Este sábado trataremos en “Una hora con la Historia” el tema de la Inquisición. En el anterior: el reinado de Enrique IV de Castilla fue un tiempo de descomposición política y social que auguraba el naufragio de la Reconquista en una “balcanización” peninsular con cuatro reinos cristianos y uno musulmán, todos hostiles entre sí e impotentes, expuestos a servir de satélites a potencias exteriores. Contra todo pronóstico, la situación fue superada por los Reyes Católicos, y España se convirtió en pocos años en una potencia mundial: https://www.youtube.com/watch?v=sSUGg1Hn9eQ
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La conciencia del bien y el mal tiene dos efectos psíquicos contradictorios al chocar con la consciencia de la muerte. Esta ejerce un efecto demoledor sobre la psique al constatarse que el destino es indiferente al bien o al mal que se haya practicado en vida, y puede incluso obsequiar al justo con una muerte horrible. Pero a pesar del final inevitable, la vida se le presenta como una realidad actual y un impulso poderosísimo. De hecho, la consciencia de la muerte hace al hombre consciente de su propia vida: si no muriera o no tuviera esa consciencia, no podría plantearse ninguna moral. Por lo que la psique se ve abocada a la cuestión: ¿qué hacer con el tiempo de vida que me ha sido dado? Ese quehacer se sobrentiende como una tarea moral: qué hacer bien para evitar el mal. El mayor bien se interpreta como felicidad y el mayor mal como desdicha y tormento.
La vida ha sido dada a todos sin su consentimiento, como señalaba Omar Jayam. Cosa lógica porque el yo que debiera consentir va formándose en un proceso largo y subordinado hasta la adolescencia, que es cuando la persona empieza a sentirse dueña de su propia vida y se plantea qué hacer con ella. Es entonces cuando se forman proyectos vitales más o menos claros. Todo el mundo busca el bien, que normalmente se identifica con el amor y con una profesión que permita evitar males como el hambre. El proyecto vital de la gran mayoría es de este tipo, encarrilado por la sociedad. El mayor bien o felicidad suele identificarse con el amor sexual, sobre todo en la mujer. Para comprobarlo basta recurrir a la literatura, la música y el arte en general: el tema estrella ha sido siempre el amor entre mujeres y hombres. Por supuesto, hay otros temas, pero creo que este es el más frecuente, cosa no demasiado extraña pues de él depende la continuidad de la especie; dato más sensible que comprensible, siendo el arte la expresión más directa y profunda del sentimiento de la vida. En cambio la obtención de dinero o de bienes profesionales no suele despertar grandes emociones íntimas, y el arte lo trata a menudo como asunto trivial o sórdido.
Existen también individuos cuyas aspiraciones vitales “se salen del carril” o dentro de este son de una ambición fuera de lo corriente, o para quienes la felicidad importa menos, en el sentido de que soportan mil sacrificios y miserias por alcanzar sus objetivos. Estos individuos suelen fracasar o causar daños sociales, aunque quienes triunfan llegan a transformar la sociedad en un sentido u otro. A menudo se habla de “vidas triunfales” en ese sentido: personas que alcanzan logros muy fuera de lo común, a un precio quizá muy alto, que no obstante se da por bien empleado y manifestación de un espíritu elevado.
Todos los proyectos vitales tienen sus costes: si la parte mala pesa más que la buena hablamos de fracasos o desdicha, y de éxito o felicidad en caso contrario. A esto me refiero al definir la moral como la economía del bien y el mal. Pero aquí interviene un segundo elemento: ¿cómo se decide el bien y el mal por encima de las conveniencias particulares y opuestas de las personas? ¿Y no solo de las conveniencias, sino de las valoraciones más refinadas por encima de intereses particulares, pero que a menudo pueden rebajarse mediante un análisis algo cínico? Porque en definitiva, esas valoraciones que nos llevan a distinguir bien de mal las hacen siempre hombres con intereses conscientes o inconscientes particulares (en el capitalismo, la moral refleja los intereses de clase de la burguesía, según los marxistas, por ejemplo)
Planteémonos el caso de Stalin: su proyecto vital fue por encima de todo la política, y en ella disfrutó de una carrera triunfal. En más de un sentido cambió al mundo: sufrió muy pocas derrotas, construyó un régimen nuevo en la historia humana, salvó a la URSS de la invasión alemana, indirectamente facilitó la democracia en la Europa occidental, impuso el yugo de sus ideas (y fuerzas armadas) sobre otros países, contempló cómo sus concepciones se extendían sobre la inmensa China e influían en el mundo entero, era venerado por media humanidad y recibía el homenaje de intelectuales, escritores famosos… ¿Qué podría decir de sí mismo si en el lecho de muerte se preguntase sobre su trayectoria? Bien podría sentirse orgulloso y satisfecho, pues no solo aquellos logros eran reales, sino que le confirmaban su bondad millones de aduladores en el mundo entero. Cierto que otros pensaban lo contrario y lo caracterizaban como un gran criminal, pero esos estaban precisamente en el bando de los derrotados o los impotentes. Por lo demás, ¿qué es un crimen? Depende del punto de vista. Y, cierto, podría suceder que después de él sus logros o parte de ellos se vinieran abajo y muchos, incluso el mundo entero, maldijesen su memoria pero eso ¿qué podía importarle cuando había dejado de existir? Ya no podrían hacerle ningún mal. Si tuviera algo de castizo español, diría “¡que me quiten lo bailao!”
Claro que posiblemente la inminencia de la muerte le hiciera ver las cosas de otro modo: los asesinatos y los sufrimientos horrorosos infligidos a millones de personas, la tiranía impuesta sobre países inmensos… Podría angustiarse pensando que, en fin de cuentas, él estaba a punto de sufrir el mismo castigo mortal que sus víctimas. Antes, todo aquel padecimiento de sus enemigos lo veía como un coste inevitable, incluso como acciones virtuosas por cuando eliminaban las barreras al progreso, pero ¿y si la inevitable angustia de la muerte le presentase su vida bajo otra perspectiva? Desde luego la justicia humana jamás habría podido ejercerse debidamente contra él, pues aunque lo hubieran apresado y ahorcado, ¿no habría sido un castigo absolutamente insignificante frente a la multitud de cadáveres que pesaban sobre sus espaldas? ¿Pero habría otra justicia? Él había estudiado en un seminario, conocía bien la doctrina cristiana al respecto: en el otro mundo esperaba a su alma un castigo eterno. ¿Y si eso fuera verdad? Había entrenado su razón desde joven para rechazar semejante superstición sobre el alma y el más allá, y muy probablemente su convicción persistiría hasta el final. Pero, en fin ¿y si era verdad? ¿Y si la culpa por los inmensos costes de sus designios le llevaba a creer al final? Supongamos que se arrepintiera profundamente en ese momento: ¿se salvaría, según la doctrina cristiana? ¿Sería acogido como el hijo pródigo después de pasar por el purgatorio? Reconozcamos las dificultades de todo ello.



