¿Qué debe España a la UE? / Autorretrato del antifranquismo

La guerra civil y los problemas de la democracia en España (Nuevo Ensayo)europa: introduccion a su historia-pio moa-9788490608449

Sin demasiada sorpresa oigo a Pedro J. en VEO7 decir que “Europa”, como él llama a la UE o se llamaba antes a la CEE, significa para los españoles libertad y prosperidad y que España pertenece a un club, la UE, con sus normas, que nos hemos beneficiado inmensamente de esa pertenencia pero hemos incumplido algunas normas y, claro, los otros miembros nos están llamando la atención.

Estas historietas calan, llevan muchos años calando en la conciencia pública, pero no por ello son más ciertas. Antes de entrar en la CEE, sin necesidad de “entrar en Europa”, como decían los demagogos, España estaba creciendo económicamente a un ritmo mucho mayor que el de los países de la CEE, acercándose con rapidez a la media de ellos, mantenía su soberanía en mucho mayor grado que después, y unos índices de salud social bastante superiores también. Desde que entramos en la CEE, luego llamada UE, no hemos vuelto a alcanzar tales tasas de desarrollo, hemos perdido soberanía hasta el extremo de convertirnos en una especie de protectorado de Alemania y Francia, y hemos descendido brutalmente en salud social (índices de fracaso matrimonial, familiar y escolar, de drogadicción –primer país en consumo de cocaína, según he oído– de alcoholismo, de personas en prisión y delincuencia juvenil, de violencia doméstica, de abortos, etc.).

Y aun antes del espectacular desarrollo de los años 60 y mitad de los 70, España consiguió índices de crecimiento muy aceptables, a pesar de no haber dispuesto del Plan Marshall, como el resto de Europa occidental, y haber sufrido en cambio un prolongado aislamiento internacional completamente injusto, con olvido de los enormes beneficios que Usa y Gran Bretaña habían extraído de la neutralidad española en la guerra mundial. Índices de crecimiento manifiestos en el extraordinario descenso de la mortalidad infantil, la prolongación de la esperanza de vida al nacer, el aumento del consumo de energía, de la alfabetización, del estudiantado medio y superior, de la presencia femenina en la universidad, etc., algo sin parangón con la república u otros períodos anteriores. Esto, en los llamados (por los necios y los demagogos) “años perdidos” 40 y 50.

Tales son los datos reales y cuantificables, pero sistemáticamente olvidados o falseados con el fin de meter en la psicología social la idea de que los españoles somos completamente ineptos y si se nos deja por nuestra cuenta, sin la tutela de “Europa” no podríamos hacer nada que valiera la pena. Una Europa en la que nunca hemos dejado de estar –con nuestras particularidades, como los demás países–, desde Roma y desde que la Reconquista derrotó a Al Ándalus. Si España ha sido admitida en la UE será porque conviene a la UE, pero es posible que a nosotros no nos convenga tanto, porque el balance para España no es precisamente brillante.

En cuanto a la libertad, cabe recordar a Pedro J. y quienes piensan como él un par de hechos elementales: el franquismo no fue un régimen totalitario como los que existían en más de la mitad del continente –con aplauso de muchos progresistas hispanos–, sino autoritario y de economía bastante liberal, que permitió su transformación en una democracia sin los traumas de otros países. Y por eso la democracia no se la debemos a “Europa”, es decir, la CEE-UE, sino a nosotros mismos, al revés que casi todos los demás países eurooccidentales, los cuales se la deben muy directa e inmediatamente al ejército useño e indirectamente a Stalin. Y nuestra entrada en la CEE-UE no ha impedido en absoluto los fenómenos de involución y ahora descomposición política que ahora padecemos.

Nunca he conseguido entender de dónde sale ese servilismo absolutamente necio, cuando hemos logrado tantas cosas de las que podemos sentirnos contentos. Pero salga de donde salga, tiene unos efectos fácilmente constatables en la degradación de las instituciones, en la pérdida de soberanía y en la repugnante chabacanización del ambiente social.

Que la democracia actual no proviene del antifranquismo es obvio para cualquiera que conozca su debilidad material, moral y política, y conserve la memoria. Esa debilidad, por así llamarla, se reveló en plenitud cuando la visita de Solzhenitsin a España, en marzo de 1976. (En LD, hace 9 años)

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*Por qué ni la CIA gobernaba a la ETA ni Usa tenía interés en asesinar a Carrero Blanco: https://www.youtube.com/watch?v=2i2MkxBvw5I

*Feminismo, una de las plagas de nuestro tiempo: https://www.youtube.com/watch?v=kCLVsOVtTUE

*He  expuesto (https://www.piomoa.es/?p=10595) razones por las que mi libro sobre la Reconquista es innovador y puede considerarse la mejor obra de síntesis escrita hasta ahora al respecto. Claro está que esto no es un dogma y cualquiera puede opinar lo contrario. Pero para ello debería dar asimismo razones y no sustituir estas por calificativos, como suele ser tan frecuente en estos “debates”

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Autorretrato antifranquista: vileza moral, miseria intelectual y odio a la libertad

Hace unas semanas, con motivo de una reimpresión de Archipiélago gulag el diario El Mundo publicó un reportaje donde hablaba José María Iñigo, entrevistador del escritor ruso en TVE en aquel ya lejano año. Los comentarios, tanto del reportero como de Iñigo, eran perfectamente banales. El segundo aseguró que la entrevista había gustado tanto a Franco que había llamado a TVE y la había hecho repetir… cuando el dictador llevaba cuatro meses muerto.
Solzhenitsin dijo: “Sus progresistas llaman dictadura al régimen vigente en España. Hace diez días que yo viajo por España y me he quedado asombrado. ¿Saben ustedes lo que es una dictadura? He aquí algunos ejemplos de lo que he visto. Los españoles son absolutamente libres de residir en cualquier parte y de trasladarse a cualquier parte de España. Nosotros, los soviéticos, no podemos hacerlo. Estamos amarrados a nuestro lugar de residencia por la propiska (registro policial). Las autoridades deciden si tengo derecho a marcharme de tal o cual población. También he podido comprobar que los españoles pueden salir libremente de su país para ir al extranjero. Sin duda saben ustedes que, debido a las fuertes presiones ejercidas por la opinión mundial y por los Estados Unidos, se ha dejado salir de la Unión Soviética, con no pocas dificultades, a cierto número de judíos. Pero los judíos restantes y las personas de otras nacionalidades no pueden marchar al extranjero. En nuestro país estamos como encarcelados.

“Paseando por Madrid y otras ciudades, he podido ver que se venden en los kioscos los principales periódicos extranjeros. ¡Me pareció increíble! Si en la Unión Soviética se vendiesen libremente periódicos extranjeros, se verían inmediatamente decenas y decenas de manos tendidas y luchando por procurárselos. También he observado que en España uno puede utilizar libremente las máquinas fotocopiadoras. Cualquier individuo puede hacer fotocopiar cualquier documento, depositando cinco pesetas por copia en el aparato. Ningún ciudadano de la Unión Soviética podría hacer una cosa así. Cualquiera que emplee máquinas fotocopiadoras, salvo por necesidades de servicio y por orden superior, es acusado de actividades contrarrevolucionarias.

“En su país –dentro de ciertos límites, es cierto– se toleran las huelgas. En el nuestro, y en los sesenta años de existencia del socialismo, jamás se autorizó una sola huelga. Los que participaron en los movimientos huelguísticos de los primeros años de poder soviético fueron acribillados por ráfagas de ametralladoras, pese a que sólo reclamaban mejores condiciones de trabajo. Si nosotros gozásemos de la libertad de que ustedes disfrutan aquí, nos quedaríamos boquiabiertos. Hace poco han tenido ustedes una amnistía. La califican de “limitada”. Se ha rebajado la mitad de la pena a los combatientes políticos que habían luchado con armas en la mano (alude a los terroristas). ¡Ojalá a nosotros nos hubiesen concedido, una sola vez en veinte años, una amnistía limitada como la suya! Entramos en la cárcel para morir en ella. Muy pocos hemos salido de ella para contarlo”.

Estas palabras despertaron en los antifranquistas una furia increíble. Juan Benet, en Cuadernos para el diálogo (excelente título: ¿diálogo con quiénes?) escribió: “Todo esto, ¿por qué? ¿Porque ha escrito cuatro novelas, las más insípidas, las más fósiles, literariamente decadentes y pueriles de estos últimos años? ¿Porque ha sido galardonado con el premio Nobel? ¿Porque ha sufrido en su propia carne –y buen partido ha sacado de ello– los horrores del campo de concentración? Yo creo firmemente que, mientras existan personas como Alexandr Soljenitsin, los campos de concentración subsistirán y deben subsistir. Tal vez deberían estar un poco mejor guardados, a fin de que personas como Alexandr Soljenitsin no puedan salir de ellos. Nada más higiénico que el hecho de que las autoridades soviéticas –cuyos gustos y criterios sobre los escritores rusos subversivos comparto a menudo– busquen la manera de librarse de semejante peste”.

Benet, escritor medianillo, esnob y superficial, pero muy promocionado, ejercía una “resistencia” cómoda y remuneradora a la limitada dictadura de entonces, y venía a actuar como altavoz de la oposición antifranquista, que pocas veces quedó tan al desnudo. El subdirector de Cuadernos para el diálogo, Eduardo Barrenechea, también arremetía contra el “hombrecillo Soljenitsin”, que según él, había hecho “enrojecer … de vergüenza” a muchos telespectadores. La procomunista Triunfo, una de las revistas de mayor tirada entonces, denunciaba el “escándalo” de la “operación Soljenitsin”, organizada para “acometernos por medio de una disertación fanática y apasionada. El señor Soljenitsin llega con retraso de una guerra fría, y la Televisión Española, de una guerra civil renovada”. Denunciar la situación en la URSS y compararla con la de España significaba, pues, renovar la guerra civil y atacar “la democracia española” en ciernes. En la revista Por Favor, Soledad Balaguer cantaba las excelencias del sistema soviético, y denostaba al “premio Nobel barbudo” que daba “gato por liebre diciéndonos que los rusos eran muy malos porque eran comunistas, sin conseguir que nadie le creyese”. El semanario izquierdista Personas informaba: “Soljenitsin es un paranoico clínicamente puro. La voz del viejo patriarca zarista penetró en los campos y ciudades españolas como un viento glacial. Fue una vergüenza”.

En la revista Posible, Arturo Rubial clamaba: “Ese Soljenitsin es un Nobel por nada. Miente a cada instante. Habrían debido hacer de manera que Soljenitsin contase todo esto al estilo de music-hall, rodeado de lindas muchachas del ballet Set 96; este caballero tiene pasta de showman”. Montserrat Roig, en Mundo, no le cedía en agudeza: “La barba de Soljenitsin parece la de un cómico de pueblo, la de un cómico ambulante pagado por una alianza de señores feudales. El escritor hace reír al gallinero. Un día le arrancarán las barbas postizas”. Hasta en una publicación de Soria podía leerse: “Soljenitsin, turista privilegiado, multimillonario a costa de los sufrimientos de sus compatriotas, vive bien, muy bien, de sus discursos”. Y es que la simpatía hacia el totalitarismo soviético, incluidos sus campos de concentración, era una de las señas de identidad más íntimas de la oposición izquierdista.

Y no menos reveladora fue la reacción del antifranquismo de derechas. Cela, en vena progre, escribió: “Soljenitsin no está solamente contra España, nuestro pequeño y amado país, lo cual no sería nada. Está contra Europa. Heraldo de la tristeza. No tenemos necesidad de pájaros de mal agüero”. Para Jiménez de Parga, “uno pierde la calma delante de quien, sirviéndose de las pantallas de TV, pretende tomarnos por imbéciles, permitiéndose explicar precisamente en España lo que es una dictadura”.

Los diversos comentaristas trataban a uno de los grandes escritores del siglo XX, a uno de los grandes testigos de la barbarie totalitaria, de “chorizo”, “enclenque”, “mendigo desvergonzado”, “espantajo”, “bandido”, “hipócrita”, “mercenario”, etc. Ciertamente, tales dicterios rebotaban como flechas de goma sobre el así agredido, pero ¿sería exagerado considerarlos perfectamente aplicables a aquella oposición antifranquista trivial, mediocre e hinchada de ruindad, fuente de los mayores peligros que ha sufrido y sigue sufriendo nuestra democracia? Pues el antifranquismo no fue malo, obviamente, por oponerse a Franco, sino por su enorme carga de mentira. Hoy estamos reaccionando contra el fraude del nacionalismo vasco, en sus versiones terrorista y cómplice, pero no es ése el único fraude, y va siendo hora, por higiene intelectual y moral, de someter a todos ellos a los rigores de la crítica.

(En LD, hace 17 años).

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La importancia de la guerra civil

Ochenta años después de terminada, la guerra civil sigue pesando de modo obsesionante sobre la conciencia histórica de España. La pugna continúa no solo en las ideas e interpretaciones, sino en la política, lo que es más peligroso, generando acciones y leyes de partidos y gobiernos. La causa de este hecho, que escandaliza a unos, fascina a algunos y hastía a otros, salta a la vista: aquel conflicto no ha sido aún asimilado por la sociedad, pese a la imponente bibliografía que ha engendrado, en español y otros idiomas. Y no lo ha sido porque las tergiversaciones, enfoques ilógicos y cargados de emocionalidad han alcanzado un volumen realmente asombroso: se ha dicho que es quizá el suceso de los años 30 sobre el que más falsedades se han contado. En esta maraña de datos y versiones, ¿será posible alcanzar un enfoque lo bastante veraz para disolver tal obsesión? Creemos que sí, lo cual no significa el fin de la controversia, sino su elevación a un plano más racional y objetivo.

Los Mitos Del Franquismo (Historia)Según la definición canónica de Clausewitz, la guerra es la continuación de la política por otros medios. También podría considerarse el fracaso de la política, si entendemos esta como el arte de mantener los equilibrios de convivencia en las sociedades humanas. Estas, a diferencia de las sociedades animales regidas por la seguridad del instinto, se nos presentan como un hervidero de intereses, ideas, sentimientos, aspiraciones y hasta personalidades distintas y a menudo opuestas. Desatender este carácter conduce a muchos equívocos. Por tanto, son sociedades naturalmente conflictivas, cuyo equilibrio, que permita la convivencia social impone un esfuerzo permanente y un poder decisorio más o menos reconocido por el conjunto. La política puede entenderse entonces como ese esfuerzo en el ejercicio del poder, asentado en una violencia implícita que se supone legítima si es aceptada mayoritariamente. Cuando la política fracasa en mantener los equilibrios sociales, la violencia tiende a hacerse explícita, con unos intereses en pugna por imponerse decisivamente a los contrarios y establecer un nuevo orden del poder. Por eso la guerra es una constante en la historia humana.

Cabría asimilar la guerra a la sustitución de la política por la violencia abierta. Sin embargo, esa sustitución nunca llega a ser total. La política sigue existiendo en el seno de cada bando enfrentado, donde se generan tensiones y conflictos no siempre fáciles de resolver con acuerdos u órdenes; y a menudo vuelve la política entre los dos bandos mediante negociaciones cuando ninguno logra imponerse por las armas. Y la victoria o la derrota originan nuevas políticas.

La guerra civil española se inscribe en el período de graves alteraciones revolucionarias en Europa entre 1918 y 1945, y condujeron al viejo continente a una profunda decadencia política, militar y cultural, aun si no económica. Dentro de ese conjunto de conflictos, y si excluimos la desembocadura de todos ellos en la II Guerra Mundial, las civiles de Rusia y de España fueron las de mayor envergadura y transcendencia. La rusa terminó en victoria de un régimen comunista tremendamente expansivo, que se proponía como modelo para toda la humanidad, y la española en victoria de un régimen opuesto radicalmente, de aspiraciones limitadas a la propia España, pero que, al definirse como católico, esto es, universalista, sugería a su vez una ejemplaridad más general. Sin embargo, la contienda mundial subsiguiente lo privó de capacidad expansiva, aun sin conseguir anularlo.

Así pues, el conflicto español no pasó los Pirineos y dio lugar a un régimen largo tiempo semiaislado, pese a lo cual ha generado un excepcional interés bibliográfico en varios idiomas. Esto se debe a que en él confluyeron las ideologías e intereses políticos cuyas rivalidades culminarían en la II Guerra Mundial, y en tal sentido su interés desborda el propiamente local. Fue ante todo una guerra ideológica y desde ese ángulo debe ser enfocada, cosa que rara vez se ha hecho de manera explícita, aunque ese contenido estuviera más o menos sobreentendido en las versiones político-militares, es decir, en casi todas.

Creo que hay otra razón para el interés suscitado por aquella contienda, y es la peculiar posición de España con respecto al resto de Europa y a América y más difusamente al resto del mundo. En sus casi dos siglos de preeminencia (XVI y XVII), España había descubierto un continente y el mayor de los océanos, y puesto en comunicación por mar todo los continentes habitados; había  construido el primer imperio transoceánico de la historia, parcialmente perdurable hoy en el orden cultural; había  defendido a Europa frente a la expansión otomana y salvado al catolicismo frenando el impulso protestante. Entre otros hechos relevantes menores. Sin embargo, su decadencia desde mediados del siglo XVII coincidió con la época de la Ilustración, el empuje del pensamiento científico, la revolución industrial y el auge de potencias rivales, en particular Francia o Inglaterra y de algunas sociedades protestantes sobre unas católicas más o menos anquilosadas. Por lo cual se quiso ver en “el espíritu de España” el contrario a la fe en la Razón y la Ciencia propias de la Ilustración. Concepciones que fundamentaban la llamada Leyenda negra, un relato extremadamente denigratorio contra todo lo realizado por España anteriormente.

No obstante subsistía un fondo de interés e incluso admiración por aquella historia, actitudes que no dejaba de manifestarse ante la guerra civil. Así, esta podía enfocarse como una lucha entre el viejo espíritu ( oscurantista, cruel, supersticioso, reaccionario, “fascista”), representado por las fuerzas de Franco; y el predominante en la Europa avanzada, representado por las del Frente Popular. De hecho así ha venido interpretándolo una masa ingente de la historiografía, siguiendo inconscientemente el dictamen de Stalin: la guerra de España debía ser asunto no meramente español, sino de “toda la humanidad progresista”.

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España en la Europa decadente

En su libro sobre Europa ud considera que la II Guerra Mundial señala la caída de Europa en una decadencia de la que no da señales de recuperarse. La enfoca como la Guerra de las Tres Ideologías salidas de la Ilustración en distintos momentos. ¿Podría decirse que como el fracaso de la Ilustración?

–Sí, es obvio. Pero hay que tener cuidado con el término fracaso. Todo ocurre en el tiempo y todo se acaba alguna vez. En ese sentido, todos los movimientos humanos terminan fracasando, pero entre tanto han ocurrido muchas cosas. Con la Ilustración y la Revolución industrial, que puede considerarse derivada de ella, Europa, o las grandes potencias europeas, alcanzan un poder mundial imbatible, pero además las condiciones de vida, por lo menos las materiales, han mejorado enormemente. Europa se convierte en un horno de ciencia, técnica y pensamiento como ninguna otra civilización anterior. Al mismo tiempo se produce un vacío religioso creciente que abona diversas formas de pensamiento nihilista. En fin, de todas formas es llamativo que ese auge extraordinario coincida con una decadencia de España. Un problema muy digno de estudio.

–Ortega lo resumió en su frase “España es el problema y Europa la solución”. Pero usted lo ha criticado a fondo.

–La frase apenas alcanza el rango de majadería, pero esas ocurrencias de Ortega han tenido una influencia extraordinaria, a derecha e izquierda, hasta hoy mismo. De momento constatamos un hecho, y es la peculiar situación de España en Europa. En la etapa histórica anterior, España se convirtió en la primera potencia durante un siglo y medio. En la Ilustración siguió siendo una de las principales potencias, pero ya en declive: culturalmente pierde su originalidad, y políticamente se sateliza a Francia en buena medida. Es más, las principales potencias europeas, Francia e Inglaterra y en general las protestantes, han visto a España  antes y siguen viéndola en el siglo XVIII y yo diría que hasta hoy mismo, como el enemigo a batir. En cierto modo se ve lo que podríamos llamar el espíritu de España y su legado como una rémora para el espíritu ilustrado: la ciencia, la técnica, el progreso en general, más vagamente, “la libertad”. España fracasa en la guerra citada y su derrota se consuma pocos decenios después con la invasión napoleónica, que deja al país internamente dividido por primera vez, sin imperio, saboteado por sus “aliados” ingleses,  y convertido en potencia de segundo o tercer orden  inmersa en contiendas civiles y pronunciamientos.

 –Entonces, Ortega no dejaba de tener cierta razón. España debía europeizarse, es decir, incorporarse a las grandes corrientes entonces de éxito.

–Ortega analizaba la situación exactamente al revés y era totalmente incapaz de ver que lo que él llamaba Europa se precipitaba a unos conflictos desastrosos, en los que España afortunadísimamente no participó, contra los deseos de él y de tantos como él. Para Ortega el mal estaba en lo que llamó la “tibetanización de España”, en el voluntario aislamiento de las corrientes europeas desde los comuneros o algo así. Precisamente ha sido todo lo contrario. España intervino con mucha fuerza en los asuntos europeos hasta el final de la Guerra de los Treinta Años. Ese largo período de hegemonía española fue muy fructífero para España, para Europa y si se quiere para todo el mundo, como lo fue la Ilustración, descontando siempre los elementos negativos. España cortó los avances turcos, defendió al catolicismo y lo extendió por el mundo, creó el derecho internacional, puso en contacto a todas las grandes culturas mundiales.  Después de la derrota de los Treinta Años siguió interviniendo, no tibetanizándose sino al contrario, intentando seguir a toda costa las corrientes europeas, que entonces quería decir francesas.  Es curioso que ese intento resultara tan esterilizante. Como puede ver, aquí se presentan grandes problemas. Por ejemplo, ¿debería España sacudirse esas influencias , esencialmente franco-anglosajonas? ¿Sería posible? ¿Fue el siglo de oro una experiencia ya muerta e irrecuperable, o quizá puedan salir de ella brotes nuevos? Plantearse esta cuestión exige, lógicamente, algo más que revindicar su memoria contra la Leyenda Negra, exige analizar aquella época con presupuestos distintos de los que se vienen empleando y que no han llevado a nada. ¿Se debió el estancamiento al catolicismo en general, o a un catolicismo a su vez estancado? En otras palabras: ¿podría tener España en el mundo actual una voz propia o debe resignarse a lo que realmente viene ocurriendo, a ser una vocecilla de acompañamiento de los que realmente poseen fuerza y originalidad?

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(Hace ocho años)

Cuando el corruptor  Zapatero sacaba a la ETA del borde del abismo para darle toda clase de facilidades y prebendas a costa del estado de derecho y la unidad de España,  acusé a Rajoy de colaborar en el proceso. Muchos se escandalizaron. Pero era una colaboración disimulada, consistente en convertir en paripé inofensivo su deber democrático de  oponerse con toda claridad y energía a semejante delito o sarta de delitos, y en dar por hechos consumados y sin vuelta atrás  las fechorías socialistas. Su oposición era de “perfil bajo”, siguiendo los consejos de un cantamañanas con asombrosa influencia… entre otros cantamañanas como él.

Ahora, Rajoy ha proporcionado a la ETA una nueva victoria claudicando abyectamente en relación con el carcelero de Ortega Lara. Dice el desvergonzado ministro del ramo que el PP “solo ha cumplido la ley”. Lo que es falso, ninguna ley le obligaba. Pero si fuera así,  ¿por qué no lo hizo antes de las  huelgas de hambre y de las manifestaciones  etarras? Estas últimas permitidas, es decir, patrocinadas de hecho, por quienes tienen la obligación de defender a las víctimas y no a los asesinos y sus cómplices.  Está claro que la “ley” aquí la ha dictado, una vez más, la ETA y la ha acatado el gobierno. Los etarras siempre han creído, no pocas veces con razón, que los gobiernos de Madrid, (excepto el de Aznar-Mayor Oreja) eran algo así como pandas de cacos a quienes había que tratar con mano dura. Han vuelto a confirmarlo. Rajoy decía antaño, infantilmente, que lo que quería era ser presidente de España. Ya lo es. Para nada, porque en materia económica no gobierna él, sino que le gobiernan en Bruselas o en Berlín, o donde sea, y en lo demás es don Nadie, excepto para sangrar a los ciudadanos. Y ya sabemos lo que vale: lo mismo que en la oposición. Hombre de perfil muy bajo para una crisis de perfil tan alto.

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El extraño caso del liberalismo español /La izquierda y la cultura

La ETA y Carrero Blanco. Deshaciendo algunas mitificaciones y mixtificaciones: https://www.youtube.com/watch?v=2i2MkxBvw5I

Los Mitos Del Franquismo (Historia)La guerra civil y los problemas de la democracia en España (Nuevo Ensayo)

Comprender el papel del liberalismo en la guerra civil exige una referencia general a su evolución histórica en España.

  A la propiedad e iniciativa privadas fomentadas por el liberalismo suele asociarse el  impulso económico que convirtió a países como Usa, Inglaterra, Alemania o Francia  en grandes potencias económicas en los siglos XIX y XX. Pero los efectos del liberalismo resultaron muy inferiores en España, que había sido una de las grandes potencias mundiales durante los tres siglos anteriores, y en el XIX descendería a una posición de segundo o tercer orden. Aquí el liberalismo llegó de la mano de la invasión napoleónica y la lucha contra ella. Como todas las ideologías, en el liberalismo hay varias corrientes que suelen disputarse, incluso violentamente,  la autenticidad de la doctrina, y en España se dividió a grandes líneas en dos tendencias: la llamada exaltada se inspiraba en la Revolución francesa, y la moderada más bien en la experiencia inglesa.

La invasión, seguida de la pérdida de la mayor parte el imperio americano,  dejó el país dividido en dos sectores radicalmente enfrentados –liberales y carlistas o tradicionalistas– hasta originar entre 1833 y 1840 una nueva y sangrienta contienda, esta civil. Los tradicionalistas aspiraban a mantener el  antiguo régimen con su sociedad estamental, aduanas interiores, fragmentación legal e  incluso Inquisición (prácticamente inefectiva desde hacía mucho) y preeminencia de la Iglesia. Los liberales representaban la unidad de mercado y las libertades políticas. Estos fueron los vencedores, pero entre sus dos facciones siguió una larga pugna por medio de pronunciamientos militares, al ser en el seno del ejército donde ambas habían logrado apoyos más efectivos.

   La aversión de los liberales a la Iglesia se plasmó en hechos como la matanza de frailes en 1834, acusándolos falsamente de envenenar las fuentes. Su acto más decisivo, dos años después, fue la Desamortización del político Mendizábal, ligado a intereses ingleses y acompañada de la disolución de las órdenes religiosas, que dejó sin instrucción a numerosos alumnos. La desamortización no fue un contrato o trueque liberal, sino una expropiación desde el estado, que mataba dos pájaros de un tiro: allegaba fondos para la guerra carlista y socavaba económicamente a la Iglesia. El coste fue muy alto: muchos miles de campesinos que vivían en tierras comunales o del clero fueron condenados a la mendicidad, se extendió el bandolerismo y  el país sufrió una de las oleadas más destructivas de su patrimonio histórico y cultural: ruina de monasterios, obras de arte, bibliotecas, archivos,  registros, etc. Ya había ocurrido con la invasión francesa, pero la Desamortización la empeoró. La tercera oleada ocurriría durante la guerra civil tratada en este libro. Ello da idea del ingente  patrimonio artístico y cultural adquirido por el país en épocas más brillantes.

   Los pronunciamientos liberales trajeron consigo inestabilidad y estancamiento, aunque también hubo algunos procesos de modernización. El liberalismo exaltado  luego llamado progresista y republicano, culminó en 1868 en  el llamado Sexenio revolucionario o democrático, experiencia caótica que expulsó a los Borbones, suscitó una guerra en Cuba, una nueva guerra carlista y provocó indirectamente  la francoprusiana de 1870. El Sexenio desembocó en 1873 en la I República, que convirtió el desorden en vorágine con dos guerras civiles (la carlista y una revolución cantonal que amenazaba disgregar el país en pequeñas taifas), más la de Cuba, con unas Cortes frenéticas en sus retóricas. A finales de 1874 un golpe militar acabó con la república y al año siguiente volvieron los Borbones (Alfonso XII), por lo que se llamó “Restauración” al nuevo régimen, de estilo inglés, con alternancia entre las dos corrientes liberales. La Restauración acabó con los pronunciamientos, trajo más estabilidad, aceleró la industrialización, aumentó la renta per cápita y la instrucción pública: mejoras importantes aunque lentas.

   Sin embargo la derrota del 98 marcó un antes y un después: la inestabilidad y el desánimo se acentuaron. La corriente “regeneracionista”, básicamente liberal, atacó a fondo a la también liberal Restauración, tachándola de “necrocracia”. Con ello la privaba de respaldo intelectual, minaba su legitimidad y favorecía a los movimientos anarquistas, marxistas y separatistas. La creciente subversión provocó una dictadura,  igual que en otros países europeos. Como ya señalamos, el dictador, Primo de Rivera, realizó en seis años proezas antes impensables: acabó con el terror anarquista, con la sangría de la guerra del Rif, con la agitación separatista y con la exaltada demagogia del PSOE, prosperando el país a un ritmo nunca visto desde la invasión francesa. Y  ello sin grandes medidas represivas.  Pese a ello perdió la batalla de la legitimidad y sus intentos de institucionalizar un bipartidismo con el PSOE  fracasaron, por la oposición de algunos militares y del rey, y sobre todo, nuevamente, por la inquina de intelectuales autoconsiderados  liberales — Unamuno y Ortega los más destacados–, que se ensañaron con Primo de Rivera usando una retórica tan furiosa como vacía.

Nueva historia de España: de la II guerra púnica al siglo XXI (Bolsillo (la Esfera))

   Así, el republicano Pacto de San Sebastián, en agosto de 1930, lo organizaron políticos fundamentalmente liberales o que se tenían por tales: Azaña, Alcalá-Zamora, representantes de otros republicanos de izquierda y de derecha, notablemente Lerroux, y separatistas catalanes más o menos radicales. El muñidor de la reunión, Miguel Maura, había sido monárquico hasta casi la víspera, como Alcalá–Zamora. No les preocupó buscar alianza, que no encontraron, con el PNV, la CNT y el PSOE. Con este último lo consiguieron extraoficialmente de manos de Prieto. Típicamente, su acuerdo fue organizar un golpe militar.

   Ortega publicó en noviembre un artículo estruendoso, “El error Berenguer”, sosteniendo que el gobierno de Primo había sido indigno de los mismos pueblos salvajes y hasta “una insólita anormalidad en la historia humana”. Esta palabrería rimbombante concluía con un llamamiento: Delenda est monarchia. Había que pasar a la república. ¿Por qué? ¿Qué iba a significar la república? No había el menor análisis real bajo la frívola consigna, como tampoco bajo su “europeísmo”, otra palabra mágica para resolver mágicamente los problemas del país.

   Y el golpe militar fue asestado un mes más tarde, fracasando después de causar varias muertes. Dos de sus autores fueron a su vez fusilados, y los miembros del Pacto que no quisieron huir fueron detenidos y convirtieron la cárcel en un impune foco de agitación. En febrero del 31  Ortega, Gregorio Marañón y Ramón Pérez de Ayala publicaron un Manifiesto al servicio de la República  pidiendo movilizar a los intelectuales para influir en la opinión pública y acabar con la monarquía liberal. El manifiesto, que valió a los tres firmantes el título de “Padres espirituales de la República”, tuvo enorme repercusión y ayudó sin duda a que unas elecciones municipales, dos meses después, se convirtieran en el ansiado paso a la república. La ilusión les iba a durar poco, y durante la guerra, en la que huyeron del Frente Popular, tuvieron ocasión de expresar sus conocidos sentimientos hacia una república a cuyos peores efectos habían contribuido con tanta ligereza. Mientras Azaña y los políticos republicanos de izquierda aceptaban el papel de comparsas que los revolucionarios utilizaban para camuflarse.

   Al igual que el marxismo o el anarquismo, el liberalismo no contó en España con  pensadores o teóricos de fuste, ni se planteó problemas a resolver, sino que se aplicó un tanto dogmáticamente, aunque con intensa actividad.  Lo notable ha sido el sabotaje mutuo entre un liberalismo y otro.  La Restauración consiguió eliminar los pronunciamientos militares con que se obsequiaban mutuamente las dos ramas liberales, en especial la “exaltada”, pero fue para encontrarse con las nuevas ideologías que la minaban y sobre todo con corrientes intelectuales también autoproclamadas liberales, que socavaron sistemáticamente su legitimidad, en alianza de hecho con las ideologías totalitarias y separatistas.   No es fácil explicar este aparente absurdo, pero sin duda ha ocurrido en la historia, y con efectos de la mayor transcendencia.

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La izquierda y la cultura:

  • Nadie ha destruido más libros en Europa que las izquierdas españolas.
  • Creo que soy el único historiador que ha protestado por la destrucción del archivo de la Brigada Político-social por los socialistas. A la mayoría la ley de memoria histórica les sienta muy bien.
  • PSOE de Felipe González redujo a pasta de papel los fondos de la Editora Nacional
  • La izquierda procedió, apenas llegada la república, a quemar valiosas bibliotecas, obras de arte y escuelas.
  • En 1934, las izquierdas sublevadas contra la república, destrozaron la biblioteca de la universidad de Oviedo y una gran biblioteca y centro de arte en Portugalete. También hicieron volar joyas del románico en Asturias.
  • Durante la guerra civil, las izquierdas destruyeron gran número de bibliotecas de particulares, de monasterios, valiosísimos libros antiguos, expoliaron o destruyeron innumerables obras de arte, arqueológicas, etc., algunas con el pretexto de “salvarlas”.
  • Las quemas de las izquierdas no eran discriminatorias como las de los nazis o alguna ocasional en la posguerra española: quemaban bibliotecas enteras con libros de todas clases
  • También fueron quemados valiosos archivos y fondos editoriales «para calentarse» en Madrid. Así los archivos del Ministerio de Hacienda para caldear el edificio en diciembre del 36.  En el ministerio de Instrucción Pública fueron destruidas 300 toneladas de documentos y libros.
  • Una de las cosas más sorprendentes es que las izquierdas se digan campeonas de la cultura y muchos lo hayan creído: donde llegan, la arrasan. Hoy vivimos en un verdadero páramo cultural, cada vez más satelizado por la cultura y la lengua anglosajona, aunque esto último se debe tanto a la derecha como a la izquierda.

 (Hace cuatro años)

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El yo y el cuerpo

La ETA y Carrero Blanco. Deshaciendo algunas mitificaciones y mixtificaciones: https://www.youtube.com/watch?v=2i2MkxBvw5I

Los Mitos Del Franquismo (Historia)

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La cuestión de la inmortalidad tiene que ver con el yo. Uno puede negar la existencia del alma y considerar al hombre como una máquina,  según sostenía La Mettrie extendiendo al hombre el criterio de Descartes sobre los animales; y de hecho la psicología, etimológicamente “tratado del alma”, prefiere prescindir de esta. Pero no se puede dudar del yo, que termina pareciéndose demasiado al alma.

Según el materialismo consecuente, el yo no sería más que una parte o emanación sutil del cuerpo al modo del perfume de una planta, pero la diferencia es demasiado clara: el cuerpo es visible, tangible, mientras que el yo no lo es en modo alguno. Al yo lo designamos con un nombre propio, pero los cuerpos podrían resultarnos indiferenciados. Dos cuerpos pueden ser muy semejantes, y sus yoes muy diferentes. El cuerpo tiene una historia simple: su evolución desde el feto a la edad anciana, una evolución fundamentalmente física y previsible, pero la historia del yo es muchísimo más complicada, se compone de mil avatares diversos y en gran medida  impredecibles tanto para el sujeto como para el observador externo.  Y todos esos avatares tienen algo, pero poco que ver con el cuerpo, sino con ese elemento invisible e impalpable que llamamos el yo, y que tampoco queda del todo definido por su historia: “¿Quién no es mejor que su propia biografía?” decía algún burlón.

Aunque el cuerpo funciona por su cuenta, al margen del yo, al que condiciona en muchos aspectos decisivamente, pero puede, en principio, ser bastante conocido por el yo, pero con el yo ajeno ocurre de modo distinto: a este no lo podemos diseccionar, solo se revela a cada cual  de modo muy parcial, a través de sus acciones y reacciones. En cambio cada cual no se entiende ni juzga a sí mismo por sus acciones sino por una autoconsciencia acompañada de un sentimiento profundo, que va más al fondo que los actos que otros perciben.  Pero si el conocimiento del yo ajeno es parcial, y a menudo decimos que nunca acabamos de conocer incluso a personas muy íntimas, también es parcial la autoconsciencia, el  conocimiento del yo propio, lo  que complica la cuestión.  Diríamos que el yo no acaba de revelarse al propio yo, que, semejante en esto al cuerpo, parece responder a una especie de voluntad ajena, y desde luego no existe por la propia.

   Otra característica del yo es que si bien se siente a sí mismo y a su cuerpo de manera más inmediata e íntima de lo que pueden hacer los demás, no se percibe en cambio, ni a su cuerpo ni a sus acciones, con la claridad con que los demás le perciben. Cada cual puede ver a los demás y sus movimientos, pero no a sí mismo, salvo por medios artificiales como los espejos.

El yo no tiene más remedio que aceptar la muerte del cuerpo, pues la percibe en otros de modo indudable, y por razonamiento está seguro de que lo mismo ocurrirá con el suyo. Pero se resiste a creer en la muerte de sí mismo, del yo. La muerte es demasiado misteriosa y por ello temible, y comúnmente lo que llamamos su aceptación consiste simplemente en una especie de anestesia sentimental y moral: no pensamos en ella o nos distraemos de ella o hasta bromeamos sobre ella. Incluso la retamos poniéndonos en peligro. Pero ella sigue ahí, retándonos a su vez, burlándose de nuestro esfuerzo por entenderla. Ese esfuerzo ha dado lugar a mil creencias entre folclóricas y supersticiosas.

La consciencia de la muerte puede producirse de manera neutra, eliminando de ella deliberadamente el sentimiento. Eso es lo que ocurre en la cultura actual, donde la muerte tiende a convertirse en un acto burocrático y comercial más. Pero  cuando acompaña a esa consciencia un sentimiento claro del final, produce terror, y ese terror ha de ser sublimado para ser soportable.  Una manifestación de ese esfuerzo y esa resistencia a admitir la muerte se manifiesta en el arte. Aparte de las representaciones religiosas de otro mundo, el sentido del arte creo que consiste en perpetuar el yo, los yoes, sus acciones y manifestaciones, mediante la representación, sea en forma plástica, narrada, o musical. Al menos el arte permanece en el tiempo y hace que su memoria perdure, aunque sea limitadamente, a la existencia del yo, o de algunos yoes.

También están la representaciones religiosas de otro mundo, el consuelo del servicio a “la humanidad”, como si el conjunto de esta no tuviera el mismo destino que el individuo, etc.

Como decía, la historia del cuerpo es muy simple, no muy distinta de la de los animales. Pero la del yo difiere mucho: el conocimiento de la muerte le  obliga a pensar su vida, el conjunto de sus acciones  y motivaciones  como un todo que debiera tener algún, sentido, alguna significación. Y ese sentido no pueden encontrarlo en sí mismo, sino referirlo a aquella voluntad externa y de designios  impenetrables. De ahí la dificultad de la moral, cuya habitual reducción a las convenciones admitidas o impuestas socialmente resulta tan insatisfactoria, pese a permitir una referencia más “tangible” que  aquellos designios extrahumanos.

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Respondiole el ingenioso Odiseo: “¡No te enojes conmigo, veneranda diosa! Sé muy bien que la prudente Penélope no puede igualarte en hermosura ni en gentil persona, siendo ella mortal y tú inmortal y exenta de vejez. Con todo ansío irme a casa y ver el día de mi vuelta. Y si alguno de los dioses  quisiera aniquilarme en el vinoso ponto, lo sufriré con el ánimo que me llena el pecho, tan paciente para los dolores. Pues he sufrido mucho, así en el mar como en la guerra, y venga ese mal tras los otros”. Ocultóse el sol y vino la oscuridad. Al fondo de la profunda gruta retiráronse los dos, y compartieron el lecho, gozándose en el amor”.

   Odiseo ha percibido la inmortalidad, y esta le ha asustado. El hombre siente terror de la muerte, pero también de la inmortalidad. ¿Por qué quiere tanto a Penélope? Quizá es el amor a la vida mortal y a pesar de serlo.

 

 

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