El separatismo se compone hoy de unos grupos de perturbados que dirigen a una masa de personas histerizadas y fanatizadas. Los perturbados aspiran a dominar una región de España haciendo creer que sus habitantes son superiores a los demás españoles y están oprimidos por estos. En rigor no son catalanistas o vasquistas o lo que sea, sino propiamente antiespañoles, porque tienen una visión tan negativa de España y su historia, como positiva de sus propias virtudes, ambas visiones perfectamente falsas. Sus prédicas se componen a partes iguales de un desmesurado narcisismo regional y del correspondiente victimismo.
Estas cosas que siempre se darán en todas las sociedades, no son muy preocupantes mientras sean mantenidas a raya. Pero hoy han llegado a ser sumamente graves, y puede provocar reacciones de pánico o contraproducentes. Algunos hablan de emplear el ejército, lo que sería absurdo, otros de detenciones generalizadas de los golpistas, etc. Conviene diseñar estrategias para volver a la normalidad. Y esa estrategia no puede trazarse sin tener en cuenta cómo se ha llegado hasta aquí, y cuáles serían los medios más eficaces y económicos para volver a la normalidad.
El separatismo cobró fuerza en España después del “Desastre del 98”, y fue una de las causas principales del derrumbe del régimen de libertades de la Restauración. Casi desapareció durante la Dictadura de Primo de Rivera, para volver a fortalecerse y convertirse en un ariete contra la república, en lo que esta tenía de democrática. Y en el franquismo prácticamente quedó superado.
Que esta última afirmación es cierta, lo prueban dos cosas: al iniciarse la transición podía temerse que, como ocurre en momentos de cambio histórico, la opinión popular diese un vuelco a favor de cualquier cosa que se presentase como nueva; pero ello no ocurrió. Los separatismos eran tan débiles que aparentaban aspirar solo a la autonomía. Y por eso el gobierno de UCD se apresuró a facilitarles la reorganización, con dinero, todo tipo de facilidades mediáticas y complacencias políticas. Un par de datos pueden dejarlo claro: para facilitarles las cosas, Suárez puso en marcha, ilegalmente, las llamadas “preautonomía”, y en Cataluña invitó a Tarradellas a presidirla. Tarradellas era uno de los poquísimos políticos que en el exilio había aprendido algo de la historia, y demostró incluso respeto por la obra de Franco. Pero lo significativo fueron las palabras oficiosas de Suárez: “Por primera vez desde hace siglos el hecho catalán se aborda desde el gobierno de la monarquía y desde Cataluña sin pasiones, sin enfrentamientos, sin violencias, sin plantear a priori hechos consumados ni acciones de fuerza”. Según aquel botarate, la integración de Cataluña en España se había debido hasta entonces a violencia y acciones de fuerza. Con lo cual legitimaba de lleno el separatismo y deslegitimaba la unidad nacional española. Aquellas palabras marcarían la línea, el espíritu de la política en lo sucesivo.
El segundo punto que prueba la debilidad del separatismo fueron las elecciones. En las anteriores, de 1977, una coalición de separatistas- autonomistas, aparentemente moderados, había logrado mayoría en Gerona y Lérida, con Barcelona para el PSOE y Tarragona para UCD. En las de 1979, solo dos años después, los separatistas perdían las cuatro provincias: Gerona y Tarragona pasaron al PSOE, y Lérida a UCD. La pregunta es: ¿cómo han podido evolucionar las cosas para que en la actualidad el PP, heredero de UCD, se haya vuelto irrelevante y el PSOE esté en vías de lo mismo, mientras los radicalismos antiespañoles han conseguido fanatizar a grandes masas e imponer una dictadura en la práctica?
La respuesta, grosso modo, puede encontrarse en la política seguida desde la UCD, tanto por el PSOE como por el PP, concediendo a los separatistas la hiperlegitimación contenida en las palabras citadas de Suárez, un necio frívolo e ignorante, aunque “avispado”, como han sido casi todos los políticos españoles desde entonces. Puede decirse que sentó escuela.
Esa hiperlegitimación se tradujo inmediatamente en política práctica: los gobiernos españoles han venido alentando, justificando y financiando los separatismos. Hecho probablemente único en el mundo. Y no se han contentado con ello: sus partidos (PP y PSOE) en las diversas regiones se han puesto a la cola de los separatistas, con más o menos reticencias, aplicando políticas similarmente y antiespañolas. Es más las personas que en dichas regiones protestaban contra aquellos desmanes fueron marginadas y desprestigiadas desde el poder. Los gobiernos han permitido a los separatistas infringir las leyes (con lo cual las infringían ellos mismos), les han regalado la enseñanza, medios de masas, les han permitido hacer una ilegal política exterior paralela a la oficial y contraria a ella, y han obligado a todos los ciudadanos a pagarla; y los resultados están a la vista. El cúmulo de fechorías perpetrado por estos gobiernos contra la ley, contra la democracia y sobre todo contra España, llenaría muchas páginas.
Pero no se trata ahora de entrar en recriminaciones, pese a que algunos venimos advirtiendo y denunciando estos hechos año tras año y en vano. Se trata, en primer lugar, de entender cómo los separatismos no han partido de un estado de opinión previo ni crecido por sí mismos, sino fundamentalmente porque los gobiernos que teóricamente representaban a España les han procurado, el ambiente, el dinero y los recursos mediáticos, educativos y de todo tipo, para que prosperasen hasta llevar al país a una crisis histórica. Y, en segundo lugar, las políticas impuestas hasta ahora nos indican precisamente la política a seguir para ir curando ese cáncer: se trata de hacer lo contrario. Sus efectos no serían inmediatos y requerirían tiempo aunque, desde luego, no tanto como el que han necesitado los separatistas para acercarse tanto a sus fines. La autonomía quedaría abolida en la práctica, no necesariamente de iure; sus dirigentes privados de sus cargos o de la posibilidad práctica de ejercerlos, retirándoles la financiación e imponiéndole fuertes multas (meterlos en la cárcel podría ser contraproducente); los mozos de escuadra sustituidos; ocupados los grandes medios de masas para lanzar desde ellos campañas explicativas sobre la realidad histórica y actual, desmontando el discurso separatista y poniendo de relieve su carácter delirante, etc.
La respuesta de los separatistas consistiría probablemente en fomentar el caos en Cataluña mediante huelgas, movilizaciones en las calles, sabotajes, tratando de crear focos de atención de los medios de masas internacionales, como en Libia, Siria o Egipto; etc. Pero no habría mucho inconveniente (económico, sí, pero es un coste inevitable), en permitir hasta cierto punto esas movilizaciones y el caos consiguiente, controlándolos, organizando también manifestaciones antiseparatistas, hasta que se agotasen por cansancio. El Estado conserva dos fuerzas esenciales: la financiación y las fuerzas armadas. La contrafinanciación debe emplearse a fondo y sin reservas, la policía de modo ponderado y paciente, y el ejército solo de modo indirecto, para impedir que la situación se saliese de madre.
Cualquier idea de cambiar drástica y rápidamente la situación creada me parece irrealista. Es preciso que los catalanes razonables se vean muy apoyados por el gobierno, y que los histerizados por el separatismo comprendan adónde llevan esos delirios. Y ello, insisto, no será cosa de dos días, sino de una política firme y paciente.
El problema siguiente es: ¿quién o quiénes aplicarían esa política? No los partidos actuales, por supuesto. Son necesarios nuevos partidos y nuevos políticos. De eso trataremos.
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El próximo sábado en “Una hora con la Historia”, empezaremos una serie sobre las etapas que desde la Transición han llevado a la situación actual. https://www.youtube.com/watch?v=uz9X68Eq1z8&t=136s
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Creo que se pueden destacar cuatro aspectos principales. En primer lugar, el rey ha señalado la evidencia de que el país vive momentos muy graves (en realidad los más graves desde la Transición, cuyo sistema remata). Esta mera afirmación contradice frontalmente al gobierno de necios de Rajoy, empeñado en transmitir la idea de que, en definitiva, no pasa nada especial: simplemente un referéndum que no ha tenido lugar y algunos empujones a policías.
En segundo lugar, quizá no debió poner al mismo nivel la Constitución y el Estatuto actual, que nace de decisiones ilegales, deja en residual la presencia del estado, no está legitimado por las urnas y es el origen del movimiento secesionista actual. Aunque era difícil dejar de mencionarlo, ya que ha sido reconocido por los gobiernos antidemocráticos y antiespañoles de ZP y Rajoy. Pero, y esto es lo esencial, el rey acusa a los dirigentes separatistas de abierta delincuencia al incumplir la ley, quebrantar la convivencia y fracturar la sociedad (Cierto que podría hacerse la misma acusación a Rajoy y los suyos, que llevan años permitiéndolo y financiándolo). Los ha declarado fuera de la ley. Esto es decisivo: ni siquiera obliga a aplicar el difuso artículo 155. Basta encausar a los dirigentes como los delincuentes que son.
En tercer lugar no ha apelado al diálogo ni a componendas entre unos políticos y partidos que, embellecen como diálogos a verdaderos chanchullos mafiosos por encima o al margen de la ley. Esos “diálogos” siempre ha redundado en perjuicio de España y de la libertad. El rey se ha dirigido a los españoles en general, y a los catalanes que quieren la unidad de España y la democracia, y no a la caterva de partidos que precisamente están con los separatistas, de manera abierta o encubierta.
Finalmente, el rey ha señalado su compromiso con la unidad y permanencia de España, algo que contradice también toda la política real del PP y de los demás partidos.
Por las razones dichas, ha sido un gran discurso.
No obstante, plantea varios problemas difíciles. Ante todo, implica un cambio drástico de orientación de la política seguida desde ZP, incluso desde mucho antes. Pero ¿quién llevará a hechos concretos ese cambio? Son Rajoy y la demás patulea partidista quienes tienen en sus manos la aplicación de una línea de defensa de España y la democracia. Pero están demasiado acostumbrados a lo contrario, y es muy dudoso que vayan a corregirse ahora.
Por otra parte, el odio a España y a la democracia han avanzado demasiado en Cataluña, gracias a las políticas mencionadas. Quienes quieran aplicar la orientación implicada en el discurso, tendrían que ser lo bastante fuertes y serenos para soportar mareas de demagogia y agitación, hasta que se agotaran por cansancio. Y difundir una activa explicación de la historia a los catalanes y los demás españoles, la historia real de España y la historia real, nada edificante, del separatismo. También aquí la dinámica seguida desde la Transición ha sido la contraria.
Otro problema serio nace de la activísima propaganda internacional, practicada tenazmente por el separatismo, y que le ha ganado grandes simpatías fuera de España. Una propaganda ilegal que, para más inri, los gobiernos PP y PSOE nos han obligado a pagar a todos. Y, como en el caso anterior, obligará a una actuación explicativa de gran alcance para cambiar muchas opiniones contrarias a España.
A este respecto no debe olvidarse que el separatismo cuenta con muchos cómplices en el extranjero, fuerzas poderosas y nada desdeñables. Incluso a nuestros supuestos aliados de la OTAN les conviene una España débil y manejable, que no plantee problemas, por ejemplo, por Gibraltar, y que se preste a todo tipo de acciones y provocaciones en interés ajeno, bajo mando ajeno y en idioma ajeno, lo mismo en África que en Asia o en la frontera de Rusia. Casi ningún analista presta atención a estas realidades, que sin embargo definen nuestra posición real en el mundo y repercuten con gran fuerza sobre nuestros asuntos internos.
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Un fenómeno perverso de la Transición, alentado por Suárez, fue la conversión del término “franquista” en un sambenito, mientras comunistas, proetarras y marxistas aparecían como defensores de la libertad (al modo del Frente Popular) en la mentalidad popular, dentro y sobre todo fuera de España. Falsificación histórica con graves efectos políticos, porque la transición se hizo desde el franquismo y contra el disparate (por decir algo) rupturista.
Así, el sambenito tuvieron que vestirlo principalmente Fraga y su Alianza Popular, cuyas campañas electorales fueron hostigadas, a menudo violentamente, por la izquierda, con la complacencia del Gobierno de Suárez. Este se beneficiaba del control sobre la televisión y el aparato político del Movimiento, y de la impresión de estar respaldado por el Rey –nombrado por Franco–, lo que le dio una ventaja mucho mayor de la esperada sobre AP en los comicios de 1977, primeros de la democracia. Con todo, Fraga obtuvo 1,5 millones de votos, base suficiente para mantener su postura y avanzar desde ella. Pero el análisis de Fraga y otros fue el contrario: para crecer no había más remedio que librarse del sambenito derechista-franquista y disputar el “centro” a Suárez, mientras éste se esforzaba en disputar al PSOE la izquierda (es decir, la “imagen” de centro o de izquierda: la política se iba convirtiendo ya en un juego ilusionista de “imágenes” cada vez menos conectadas con la realidad). Así, la derecha perdió definitivamente su centro de gravedad, algo muy peligroso en cualquier tipo de lucha, y diluyó sus principios. Ganar votos parecía exigir mucha demagogia (por otra parte los votos permitían, claro está, mantener el aparato y recibir créditos).
El intento de Fraga de cambiar de chaqueta o de imagen –que le llevó a presentar a Carrillo en el club Siglo XXI y a buscar a candidatos dudosos pero “sin pasado franquista”– le dio pésimo resultado: en las elecciones siguientes (1979) perdió un tercio de sus electores, que, decepcionados, tampoco votaron a UCD. Comenzaba así una distorsión en la representación política, por tanto en la democracia, que se acentuaría en Cataluña, Vascongadas y Galicia, cada vez más desatendidas por la derecha nacional en beneficio de los separatismos. Suárez, por cierto, ganó aquellas elecciones reforzando inesperadamente su tono derechista contra el PSOE.
Fraga y su partido quedaron, pues, descolocados, y probablemente abocados a la ruina a medio plazo, si no se les hubiera adelantado la implosión de la UCD en 1980-82: el derrumbe del partido de Suárez dejó al de Fraga como única alternativa de derecha. Pero la imagen de desvergüenza y falta de principios lograda a pulso por ambos líderes impidió a Fraga recuperar el electorado de UCD: en 1982 debió haber superado los 7,3 millones de votos, pero se quedó en 5,5, cifra muy parecida a la del PSOE en 1979. El gran beneficiario, en 1982, fue precisamente Felipe González, con una estruendosa mayoría absoluta alcanzada bajo la consigna de un “cambio” apoyado en la “honradez y la firmeza” frente a la inanidad derechista. Por entonces no se sabía, claro está, qué entendía el PSOE por honradez y firmeza, pero quedó claro que esas cualidades eran las que deseaba de sus políticos la mayoría de la población, y que no las veía en la derecha. Ya he dicho, en La Transiciónde cristal, que el proyecto de reforma de Fraga era probablemente el mejor encaminado. Pero desde entonces su evolución ha sido a peor, hasta confundirse con alguien políticamente tan deleznable como Rajoy.
El sistema salido de la Transición puede definirse como una democracia endeble con fuerte tendencia a la demagogia y a la disgregación de España. En principio no fue así: el referéndum de diciembre de 1976 decidió por muy amplia mayoría un cambio de la ley a la ley, de la legalidad franquista a una democracia. Y lo hizo contra un movimiento opositor “rupturista” que se inspiraba en una supuesta legitimidad del Frente Popular. Los rupturistas eran la izquierda, básicamente PSOE y PCE, más los separatistas, casi exactamente como en el Frente Popular, lo que no es ninguna casualidad. Estos demostraron entonces muy poca fuerza, pese a lo cual Suárez y la derecha no se limitaron a legalizar a los derrotados del referéndum, sino que con máxima obsequiosidad les dieron todo tipo de facilidades y ventajas, más de las que ellos mismos esperaban. Y la principal de ellas, aunque la menos visible, fue el monopolio ideológico y cultural, con la tesis explícita o implícita de que antifranquismo equivalía a democracia. Así, la derecha que hizo la transición, proveniente del franquismo, era la que tenía que demostrar su democratismo, cosa que no necesitaban los demás. Y tenía que demostrarlo no solo olvidando o renegando del régimen anterior, sino asimilándose en mayor o menor grado a los vencidos.
Otro sector derechista simplemente condenó la democracia, dejando esta bandera absolutamente necesaria en manos de una izquierda y separatistas en el fondo tan antidemócratas como él.
El sistema podía funcionar porque la herencia del franquismo era sencillamente magnífica: muy fundamentalmente el olvido muy mayoritario de los odios republicanos en una España ya no era el país de hambre, paro y miseria de la república, sino que estaba en el club de los diez países más ricos del mundo. Los rupturistas comprendieron la realidad, pero sin renunciar a sus ideas, visión de la historia e hispanofobia, sin aprender nada de la historia. Por consiguiente se propusieron explotar su monopolio ideológico para ir cambiando la situación.
Con todo,el sistema solo funcionaría mientras los rupturistas fueran débiles, y la historia de estos cuarenta años es en gran parte la del robustecimiento del rupturismo, que se consagra con Zapatero, su ley de memoria histórica, es decir, de deslegitimación del franquismo; con el rescate y colaboración con la ETA; con la máxima promoción de los separatismos y con las leyes LGTBI contra la familia. Cuatro operaciones que marcan el fin del sistema, de la democracia y aspiran al de España. Rajoy tuvo la posibilidad, con su mayoría absoluta, de invertir esa deriva, pero en lugar de oponerse, como los ilusos esperaban, se sumó a ella. El referéndum catalán último es solo la puntilla al sistema salido de la transición.
Se impone, por tanto, poner en marcha otras políticas, y de manera radical. El sistema puede derrumbarse de modo catastrófico, a costa de España y de la libertad, y puede derrumbarse de forma controlada. El hecho es que hoy existe un fondo de millones de descontentos, pero aún no ha surgido el partido capaz de articularlos, darles una perspectiva política y un programa de acción. Aun así, VOX ha tenido dos iniciativas excelentes: la que ha llevado a la detención de unos cuantos políticos delincuentes en Cataluña y, sobre todo, la de salir a la calle en muchas ciudades con las banderas de España. Iniciativas ambas muy embarazosas para el partido colaboracionista PP-ZP. Hay que felicitar a VOX por estas medidas, que abren una esperanza. Oigo a algunos quejarse de VOX por pequeñeces. Parece que para ellos está el “voto útil tapándose la nariz” al PP, o el voto a la perfección política, perfección que no existe ni existirá. Con todas las pegas que quieran ponérsele, VOX es ahora mismo el partido que está actuando y con un programa aceptable, y solo por eso merece el mayor apoyo, olvidando “perfeccionismos”.
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