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Tres tipos de guerra
En todas las guerras intervienen intereses comerciales, de poder y religiosos (o ideológicos) pero en cada una destaca especialmente uno de esos factores y le da su carácter. Así, cabe distinguir entre guerras comerciales, de poder y de religión. Todas ellas con un sustrato de esfuerzo económico extraordinario, basado en la fiscalidad, que no puede prolongarse indefinidamente (“los impuestos son el cáncer de los imperios”, se dice).
Por poner unos ejemplos, las guerras entre Holanda e Inglaterra o las sostenidas por la Liga Hanseática en el Báltico y el Mar del Norte eran típicamente comerciales (por mercados y rutas). Incluso las desarrolladas entre España e Inglaterra eran mayormente comerciales por parte inglesa (piratería, tráfico de esclavos, contrabando) , aunque no lo eran predominantemente por parte española.
La mayor parte de las guerras sostenidas por España en los siglos XVI y XVII fueron de religión, por una parte contra el islam (poderío otomano y piratería berberisca) y por otra contra el protestantismo. En los dos casos fue imposible derrotar por completo a los enemigos, pero sí consiguió España marcarles los límites a su expansión. Por ejemplo, la batalla de Lepanto fue decisiva como la de Salamina en el sentido que salvó a la cristiandad mediterránea (Italia y España sobre todo) e indirectamente al resto, pero no pudo aplastar al Imperio turco, que siguió gravitando sobre Europa e imponiendo una costosa labor de vigilancia y control del Mediterráneo. La de Salamina salvó a la Grecia continental (no a la asiática) pero el gran Imperio persa permaneció como una amenaza permanente, e interviniendo en las disputas entre polis griegas.
En cambio las guerras entre España y Francia fueron principalmente de poder (por Italia), sin contenido religioso ni destacadamente comercial. Con el agresivo expansionismo protestante, la cuestión del poder se mezcló íntimamente con la religión: una Francia protestante habría sido para España una catástrofe pareja a la de una Italia otomana. Ello obligó a un esfuerzo especial y exitoso, aunque la católica Francia, que se había aliado con los turcos y también lo hizo con los protestantes, siguió siendo el rival más temible de España en Europa. La guerra de Flandes, también esencialmente religiosa, terminó en tablas: los protestantes se hicieron con la mitad norte, Holanda; y España y el catolicismo permanecieron en la mitad sur, Bélgica, librada también de los franceses.
Algunas teorías sostienen que el poder español se hundió por una fiscalidad que ahogaba la vida económica del país. A la larga posiblemente fue así, pero el mismo problema afectaba a sus enemigos, y además, de creer esas teorías, el hundimiento tendría que haber llegado mucho antes, porque consideran arruinada la economía hispana ya desde Carlos I, incluso desde la expulsión de los judíos. La larga serie de victorias militares y políticas de España durante siglo y medio, más tiempo, posiblemente, que los demás imperios europeos, certifica que la fiscalidad fue uno de los factores del declive, pero no el único. Más grave quizá fue el estancamiento universitario. Pero eso son temas debatibles.
Viniendo al siglo XX, cabe definir como “comercial” en sentido amplio la I Guerra Mundial, y “de religión” (de ideologías) la II, según sugiero en mi libro sobre Europa.


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Cipotudos y nacionalismos
Un lugar común en el seudoanálisis histórico hoy más frecuente en España es la condena de los nacionalismos como causantes de todos los males. Así oímos atribuirles las dos guerras mundiales, y los problemas de España: estaría mal tanto los “nacionalismos” disgregadores de España como el integrador nacionalismo español. Este sería, incluso, el peor de ellos, el de la “leyenda negra”. Últimamente defienden estas ideas, vamos a llamarlas así, los periodistas caracterizados como “cipotudos” por el crítico Íñigo F. Lomana (https://paqquita.blogspot.com/2017/10/en-la-era-de-la-prosa-cipotuda-de-inigo.html ). Básicamente el cipotudismo consiste en una pose de machos duros, aunque sensibles, con pretensiones culturales. Son poseurs, posadores que no posaderos.
El jefe de los cipotudos viene a ser Pérez Reverte, y también uno de los mayores difusores de la leyenda negra, posando al mismo tiempo de patriota sui generis. Según él, muy partidario de la Revolución francesa y de la guillotina, y justificador del genocidio religioso en la guerra civil, España se equivocó de bando en lal guerra de Independencia. Los cipotudos, como tantos otros, critican y lamentan que España siempre se ha equivocado; y realmente no tiene arreglo la cosa, porque nunca España les hará caso, como concluyen con pesimismo (“somos cainitas”, etc.). No entiende uno por qué no se nacionalizan ingleses o franceses, como hizo uno de sus modelos, Blanco White. Pero ahí siguen sin desaprovechar ninguna de las ventajas de ser español.
Veamos si logramos poner algún orden en estos galimatías, que no afectan solo a los cipotudos ni mucho menos. El nacionalismo es una creación de la revolución francesa y hasta si se quiere, de su guillotina, que tanto encandilan al líder cipotudo. Y no es tan malo: consiste en el desplazamiento de la soberanía, antes concentrada en el rey absoluto (“el soberano”), a la nación, es decir, al pueblo. Por tanto, el nacionalismo es una doctrina democrática, al margen de que en sus aplicaciones haya tenido derivas muy varias. Por tanto, los demócratas en general deberían estimarlo.
Decir que las guerras mundiales se debieron a los nacionalismos, es un disparate. La primera fue ante todo una guerra entre potencias liberales por el dominio de mercados y del comercio. Como Keynes expresó: “No hay mucho que aprender de ella: Inglaterra ha desplazado una vez más a un competidor comercial” (cito de memoria pero venía a ser eso). Y desde luego ocasionó una crisis mundial del liberalismo de la que salió la revolución rusa (no nacionalista, sino internacionalista) y movimientos comunistas en gran parte del mundo, respondidos con nacionalismos salvadores en Finlandia, Polonia, Hungría o España. Cierta concepción del liberalismo tiende a diluir las naciones, pero ese no fue el caso, desde luego, de Inglaterra, un país en extremo nacionalista.
En cambio la II Guerra mundial fue esencialmente una guerra entre ideologías (como también la civil española): demoliberalismo, comunismo y nazismo (más bien que fascismo sin más). Las tres tenían pretensiones universalistas (el nazismo más bien europeísta), aunque desde luego, muy imbricados en los intereses de cada nación: los de Inglaterra, luego Usa; los de la URSS; y los de Alemania. Lo he analizado en mi ensayo sobre Europa, y como vemos, la cuestión no es tan simple.
Ha habido mucha confusión entre nacionalismo y nación. La nación española, con mil avatares y cambios, existe desde Leovigildo, pero el nacionalismo es una creación de la Constitución de 1812, influida por la Revolución francesa. Esto ha llevado a algunos ultraliberales a afirmar que España no existe hasta 1812 (y seguiría sin existir, porque aquella Constitución nunca llegó a ser aplicada).
El equívoco subsiste en relación con los separatismos, bautizados arbitrariamente como nacionalismos, y sobre los que ha crecido el rechazo general e injustificado hacia el nacionalismo en general. Ninguna región de España ha sido jamás una nación, y todas ellas comparten la independencia y soberanía general de España. Por tanto no se trata de nacionalismo, sino de separatismo. Como ellos dicen, todas sus medidas políticas se dirigen precisamente a “construir nación”, a base de la denigración de España, de un racismo grotesco y de la secesión definitiva a la que aspiran. Si lograran esa secesión dotando a Vascongadas, por ejemplo de un estado propio y transformando de raíz su realidad histórico-cultural, sí podrían pasar a ser nacionalistas de una nación real. Pero llevan más de un siglo fracasando y probablemente eso no cambiará.
En cambio el nacionalismo español es una creación de 1812 sobre la base de una nación existente de muchos siglos atrás. Su Constitución fracasó, pero su espíritu continuó y se impuso frente a un carlismo enemigo del concepto mismo de nación, que entendía a España como un conglomerado de regiones prácticamente soberanas unido por la figura del rey y supuestamente acorde con la voluntad de Dios. En dos palabras: el nacionalismo combina el espíritu patriótico con la soberanía del pueblo. De ahí su intensa fuerza espiritual. Sin poses cipotudas.
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El libro Los mitos de la guerra civil derrumbó el discurso montado por izquierda y separatistas sobre dicha guerra, y les obligaron a imponer el silenciamiento y la censura hasta llegar a la ley norcoreana “de memoria histórica”. Los mitos del franquismo y Por qué el Frente Popular perdió la guerra, rematan la labor intelectual demoledora del nuevo Himalaya de falsedades en que se basa la política del nuevo frente popular, obligándole ya a la persecución abierta. Es labor de todos los demócratas conocer la cuestión y parar los pies a un gobierno delincuente y liberticida.



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Dresde y una necesaria revisión histórica
El aniversario del bombardeo de Dresde replantea la necesidad de una revisión de la II Guerra Mundial, que bien podría hacerse desde España, ya que nuestro país permaneció al margen y no tiene la fuerte presión emocional de los contendientes.
En realidad se trató de tres guerras de rasgos muy diferentes entre sí: la del Pacífico, la de Rusia y la de Europa centro-occidental. El caso de Dresde ilustra sobre la gran diferencia con la de Rusia. En esta, los crímenes de guerra fueron cometidos por igual, aunque la justificación moral estaba del lado de los soviéticos, que se defendían contra una invasión invadido (cierto que habían querido invadir a su vez a Europa occidental y provocado intentos revolucionarios en Alemania y otros países, pero la realidad en los años 40 fue la que fue). En el oeste, en cambio, la carga de los crímenes de guerra, fundamentalmente bombardeos masivos sobre la población civil, recayó en bastante mayor medida sobre los anglosajones, y Dresde viene a ser su ápice, por la crueldad extrema de su planificación. Cabe sospechar que en realidad querían hacer una demostración de fuerza para incitar a los soviéticos a la prudencia en su impetuoso avance hacia el oeste. Sea como fuere, resultó uno de los crímenes de guerra más brutales de la contienda.
Leo este asombroso titular en el ABC de Benito Rubido: “La barbarie española en que se basaron los aliados para matar a miles de alemanes”. Es curioso cómo ayuda la prensa monárquica, siempre tan anglómana, a la persistente leyenda negra. La “barbarie española” fue, por lo visto, el bombardeo de Guernica, que causó poco más de cien víctimas mortales y no fue diseñado en absoluto, como ha pretendido la propaganda posterior, para masacrar a la población (unos 5.000 habitantes). No solo hubo en la guerra civil otros bombardeos con más víctimas, sino que los ingleses ya habían practicado el método en Irak y tenían teóricos defensores de él, entre ellos Liddell Hart. Se suponía que esos bombardeos desmoralizarían la retaguardia enemiga y abrirían el frente, disminuyendo el número total de víctimas, cosa que nunca ocurrió.
También se insiste mucho en la responsabilidad del mariscal Arthur Harris, como si hubiera actuado por su cuenta. Creo que ante las acusaciones, alguna vez dijo: “a ver si creen ustedes que yo daba las órdenes”, o algo así.
En fin, lo dicho: una revisión será conveniente. Contra las pretensiones de los dogmáticos, la revisión es imprescindible en toda labor científica, ya lo señalaba Descartes en su método.