los hebreos seguirían en las mismas, secretamente, de modo que el obstáculo debía salvarse así: “Si queremos lavarnos las manos de la blasfemia judía y no vernos alcanzados por su culpa, debemos alejarlos, expulsarlos de nuestro país. Pero como se resisten a marchar, negarán todo descaradamente y ofrecerán dinero al gobierno (…) un dinero maldito, que nos fue robado terriblemente por medio de la usura”. Lutero creía en las historias de secuestro y tortura de niños y envenenamiento de pozos por los judíos, crímenes merecedores de la hoguera. “Aconsejo que se les prohíba la usura y  se les quiete todo el dinero y las riquezas en plata y oro”. “Sometedlos a trabajo forzado, tratadlos con rigor, como hizo Moisés  en el desierto matando a tres mil de ellos para que no pereciera el pueblo entero (…) Si esto no basta, tendremos que expulsarlos como perros rabiosos”.

   Las cuestiones planteadas por  Lutero giran en torno a la salvación, expresión, a su vez, de una ansiedad propia de la psique humana desde la noche de los tiempos, expuesta de forma peculiar en el cristianismo. El mundo, lleno de placeres y de  penalidades que fácilmente se transforman  los unos en los otros,  parece arbitrario e injusto,  falto de sentido, “un laberinto de errores” como decía Pleberio, y el bien y el mal se confunden. Una posibilidad racional sería considerar el mundo radicalmente injusto, por lo que el restablecimiento de la justicia exigiría otro mundo en el cual los malvados tendrían el castigo, y los buenos  la recompensa que el mundo les negaba. Dado el conjunto de sus puntos de vista, la salvación o condena estaba predestinada y solo Dios podía saber quiénes se salvarían. Un punto de vista arduo de conciliar con la necesidad de predicar el Evangelio, y radicalmente angustioso.  Calvino, discípulo de Lutero, encontró cierta salida al señalar unos indicios que permitían al individuo creer en su pertenencia al grupo de los justos: una vida austera y piadosa, y el éxito en las empresas económicas u otras, permitirían intuir en esta vida  la salvación en la otra. El calvinismo ofrecía así un consuelo que le ganó gran popularidad y expansión por varios países europeos, en disidencia con el luteranismo puro.

       Una dificultad de la nueva doctrina la expuso el propio Lutero con sarcasmo: de pronto resultaba que nobles, ciudadanos y campesinos “entienden el Evangelio mejor que yo o San Pablo; ahora son sabios…”. “Algunos enseñan que Cristo no es Dios, otros enseñan esto y aquellos lo otro (…) Ningún patán es tan rudo como cuando tiene sueños y fantasías, cree haber sido inspirado por el Espíritu Santo y ser un profeta”.

Pero, llevada la teoría  a sus consecuencias lógicas, las interpretaciones bíblicas de cualquier patán  valían tanto como las del mismo Lutero, pues bastaba que fueran sentidas con sinceridad, y ¿quién podría decidir si lo eran o no? Por eso las tendencias disgregadoras en el protestantismo fueron siempre muy potentes, y de ahí las polémicas en las que el esfuerzo de la denostada razón jugaba  el papel determinante; y de ahí los organismos e inquisiciones contra los disidentes, para evitar la disolución general.

    Pero había más: sobre esas bases, la interpretación de las Escrituras por la Iglesia católica debía ser reconocida tan buena como cualquier otra. Y aunque podía argüirse que muchos la aceptaban  no por convicción ni con sinceridad, sino por temor a ser considerado hereje y castigado, lo cierto es que otros muchos lo hacían con plena convicción y un sentimiento de identificación con Dios no menos intenso que  el que pudieran exhibir Lutero, Calvino u otros dirigentes protestantes.

 (En “Nueva historia de España”)

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Miseria del europeísmo

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   Mi libro Europa, una introducción a su historia, va dedicado especialmente a políticos y periodistas, porque son ellos los que crean opinión pública, todos prácticamente sin excepción se llaman a sí mismos europeístas y también con pocas excepciones apenas conocen de Europa, su historia y evolución cultural, más que unos cuantos tópicos.  Desde la Transición la política española ha carecido de un fondo intelectual que permitiera una acción coherente, y una de sus peores manifestaciones es este “europeísmo”.

    Así, se proclaman europeístas lo mismo Podemos que el PP, el PSOE o Ciudadanos o VoX etc. Pero bajo esa palabra se ocultan ideas muy distintas u opuestas, y todas ellas difusas. Podríamos remitirlas en general a la célebre frase absurda y realmente necia de Ortega y Gasset “España es el problema y Europa  la solución”. El problema era y sigue siendo más bien el de unos políticos frívolos y con ideas precarias sobre Europa y sobre la propia España. Es decir,  ese europeísmo oculta una hispanofobia de raíz. Se trata simplemente de copiar en política y cultura todo lo que se considere que venga de “Europa”, es decir, antaño de Francia y ahora sobre todo de Usa, que desde la II Guerra Mundial ha ocupado el lugar de Europa como centro mundial de la política y de la cultura tanto la alta cultura como la cultura popular. En cambio, sobre lo que pueda salir originalmente de España existe una desconfianza visceral.  

   En la actualidad,   el europeísmo tiene dos facetas principales: un proceso de disgregación de la soberanía, es decir, de la propia nación, en la Unión Europea, supeditándonos en todos los terrenos a las decisiones de la burocracia de Bruselas. Y en segundo lugar la eliminación progresiva de nuestra cultura atacándola en su raíz principal, el idioma. y desplazando progresivamente a este por el inglés, el cual se presenta como la lengua propia de la cultura, del empleo, etc., y se intenta imponer como si España fuera o debiera ser un país bilingüe español-inglés, con este como lengua difundida entre las élites y dejando cada vez más al español para la masa supuestamente más inculta y desde luego más impotente políticamente.   En estas dos direcciones están empeñados todos los partidos,y con verdadero entusiasmo. Quizá Ciudadanos  sea el más fervoroso.

   Es preciso tener en cuenta asimismo cuáles son los digamos valores que caracterizan a la UE y que esta quiere extender coactivamente a todas las naciones y sociedades europeas.  Nuevos “valores”: en primer lugar, la ideología LGTBI, con su homosexismo y abortismo,  que atentan  directamente contra la familia e intentan imponerse totalitariamente;  en segundo lugar,  el anticristianismo. Obsérvese cómo en toda Europa y quizá de modo especial en España, la denigración, la burla y las expresiones de odio y las agresiones al cristianismo son el pan de cada día, mientras se intenta penalizar como “delito de odio” cualquier discrepancia con la ideología LGTBI; en tercer lugar y ligado a lo anterior, el multiculturalismo, con lo que la propia cultura europea creada a lo largo de siglos y generaciones y basada en el cristianismo, quedaría en el continente como una más, al lado de cualquier otra recién llegada, incluso de la islámica; en cuarto lugar, la inmigración descontrolada, unida a intervenciones en países musulmanes que, so pretexto de democracia, han provocado allí caos y guerras civiles de enorme crueldad; en quinto lugar, una política de acoso a Rusia, que hoy representa lo contrario de todo lo anterior, y en la que el gobierno español actúa con especial entusiasmo de lacayo; en sexto lugar, una tendencia a medirlo todo  en dinero, haciendo de la economía  el sustento absoluto de la cultura, siendo todo lo demás secundario y opinable.  En cierto modo el europeísmo de la UE es perfectamente contrario a todo lo que representa Europa histórica y culturalmente.

   Todas estas políticas se encubren como inspiradas por grandes palabras generales como la democracia y la tolerancia, aunque resulten particularmente despóticas y en el fondo, como digo, antieuropeas. Pero no verán ustedes a ningún partido denunciarlas de forma coherente y completa.

   Este europeísmo emplea también justificativamente una falacia: que la UE es pacífica y que el proceso de integración europea ha impedido nuevas guerras en Europa desde la II Mundial. Esa paz intraeuropea no ha nacido del europeísmo, sino de la tutela militar useña. Y la UE no ha impedido, sino en cierta medida atizado las guerras que hundieron a Yugoslavia, en plena Europa. Por lo demás, frente al supuesto pacifismo desde la II Guerra Mundial  diversos países europeos han sostenido largas y sangrientas guerras coloniales, en general perdidas. Y desde hace años vienen intentando nuevas aventuras bélicas en países musulmanes, muy costosas en sangre y dinero, por no mencionar las responsabilidades en la espantosa guerra de Ruanda, etc.

   Otro argumento muy utilizado y que impresiona a mentes simples, es que en un mundo globalizado, con enormes potencias como Usa, China o India,  solo puede competirse mediante grandes unidades políticas y económicas.  Este argumento puede valer para quienes limitan su pensamiento a “la economía lo es todo”, y ni siquiera. Países tan pequeños como Suiza, Noruega, Israel, Singapur o Formosa son más competitivos, proporcionalmente, que la UE. Y dentro de esta existen profundas diferencias entre Grecia y Suecia, entre Alemania e Italia o entre Francia y España. Medidas unificadoras como el euro, presentado fraudulentamente como un seguro de prosperidad ilimitada, han causado un auténtico desbarajuste, incrementando los efectos de la crisis en países como España.

   Por otra parte, el europeísmo suele querer inspirarse en Usa, montando unos Estados Unidos de Europa. Pero la evolución la diversificación cultural y lingüística y política en Europa no tienen nada que ver con la experiencia useña, una experiencia de expansión en buena parte genocida sobre un territorio tan extenso como la propia Europa, pero sobre una base idiomática y cultural única, y con unas élites dirigentes muy homogéneas, hasta racialmente, los llamados WASP. Europa, simplemente, no tiene nada que ver con todo ello. En mi libro sobre Europa trato  secundariamente estas cuestiones, pues son más bien de historia periodística, pero debieran dar lugar a debate, lo que no ha ocurrido, claro.  La gran mayoría de los políticos y periodistas a los que va dedicado se han guardado mucho de discutirlo, creo que también de leerlo. Pero precisamente por ello es muy necesario insistir.

    El europeísmo, en España, no es una solución, sino precisamente un problema. Es preciso planteárselo seriamente, aclarar qué entendemos por Europa, qué proyectos puede haber para el futuro, qué papel tiene la España de Gibraltar y cuál podría tener,  y nunca confundir a Europa con la UE, por las razones arriba mencionadas.

    En un artículo reciente señalé la ausencia de un proyecto serio de política exterior para España por parte de VOX, partido que pudiera representar una alternativa si logra salir de ciertos tópicos. Animo a sus miembros a debatir estas cuestiones, pues me parece que son quienes están en mejor posición para ello.

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