–Yo, aunque sé que doña Ermesinda pasaba por ser muy atea, sé muy bien que hace años no era así, me lo ha dicho muchas veces mi mujer, ¿no es cierto María Antonia?… Sí, claro, no invento, como veis. Yo también hablé con ella varias veces, muchos de vosotros no me conoceréis, me llamo Julio, era muy amigo de D. Leopoldo, el difunto marido de la señora… Pero les dio a los dos por aficionarse a leer “El País” y mira que yo se lo advertía, no me hicieron caso y, claro, se volvieron muy agnósticos, como le dicen. Pero yo estoy seguro de que quien tuvo retuvo, y que aunque encargó un funeral no religioso, un funeral laico, ella agradecerá que oremos por su alma, así que, si no importa a la concurrencia, rezaré un rosario, y espero que todos me acompañéis.
El féretro con la difunta presidía, es un modo de hablar, la reunión, sobre una mesa de aspecto algo endeble. Ante la propuesta del rosario, los presentes respondieron con murmullos de protesta y desaprobación.
–¡No vamos a estar aquí una hora con un rosario, hay que desalojar pronto la sala! –anunció con energía el empleado de la funeraria– Hay más muertos esperando.
–Bueno, pues por lo menos un padrenuestro.
Tampoco esta propuesta suscitó el menor entusiasmo entre el público, visible y mayoritariamente adepto a las creencias progresistas de la ocupante del ataúd. No obstante lo cual, D. Julio, impertérrito, se dispuso a comenzar su oración.
Los asistentes se sentaban en dos hileras de sillas. En la de D. Julio parecía haber poca oposición a su iniciativa, pero en la otra el disgusto se manifestaba en un tono que iba superando el tono respetuoso y de bajo volumen propio de tales ocasiones. Una chica joven, algo gruesa, se levantó a su vez.
–Yo creo que es una inconveniencia y una falta de respeto a doña Ermesinda. Ella no quería saber nada de supersticiones y zarandajas de curas. Y ya que usted se llama Julio, yo me llamo María Asunción, aunque todos me conocen por Choni. Ya pasó el tiempo del patriarcado en que los señores eran los que decidían todo, y… bueno, hemos traído aquí un cedé, música de violines, que es bien bonita y acompañará mejor que esos rezos oscurantistas…
La hija de la difunta, mujer de mediana edad y bastante bien parecida, explicó su condición y aclaró que se llamaba Jennifer (Yeni o Lleni), innecesariamente pues todos los asistentes la conocían. Alzó la voz al señalar que era amiga de Choni, a quien aprobó vigorosamente, miró aviesamente al tal Julio y con el disco de los violines en la mano fue al aparato reproductor que se hallaba al lado del ataúd. Sonó una música suave y amansadora, y de pronto los violines dieron paso a unos sonidos estridentes y muy molestos, tras los cuales se hizo el silencio. Jennifer (Yeni o Lleni), algo nerviosa, manipuló el aparato, apretó el enchufe y tocó algunas teclas, pero nada. Aún más nerviosa, llamó la atención al empleado, el cual dio algunos golpecitos al chisme y la música volvió a inundar suavemente la sala. Pero la alegría duró poco. De nuevo volvieron los chirridos, esta vez mucho más fuertes, taladraban los oídos. “¡Quiten ese ruido infernal!” rugió alguien. Yeni o Lleni, sin disimular su cabreo, se precipitó al trasto, lo desenchufó y le dio una patada que lo trasladó bajo la mesa del ataúd.
–¡Es la jodía técnica coreana! ¡Y luego dicen que tal y cual!”–gruñó explicativamente dirigiéndose al público.
Choni comentó en voz audible para sus próximos: “Claro, qué iba a pasar, con el tío ese de los rosarios y los padrenuestros. Y menos mal si no se nos hunde el techo encima”. Sonaron unas risas que querían ser apagadas, pero no lo fueron, tal vez debido a la excelente acústica del local. Hubo miradas de reproche, confundidas con nuevas risas que se contagiaron a buena parte del público hasta estallar en carcajadas.
D. Julio creyó llegado el momento de imponerse.
–¡Señoritas y señores! ¡Estamos en un funeral, no en una sesión de circo! Es una vergüenza…
–¡Venga ya, tío carca! ¡A tu funeral tendríamos que asistir! –dijo el joven que se sentaba al lado de Choni, un tipo con rastas que debía de ser su novio o algo así, porque le pasaba protectoramente la mano sobre el hombro sin que ella se opusiera.
– Así que empezaré el rosario, digo el padrenuestro, les guste o no, por el descanso de su alma. ¡Hay que tener respeto!
Ante el anuncio, Choni volvió a ponerse en pie como por un resorte, con un papel en la mano.
Julio comenzó: “Padre nuestro…” Pero Choni le interrumpió con voz potente, leyendo el papel: “Cuando emprendas tu viaje a Ítaca, pide que el camino sea largo, lleno de aventuras…”. Julio alzó la voz más todavía: “…santificado sea tu nombre…”. La chica continuó con brío redoblado: “…hazte con hermosas mercancías, nácar y coral, ámbar y ébano, y toda suerte de perfumes sensuales…” “…El pan nuestro de cada día dánosle hoy…”
D. Julio tenía la voz grave, y aunque hacía un esfuerzo por gritar, la voz aguda y algo chillona de Choni sonaba más alta, y el resultado era un barullo. A Julio trataban de seguirle una minoría, mientras que su contrincante leía sin acompañamiento, porque nadie conocía de memoria el poema de Kavafis que acostumbra leerse en los funerales laicos. La gente se iba encabritando, empezaron la cruzarse insultos y el barullo se convertía en alboroto. El empleado gritaba a su vez, para poner orden, pero solo contribuía al guirigay. “… Y perdónanos nuestras deudas, así como nosotros…” “Ten siempre a Ítaca en tu mente, mas no apresures nunca el viaje…”.
“¡Cabrones, habéis venido a sabotear un funeral laico y progresista! ¡Marcharos a vuestras putas iglesias!” –rugía el presunto novio de Choni, y otros a su alrededor lanzaban improperios semejantes, respondidos con brío por algunos de la minoría: “¡Masones, ateos, os condenaréis, os van a dar por saco cuando muráis!”. “¡Os manda Rajoy a joder un acto contra el patriarcado!” “Pero qué acto ni qué leches, es un funeral, ¿no os da vergüenza?” “Doña Ermesinda era una mujer feminista y atea, no una princesita beatona” “¡Respetad el alma de doña Ermesinda!”
Y llegó lo inevitable: empujones, golpes y chillidos de las mujeres. El novio de Choni se abalanzó sobre D. Julio, quien le rechazó con ambas manos; el rastas resbaló y fue a caer con la espalda contra una pata de la mesa del féretro, el cual osciló y cayó al suelo. De pronto se hizo el silencio y la calma. Por milagro, la caja no cayó encima del novio, pero se abrió y la cabeza de doña Ermesinda asomó por un lado. Todos la miraron fascinados. Parecía contemplar la escena con severidad tras sus ojos cerrados.
–¿Ven ustedes como son unos salvajes? – refunfuñó el empleado— Menos mal que no se ha roto la caja, si no tendrían ustedes que pagar otra. Y ahora, váyanse de una vez, que hay más trabajo, a ver si podemos incinerarla en calma.
Salieron todos cariacontecidos. Choni sollozaba y su presunto novio la consolaba mientras liaba un porro: “¡Si son unos malditos fachas, cuándo desaparecerán de la faz de la tierra! Los mayores de cincuenta años vienen todos del franquismo, están estragados. ¡Habría que matarlos a todos!”. Yeni o Lleni, la hija, los acompañaba con expresión muy contrariada, tratando de contener las lágrimas. Reponiéndose, comentó “A mí, los funerales es que me dan dentera, ya el de mi padre fue un horror. Y total, para qué” “Eso, total para qué –apostilló el novio—Nadie va a resucitar por eso. Habría que suprimir los funerales, aunque lo hagas laico, eso viene de los curas, qué cosa tan siniestra, te quitan alegría”
La hija cambió de tono: ”Bueno, ahora a lo práctico a ver el testamento. Con tal de que no nos haya gastado alguna broma pesada… Con mamá nunca sabías a qué atenerte”. “Tu madre era una veleta, ya sé que está mal decirlo, ahora que está muerta, pero lo mismo en el último instante…”, opinó Choni. “No, no, en eso era firme, no veas cómo hablaba de los curas…Aunque quién sabe…”. D. Julio, que iba detrás, trató de bromear: “Mira que si deja todo el dinero a un seminario o a un convento de monjas…”. Le lanzaron una mirada asesina y se alejaron de él. Julio trató de responder confusamente a su mujer y un amigo que le reprochaban haber sido imprudente: “¿Es que en este país ya no se puede rezar en un funeral? ¡Faltaría más!” “Sí, pero ya sabes cómo son estos, son unos fanáticos, más vale no provocarlos…”.
El empleado los miraba desde la puerta: “Con tal que no se líen ahora a hostias… Ahí afuera, por mí que hagan lo que les salga de…”. Pero no hubo tal, y todos se fueron a sus coches, como si ya nadie recordase lo pasado.