Próximo sábado en “Una hora con la Historia”, hablaremos de la política de Stalin en la guerra de España
*********************
He dedicado uno de los capítulos de La transición de cristal al destino de sus principales protagonistas, Fraga, Torcuato, Suárez, González, Carrillo y el rey. Hablaré aquí de los cinco primeros, cuya llamativa carrera político-personal podría dar lugar a meditaciones sobre el poder, aunque sea difícil extraer de ahí conclusiones claras.
Resumiendo mucho, cabe decir que ninguno de los cinco ha tenido un final feliz.
Fraga Iribarne aparecía al comienzo como el principal impulsor de la evolución del franquismo a la democracia. Era de los poquísimos que se habían molestado en estudiar las dificultades del proceso y en trazarle una orientación viable. Además, en sus meses de ministro con Arias logró doblegar las presiones desestabilizadoras de la oposición rupturista. Su fracaso no vino de esa oposición, sino de más arriba, de Juan Carlos y de Torcuato Fernández-Miranda, quienes preferían una transición del rey y no de Fraga. Posteriormente, Fraga sacó conclusiones dudosas de su primer semifracaso electoral y optó por una línea cada vez más oportunista y similar a la de Suárez, para finalmente perder relevancia y quedar en mero político regional. Su centrismo en Galicia ha facilitado allí una dinámica, antes inexistente, de auge de los separatismos y de la izquierda, y de polarización social.
Peor le fue a Torcuato Fernández-Miranda. Este fue quien realmente diseñó la reforma del rey, utilizando como instrumento a Suárez (ni este ni Juan Carlos tenían conocimientos ni capacidad intelectual para planear un proceso de tal trascendencia). Torcuato, al revés que Fraga, prefirió quedar en segundo plano, intrigó contra Arias y contra Fraga, confundió a Areilza, sacó adelante a Suárez como jefe del gobierno, trazó un proyecto relativamente sencillo que llevaba a una Constitución e hizo la labor clave como presidente de las Cortes. Partía del concepto realista de que solo una oposición consciente de su debilidad aceptaría la democracia planteada. Su mayor triunfo, cuyos laureles cosechó Suárez, fue el referéndum de diciembre de 1976, que puso de relieve la debilidad tanto del búnker como de los rupturistas. Pero a partir de ahí todo se le fue de las manos. Suárez, que tanto le debía, prescindió de él, y pronto llegó la ruptura. Disconforme con la nueva política y la Constitución, murió relegado y lleno de pesadumbre, según algunos testimonios. Suárez ni siquiera se presentó a su funeral.
Suárez apareció ante la opinión como el verdadero autor de la reforma y, quizá por hacer olvidar su pasado, favoreció la demagogia antifranquista de la izquierda y las aspiraciones de los nacionalistas-separatistas. Ayuno de cultura histórica y de criterio político a medio plazo, su oportunismo le llevó a crear una situación muy grave en España, en medio de una crisis económica profunda y de un terrorismo salvaje. Se indispuso con todos los sectores sociales, de derecha y de izquierda, y con Usa, creó las condiciones para el golpe del 23-F y, “completamente desprestigiado”, en sus propias palabras, dimitió. Su errática orientación llevó a una crisis terminal a la UCD, a la cual remató para construir un nuevo partido, el CDS, de concepción un tanto cesarista, con incondicionales a su persona. Este partido fracasaría a su vez, y solo la experiencia del PSOE en el poder y una reacción popular sentimental por sus desgracias personales y familiares volvió a revalorizarle ante la opinión.
Felipe González recordaba a Suárez, por político ligero, poco culto, aunque simpático y buen regateador en corto. Saltó a la palestra con un discurso radical que nadie tomó en serio y con ayudas masivas, nacionales e internacionales, pues su partido era insignificante a la muerte de Franco. Marginó un tanto el marxismo y, en el poder, moderó su demagogia. Pero no sustituyó el marxismo por un pensamiento democrático, sino por una amalgama de demagogias inconsistentes. Aunque logró remontar en parte la crisis económica (siempre con un paro desmesurado), su gobierno vino signado por una corrupción galopante, la mezcla de negociaciones y terrorismo de gobierno en relación con la ETA, la expansión sin precedentes del estado y el desarrollo de los aspectos más peligrosos larvados en la Constitución. Tras un largo período de gobierno, al final rompió con su alter ego, Alfonso Guerra, perdió las elecciones y eludió por poco la cárcel, que sufrieron algunos de sus colaboradores próximos. Luego se dedicó a sus negocios privados en un entorno de poderosos capitalistas internacionales.
El destino de Carrillo no es menos revelador. La trayectoria del PCE como única oposición real y continuada al franquismo sirvió, irónicamente, para provocar un vuelco general en apoyo del PSOE, visto como valladar para los comunistas. Ante el peligro de no ser legalizado, Carrillo extremó su moderación y acatamiento a la reforma: sí a la bandera nacional, a la monarquía, a la economía de mercado, etc.; y exhibió un distanciamiento de la URSS. Fue legalizado a tiempo, pero cosechó menos votos de los esperados, y sus intentos de falsear su biografía –desde la transición se han prodigado, a derecha e izquierda, tales falsificaciones– naufragaron ante el famoso libro de Jorge Semprún. Ahí comenzó su crisis política, que no hizo sino profundizarse hasta terminar en su expulsión del partido al que había dedicado toda su vida. Quedó luego como una figura inocua, a la que daban proyección derechas e izquierdas, fue olvidando su moderación y en 2005 recibió un turbio homenaje mezclado con la retirada, con nocturnidad y alevosía, de una estatua de Franco. “No era la sentencia de muerte del Caudillo que el viejo comunista habría querido firmar, pero no dejaba de ser un premio de consolación”.
(En LD, 12-I-2011)
P. Usted sostiene que el islam es peligroso por sí mismo, puesto que la yijad es parte esencial de él. Pero los yijadistas son pocos y a menudo matan a más musulmanes que a cristianos
R. Los yijadistas son pocos, claro, pero muy pocos musulmanes se oponen a ellos, por esa razón, porque la yijad es parte esencial de su religión, de su cultura. Que los musulmanes se maten entre sí no significa nada al respecto. Es, salvando las distancias, como cuando la gente tiene que sufrir la violencia de las mafias y se le dice que no debe preocuparse, que en las luchas entre mafiosos mueren más de ellos. Creo que ese argumento es una forma de colaborar en cierto modo con la yijad, desarmando cualquier resistencia ante la realidad del problema. Churchill ya percibió el peligro en fechas tan lejanas como finales del siglo XIX, advirtiendo que si no fuera porque los occidentales disponen de la ciencia, podrían sufrir la suerte de la Roma antigua, a manos de los musulmanes. Entonces el mundo islámico aparecía enormemente retrasado e impotente frente a los europeos, pero hoy el retraso es mucho menor, la aversión a la cultura occidental es mayor, y la inmigración descontrolada, facilitada con pretextos economicistas y seudoliberales, plantea un peligro real.
P. La conclusión que parece deducirse es que los musulmanes deberían ser expulsados de España y de la UE..
R. Creo que debe frenarse la inmigración musulmana y expulsar a aquellos grupos o sectores más proclives a la violencia. Eso me parece clarísimo. Esto no resolverá el problema, pero lo reducirá, aunque existe el problema relacionado de las relaciones entre países… He convivido con musulmanes, y tomados uno a uno son personas perfectamente tratables, quiero decir que aunque tengan una cultura muy diferente, el buen trato mutuo es perfectamente posible, sin que la religión suponga un obstáculo. Pero una gran masa de musulmanes ya es otra cosa. Cuando me dicen que toda persona debe tener derecho a viajar y residir donde prefiera, digo: no se puede plantear así el asunto. Una persona puede tener ese derecho, pero un millón de personas, no. Y he leído que en España hay ya dos millones de musulmanes, no sé si será real la cifra, además debe de haber muchos ilegales. Y aparte de lo que supone ese número, en su mentalidad España debe dejar de existir y retornar a Al Ándalus.
P. Las medidas que ud propone tienen un fuerte sonido antidemocrático. Incluso podrían acusarle de nazi.
R. Las comunidades musulmanas peligrosas deben ser sometidas a estrecha vigilancia. Ya lo están siendo, y el resultado nos afecta a todos porque, ya desde antes del problema islámico, España, como toda la UE, se iba convirtiendo en una sociedad vigilada, y los ataques musulmanes lo agravan mucho, hasta con el ejército en la calle y similares. En un artículo expliqué cómo la yijad estaba cambiando a la UE y precisamente en un sentido antidemocrático. Pero antes de seguir con el tema, déjeme señalarle una imprecisión en la primera pregunta: habla usted como si los yijadistas atacaran a los cristianos, y aunque ellos lo digan, no es así. La UE tiene poco de cristiana actualmente. Algo sí, pero cada vez menos. Los políticos de la UE son realmente anticristianos. Fíjense en que sus reacciones frente a los atentados consisten en denunciar lo que llaman islamofobia, e incluso quieren hacer de ello un delito, un “delito de odio”, algo sin precedentes, perfectamente totalitario. Y entre tanto, los ataques al cristianismo, las provocaciones, las agresiones de todo género cunden por la UE, a manos a veces de islámicos pero más a menudo de radicales de izquierda… muy partidarios, a su vez, de una inmigración descontrolada de musulmanes. Para el islam, Europa sigue siendo cristiana y “cruzada”, pero sabemos bien que ya no es así, o solo en parte menor. Las señas de identidad europeas son hoy la ideología LGTBI, muy cargada de odio y que se está imponiendo de manera despótica, incluso totalitaria; es el abortismo, el multiculturalismo… Si hay algo de nazismo aquí son todas esas cosas. Y todo ello va no solo contra el cristianismo, sino contra toda la tradición europea. Aparte de que la raíz de la cultura europea es cristiana, claro.
P. Habla usted como si los cristianos no tuvieran a su vez grandes culpas de guerras, crímenes, etc.
R. Sobre eso, dos cosas: el cristianismo no incluye la yijad, la guerra santa; solo en ocasiones como las cruzadas o la Reconquista, como movimientos defensivos o para recobrar territorios perdidos a causa de la yijad. Y no se debe falsificar la historia. En general el cristianismo ha tratado de apaciguar a unos y a otros, y ha sido más perseguido que perseguidor, y lo está siendo actualmente de modo brutal en Oriente Próximo, sin que los políticos de la UE muevan un dedo. Pero además, la acusación es de chiste, de chiste macabro, por otra razón: quienes acusan así, indiscriminadamente, al cristianismo, son precisamente los que más genocidios y atrocidades han cometido en el mundo desde la Revolución francesa. Esas guerra y crímenes, en su gran mayoría, han sido y siguen siendo llevadas a cabo por gobernantes y funcionarios ateos o agnósticos y en general anticristianos. Aunque ya está uno curado de espantos, no deja de asombrar el descaro con que los culpables se erigen en fiscales. Fíjese que precisamente esa acusación al cristianismo ha cobrado fuerza especial desde los atentados. Es decir, estos han dado lugar a una reacción perversa: por una parte, condena y persecución de la “islamofobia”, por otra ataques redoblados al cristianismo, con acusaciones de ese tipo. Debemos darnos cuenta de lo que ocurre ante nuestros ojos, y no dejarnos llevar por los ilusionismos de los políticos e ideólogos al uso.
P. Me parece haber entendido que las reacciones a la yijad están atacando la democracia
R. Bueno, es evidente. Todo lo que se está haciendo, desde la Merkel a Rajoy o Macron son ataques o medidas perjudiciales a la democracia. Pero, claro, ¿qué es la democracia? Se va convirtiendo en una palabra sin contenido real, que los partidos utilizan a su gusto para justificar las actuaciones más opuestas. Por eso exige una redefinición. Pero antes de seguir, déjeme mencionar otros dos puntos del problema. Los yijadistas suelen justificarse con los muchos miles de víctimas que han provocado la intervenciones militares de países de la UE, de la OTAN, en países musulmanes, desde Afganistán a Siria. Eso en parte es un pretexto, una justificación falsa, porque el atentado de las torres gemelas fue anterior a esas intervenciones. Pero no es menos cierto que esas intervenciones han echado muchísima leña al fuego. En nombre de la democracia, precisamente. La UE ha ayudado muchísimo a convertir Siria, como antes Libia, en un infierno de caos y guerra civil, y de pronto una demagoga como Merkel decide invitar a Alemania a todos los inmigrantes y refugiados que quieran ir. Se producen riadas, se multiplican los incidentes, y la señora Merkel, sintiéndose la dueña de Europa, exige que los demás países compartan la carga que ella nos ha echado encima. Y si Polonia o Hungría se niegan, los amenaza seriamente, ella y su mayordomo Macron…
El reino hispanogodo fue uno de los que resultaron de la caída de Roma, por lo que resulta ilustrativo compararlo a grandes rasgos con otros contemporáneos. Paralelo al de España fue el francés de los merovingios, que duró desde 496, año de la conversión de Clodoveo al catolicismo, hasta 752, en que fue sustituido por los carolingios. Clodoveo extendió su poder por casi toda la Francia actual y parte de Alemania, puso su capital en París, expulsó a los visigodos de las Galias a España, y su conversión, primera entre los reyes germánicos, hizo de Francia “la hija primogénita de la Iglesia”, también dicha predilecta. Podría ser el equivalente a Leovigildo, pero no lo fue. Al morir, en 511, repartió el reino entre cuatro hijos, con guerras entre ellos cuajadas de asesinatos (las reyertas ocasionadas por las rivalidades entre Fredegunda, amante y luego esposa de uno de los reyes, y Brunegilda, visigoda y esposa de otro, supera a cualquier novela gótica). Los reyes merovingios no mejoraron al hacerse católicos, incluso empeoraron, y el cronista Gregorio de Tours en su Historia de los francos, describe un tiempo de crimen, impiedad, corrupción y luchas feroces, apenas atenuadas por el clero.
Hasta 613, con Clotario II, no se recobró cierta unidad, que volvió a descomponerse al fallecer su hijo Dagoberto, en 639. Las escasas fuentes sobre el siglo VII muestran dispersión del poder entre duques y mayordomos de palacio, con reyes insignificantes (rois fainéants, holgazanes o inútiles) El mayordomo Pipino el Joven derrotó en 687 a sus rivales, y aunque no asumió la realeza, actuó como tal. Murió en 714, habiendo visto la ruina del reino de Toledo. Su muerte desató una guerra civil entre los partidarios de su nieto y los de su hijo bastardo Carlos Martel (Martillo). Finalmente, Pipino el Breve, hijo de Martel, se coronaría rey deponiendo oficialmente a los merovingio en 751, con apoyo de la Iglesia. Para entonces el reino franco había recobrado fuerza bastante para derrotar a los lombardos en Italia y dar al Papado amplios territorios,
La historia de Italia en este período fue aún más accidentada. Tras deponer al último emperador romano, en 476, el hérulo Odoacro se declaró rey de Italia. Doce años después los ostrogodos, al mando de Teodorico, invadieron el país y acosaron a los hérulos hasta Rávena, donde, en 492, tras llegar a un acuerdo de reparto de poder, el propio líder ostrogodo asesinó a Odoacro en un banquete, tras hace un brindis (se dice que Odoacro gritó: “¿Dónde está Dios?”). Teodorico, llamado el Grande, trató de romanizar a los ostrogodos –aunque estos mantuvieron sus leyes–, aprovechó las estructuras imperiales y fundó su propio imperio, con sede en Rávena, que se extendía al otro lado del Adriático y de hecho sobre la España visigoda, e influía en los demás reinos germánicos. Y siendo arriano se mostró muy dispuesto a colaborar con Roma, aunque al final de su reinado inició persecuciones en represalia por las del Justiniano en Constantinopla contra los arrianos. Pudo ser el Leovigildo de Italia, pero a su muerte, en 526, el poder ostrogodo decayó entre luchas internas, y solo nueve años después los bizantinos iniciaron la conquista de Italia en una larga “Guerra Gótica” que devastó al país: en 553, el reino ostrogodo había caído: solo había durado sesenta años.
A su vez, el poder bizantino (exarcado) sobre el conjunto de la península solo duró quince años, pues una nueva invasión germánica, la de los lombardos, ocupó pronto el norte de Italia y fue extendiéndose por el sur a lo largo del siglo VII. Los bizantinos retuvieron varias regiones hasta 751, cuando el último exarca fue asesinado por los lombardos. Estos no establecieron un poder único ni siquiera donde dominaban, pues su poder era difuso entre duques y señores territoriales, sin ningún designio general. Finalmente los francos de Pipino, a petición del papa, rechazaron a los lombardos
En cuanto a Inglaterra, apenas hay fuentes de los siglos V y VI. Se sabe que las legiones romanas abandonaron la isla, lo que aprovecharon los pictos de Escocia para atacar al sur, cuyos celtas llamaron en su auxilio a los sajones, que se quedaron. Anglos sajones y jutos fueron penetrando e imponiéndose a los celtas en prolongadas luchas, que debieron de dar lugar a la leyenda del Rey Arturo, de tan fuerte proyección literaria, muy posterior. A comienzos del siglo VII comenzó la cristianización de la isla. Los invasores, en un grado de barbarie más acentuado que los godos y los francos, carecían de cualquier designio unitario. Así, crearon siete reinos en continua pugna entre ellos, con hegemonía poco duradera de uno u otro. La sucesión de reyes por medio del asesinato fue aquí, como en todos los reinos germánicos, bastante habitual.
Todas las sociedades presentan tensiones disgregadoras e integradoras, y en las germánicas de entonces, las disgregadoras solían ser mucho más fuertes que las contrarias, como vemos. El caso de España fue más bien la excepción, con un tenaz empeño por asegurar la unidad política, sin que las frecuentes reyertas oligárquicas llegaran a impedirla o invertirla. En la formación de España actuaban tres fuerzas principales: el episcopado, la monarquía y la nobleza, en inestable equilibrio. Tanto el episcopado como los reyes –a partir de Leovigildo– pugnaron por consolidar una nación hispana abandonando los moldes germánicos y adaptándose a un modelo cultural y jurídico esencialmente latino, aun si teñido de germanismo. No haría igual la oligarquía nobiliaria, principal factor de disgregación.
En la unificación de España, el elemento decisivo fue la política de Leovigildo, coronada por su hijo Recaredo. La unidad política exigía, antes o después, la religiosa, pero la religiosa no exigía la política, y así hubo un momento en que el país pudo quedar dividido en cuatro reinos, uno arriano y los demás católicos: el suevo, el bizantino y la Bética de Hermenegildo
Como la revisión es uno de los principios básicos de la historiografía, de vez en cuando encontramos lagunas curiosas, como la importancia transcendental de la batalle de Lisboa en 1589, a la que nunca se dio su importancia, como si hubiera sido poco más que una escaramuza. O consideremos la importancia de Leovigildo en la formación de España, que muy rara vez ha sido valorada adecuadamente:
La situación iba a cambiar de manera radical en un momento de grave crisis del reino, con la ascensión de Leovigildo al trono, en 568. Los reyes anteriores habían sido política y militarmente mediocres, sin más horizonte que conservar el poder y un ten-con-ten con el episcopado y la aristocracia hispanorromana, dentro de una hostilidad mutua. Pero desde su ascensión al trono, Leovigildo emprendió una serie de exitosas campañas en las que demostró una destreza militar fuera de lo común. Empezó en 570 expulsando a los bizantinos de la costa atlántica del sur; dos años después los alejaba del valle del Betis, reduciéndolos a una estrecha cinta costera del estrecho de Gibraltar a Alicante, más Baleares. A continuación sometió bolsas rebeldes entre las actuales Cáceres y Zamora, y derrotó a otras de Asturias y Cantabria, a quienes arrebató en 574 la estratégica fortaleza de Amaya, su capital. Dos años después repelía ofensivas de los suevos año y luego venció una rebelión en torno a las fuentes del Betis (Oróspeda), y algo más tarde, en la misma zona, una sublevación campesina. A principios de los 80 rechazó unas incursiones de vascones, reduciéndolos a las montañas y fundando las ciudades de Vitoria y Olite. Antes había fundado asimismo la ciudad de Recaredópolis o Recópolis, en honor de su hijo Recaredo, y de la que quedan ruinas, en Guadalajara Debe señalarse que el único reino germánico capaz por entonces de fundar ciudades era el godo de España, lo que implica una potencia técnica y económica considerable.
Su brillante carrera militar prosiguió en los años 80 con una lucha en dos frentes, contra ofensivas de los suevos y de los francos, En 583 venció a su hijo Hermenegildo, que, pasado al catolicismo, se había rebelado contra él en la Bética, ayudado por los bizantinos, poniendo el peligro su labor unificadora. Aprovechando la lucha entre padre e hijo, los suevos intentaron ofensivas, así como los francos, por lo que le fue preciso luchar en varios frentes, ayudado por Recaredo, derrotando siempre a sus enemigos. Su mayor victoria, que casi completó la unificación política de la península, fue la conquista definitiva del reino suevo del noroeste, en 585.
Leovigildo reinó quince años extraordinariamente activos, y murió de muerte natural, caso infrecuente en sus antecesores. Sus campañas muestran un designio tenaz y enérgico por crear la unidad de toda Hispania, conseguida salvo por una franja que persistía en poder bizantino. Sin embargo toda esa agitación habría quedado como una simple sucesión de éxitos guerreros si no hubieran sido subrayados de otros designios de más vasto alcance, en particular tres: pasar del estado bárbaro a un estado moderno (según la época); unificar las leyes para todos los habitantes, godos y no godos; y acercar el arrianismo al catolicismo para superar la división religiosa.
Para formar un estado nuevo, se inspiró en el modelo bizantino: usó por primera vez corona y manto, contra la tradición germánica, emitió moneda con su efigie (antes se usaba la ficción de los emperadores de Constantinopla), saneó las finanzas, rompió definitivamente con los ostrogodos y dio a Toledo, de forma también definitiva, la calidad de capital, realzándola con edificios relativamente suntuosos como un palacio y una basílica arriana. Asimismo trató de romper con la tradicional elección de los reyes por la oligarquía nobiliaria, causa de una permanente inestabilidad, y de imponer en cambio la sucesión hereditaria, cosa que logró en su hijo Recaredo. Con todo ello reforzaba la autoridad monárquica sobre los siempre revoltosos nobles, y de paso hizo ejecutar a los más rebeldes y expropiando sus bienes para el tesoro real.
Los nobles, en frecuentes querellas entre sí, constituían el asiento del poder político: disponían de séquitos armados y clientelas políticas, poder territorial, derechos y privilegios tradicionales. Su número es desconocido, pero se dice que otro rey posterior, Chindasvinto, hizo ejecutar o desterrar a 700 de ellos, lo que indica un número considerable. La oligarquía se dividía entre []maiores e inferiores (o mediocres, o humiliores). Los primeros incluían a los fideles o gardingos –el grupo más próximo al rey, muy variable al cambiar los reyes y que, junto con los prelados más próximos al monarca formaban un órgano consultivo, el Aula Regia o Senatus—, y a los seniores o viri illustres, que copaban altos cargos: seis duques o duces, uno por cada provincia: Bética, Lusitania, Gallaecia, Cartaginense, Tarraconense y Narbonense (la estructura administrativa romana se mantuvo); y condes o cómites, a cargo de circunscripciones menores, hasta unas ochenta. Junto a esta aristocracia, que en algunas épocas debió de quedar diezmada por las represiones, existía otra hispanorromana, sin poder político directo, compuesta de terratenientes y potentados urbanos que retuvieron cierta autonomía y probablemente fueron mezclándose poco a poco con la nobleza germánica.
La creación de un estado avanzado en relación con el anterior fue acompañada de un cambio jurídico importante, el Codex Revisus (revisaba el de Eurico). No se conservan ejemplares de este código, por eso algunos lo han dado por inexistente, pero hay referencias a él en San Isidoro y en el posterior Liber iudiciorum. Se le atribuye unidad territorial con aplicación igual para godos e hispanorromanos, así como la abolición de la prohibición de matrimonios mixtos, concomitante con lo anterior. Esta derogación tenía algo de revolucionaria, pues implicaba la disolución progresiva de la población goda en la hispanorromana, incluso, a más largo plazo, la de la nobleza, aunque esta resistiese con más tenacidad, por el orgullo de su herencia de sangre.
En lo religioso, Leovigildo aspiraba a un país arriano, pero su ejemplo no cundía en el pueblo (el ejemplo y decisión del monarca siempre influía mucho sobre la población, hasta ser decisivo en muchos casos. Eso proponían precisamente los protestantes, y de ahí las conjuras hugonotes en Francia para apoderarse de la familia real) , que oponía una resistencia pasiva frente a sugerencias, amenazas y algunas persecuciones no sangrientas; y en cambio existía la tendencia contraria, hacia el catolicismo en medios godos, como indica el caso de Hermenegildo y sus seguidores. Solo en esto fracasó Leovigildo, a pesar de que trató de acercar ambas creencias e hizo reconocer la divinidad del Hijo, pero no la del Espíritu santo. Pese a este fracaso, prácticamente el único en su carrera, el reino godo se había convertido en hispano o hispanogodo. Y su hijo Recaredo culminó la labor de su padre: en 587 se hizo bautizar católico y presionó a los obispos arrianos para que siguiesen su ejemplo. Lo consiguió, no sin resistencias y conspiraciones, por lo que excluyó a los arrianos de los cargos públicos e hizo destruir sus textos.
Y en mayo de 589 comenzó el decisivo III Concilio de Toledo, con 72 prelados de Hispania y protagonismo especial de Leandro, obispo de Sevilla y organizador de la asamblea. A demanda de un prelado, los nobles allí presentes abjuraron públicamente de su herejía como también los obispos arrianos de Barcelona, Valencia, Palencia, Lugo, Viseu, Tuy, Tortosa, Oporto y quizá Pamplona. Tras algunas conjuras y alguna revuelta menor, el arrianismo quedó definitivamente vencido.
El III Concilio de Toledo tiene máxima transcendencia en la historia de España: prácticamente convertía a esta en una nación como comunidad cultural con un estado propio. El catolicismo se hizo oficial con “alianza del trono y el altar”, como era habitual en los estados civilizados de entonces. El rey nombraría los obispos e influiría a la Iglesia, a cuyos rangos superiores accederían nobles germánicos. Una última conspiración de oligarcas que pretendían matar al rey, fue, como las anteriores, descubierta a tiempo, y la nueva situación se hizo irreversible. La conversión de los visigodos causó sensación en todo Occidente, por tratarse del reino probablemente más fuerte y mejor organizado; y el más culto después de Italia. Aunque las riendas políticas seguían principalmente en manos de la nobleza tervingia, el estado nacía con moldes culturales, políticos y religiosos hispanorromanos. El siguiente concilio se celebró 44 años más tarde, pero después se hicieron más frecuentes, casi uno cada cuatro años de promedio.
Los concilios eran una institución original, inexistente en el resto de Europa, y se los ha valorado como un embrión de gobierno representativo, precursor lejano de los parlamentos. A ellos asistían obispos y nobles, y en ellos se tomaban decisiones religiosas y políticas. Los nobles se retiraban tras la discusión de los asuntos políticos. Los acuerdos o cánones, firmadas por todos los asistentes, adquirían carácter legal y obligatorio mediante la sanción real. Su transgresión acarrearía, en principio, graves penas. El poder necesitaba la sanción moral y religiosa de la Iglesia, que presionaba para acabar con las violencias y arbitrariedades de los nobles y reyes, e imponer respeto a la ley, sin llegar a conseguirlo de todo. Un caso destacado fue el XIII Concilio (683), que condenó los juicios basados en torturas y estableció el habeas corpus, en principio para los nobles, y en menor medida para los hombres libres. El habeas corpus suponía ser juzgado en presencia y por iguales, que el reo podía rechazar si los consideraba enemigos, es la base de los derechos que se desarrollarían mucho después en Europa. Otros concilios legislaron contra la mutilación de esclavos o contra los judíos, alternando normas muy duras con otras más benévolas, o contra la inmoralidad del clero, y muchas otras cuestiones.
La época iniciada por Leovigildo dio lugar a una exaltación del ideal de España, cuya expresión más conocida es la célebre Loa de Isidoro de Sevilla,. “De todas las tierras que se extienden desde el mar de Occidente hasta la India, tú eres la más hermosa, ¡oh sacra y siempre venturosa España, madre de príncipes y de pueblos! (…) Natura se mostró pródiga en enriquecerte; tú, exuberante en frutas, henchida de vides, alegre en mieses…”. Desde luego, había en Europa países más fértiles, pero España era uno de los más ricos, ordenados y prósperos, y la Loa expresa un ambiente de optimismo y grandes esperanzas. Isidoro vivió adulto en el tiempo de Leovigildo y Recaredo, y 35 años más. Significativamente entiende al país, figuradamente, como matrimonio entre el pueblo godo y el hispanorromano.
Desde el reinado de Leovigildo y durante el siglo VII, el reino de Toledo también vivió un notable brillo cultural. Un hermano de Isidoro, Leandro, fundó en Sevilla la que era quizá mejor biblioteca de Occidente adquiriendo manuscritos latinos y griegos de España, Roma, África y Constantinopla. Muerto Leandro, Isidoro continuó su obra, fundó escuelas episcopales y un equipo de copistas para aumentar los ejemplares. El IV Concilio (633), por indicación suya, obligó a los obispos a instalar escuelas y seminarios, en los que debía enseñarse griego, hebrero, artes liberales, derecho y medicina. Isidoro fue realmente un intelectual de extraordinaria altura y actividad. Una de sus preocupaciones fue la de recoger lo que quedaba de los saberes clásicos en una especie de enciclopedia, las Etimologías, que serían probablemente la obra más difundida en Europa occidental durante diez siglos. La obra intenta compilar el legado clásico y el cristiano, recoge a autores que de otro modo habrían quedado ignorados (los documentos más antiguos sobre Roma son copias realizadas durante la llamada Edad Media), o reproduce a pensadores como Boecio. Engloba y amplía el sistema del trivium y el quadrivium, ideado por Marciano Capella, autor africano de los siglos IV-V, que fundaría la educación europea en los siglos siguientes y su desarrollo hasta nuestros días. El trivium (gramática, lógica o dialéctica, y retórica) enseñaba reglas de pensamiento y expresión; el quadrivium (música, aritmética, geometría, astronomía –Isidoro describió la tierra como redonda–) aportaba conocimientos científicos o prácticos. Las etimologías aborda la teología y temas eclesiásticos, historia natural, agricultura, derecho, literatura, medicina y otras muchas materias, y reintroducía a Aristóteles en la cultura occidental. Sus explicaciones caen a veces en lo pintoresco, pero sus méritos resaltan mucho más: se trata de la primera enciclopedia de la Europa occidental, hecha posible por la biblioteca creada por Leandro. Su método preludia los índices y la clasificación alfabética, de tanta difusión y utilidad posterior. Escrito con sencillez y concisión, seguía a Cicerón y Quintiliano en pro de un latín puro y elegante frente a la evolución del idioma hacia el romance.
Los atentados islámicos en Barcelona pueden tener consecuencias negativas para los separatistas y su “prusés”, ya que evidencian la peligrosidad de llenar la región de musulmanes, y la inseguridad creada. Para evitarlo han disparado toda su artillería en una explosión de islamofilia sentimental, y ensalzando la capacidad de los mozos para resolver el problema como las mejores policías de Europa, sin ayuda de la Guardia Civil o de la Policía Nacional. Legalmente, constitucionalmente, son estos, y el gobierno español, quienes tienen competencias antiterroristas, cumpliendo los mozos solo un papel auxiliar. Pero el repugnante gobierno de Rajoy las ha cedido a los mozos y a la Generalidad, pisoteando la ley, como parece ser su deporte favorito. De paso, los separatistas han desviado la condena de la yijad hacia España. Algo parecido ocurrió con el 11-m, cuando la chusma izquierdista –porque en España la izquierda nunca dejó de ser chusma, por desgracia– desvió la culpa de los terroristas hacia el PP. Es posible, por tanto, que los separatistas consigan su objetivo culpando de la inseguridad a “España”.
Rajoy, cuya necedad supera todos los límites, no solo ha reconocido una vez más, en los hechos, a la Generalidad como gobierno de un país independiente, sino que se ha sumado servilmente a una manifestación cuyo carácter estaba claro desde el principio, so pretexto de una “unidad” que hasta los más tontos saben falsa y falsaria. Pocas cosas más grotescas que ver a estos deleznables políticos, que han sacado a la ETA de la ruina para convertirla en potencia política, en cabeza de una manifestación proislamista, progolpista, antiespañola y antidemocrática, si es que la Constitución significa algo, que ya no. Para colmo, el hombre no se la ha ocurrido nada mejor que usar al rey de monigote poniéndolo al frente de la pantomima. Cierto que desde que Juan Carlos firmó la ley de memoria histórica, que le deslegitima, la monarquía está en la cuerda floja.
Hace años que venimos denunciando algunos la putrefacción de una democracia en la que sus enemigos usan abierta y masivamente las facilidades democráticas para destruirla, con apoyo y financiación de unos gobiernos que ni hacen cumplir la ley ni la cumplen. Gobiernos delincuentes, por tanto. Entre todos han destruido el estado de derecho haciendo del régimen una democracia fallida, que amenaza de manera cada vez más inminente con quebrar su propio suelo, que no es ni puede ser otro que la unidad de la nación española. Un amigo que volvía de Cataluña me comentaba: “No os hacéis idea del odio que han conseguido sembrar allí a España y a los españoles”. Una España que jamás ha sido defendida por el PP de Rajoy.
El legado del estadista del Marca, en sus seis años de desgobierno puede apreciarse fácilmente. Es el mismo de Zapatero, agravado: más separatismo, más terrorismo, más etarras en las instituciones, más LGTBI — el mayor corrosivo de la familia–, más abortismo, menos soberanía, más Gibraltar, un ejército cipayo de intereses ajenos, bajo mando ajeno y en lengua ajena, más colonización cultural… Todo ello en un clima de odios crecientes. La república sufrió un proceso similar, hasta ser desgarrada y destruida en una orgía de odios. Como decía entonces el periódico El sol, “vamos camino de que nada nos sea común a los españoles”. Este es el panorama que deja el PP, con la contrapartida insignificante de una leve mejora en la economía, que ni siquiera sabemos si será duradera.
La democracia ya empezó bastante mal, como expuse en La Transición de cristal, pero el legado del régimen anterior era tan espléndido (olvido de los odios republicanos, prosperidad, clase media, moderación política muy mayoritaria, amplia libertad personal y crecientes libertades políticas…) que su inercia ha continuado incluso con partidos y políticos tan demagógicos, ignorantes de la historia y en general incultos como los que hemos sufrido. Pero todo termina agotándose. Los errores de la transición no se enmendaron, sino que se han agravado, y hoy estamos en una situación de farsa política generalizada, desprestigio del estado y amenazas vitales cada vez más próximas.