Observando el mapamundi / La inquietante explotación / ¿Qué sabes de la vida?
“España, Europa y el mundo”
*”Podemos definir como gran época de España aquella extendida entre el último cuarto del siglo XV y mediados del XVII, cuando el país dejó una huella profunda en la historia de Europa y de la humanidad, en contraste con los siglos posteriores en que la posición y acciones de España pasaron a un segundo o tercer plano, hasta hoy. Aquella época podemos deducirla simplemente por la consulta de los mapas del mundo. Cualquier mapamundi nos informa con notable precisión de la distribución de océanos, mares y tierras emergidas. Y nos parece algo tan obvio que no solemos reparar en que se trata de un conocimiento históricamente recentísimo comparado con los muchos milenios de completa ignorancia humana sobre el mundo en su conjunto. Solo hace poco más de cinco siglos empezó empezó el hombre a explorar, cartografiar y hacerse una composición mental del planeta. Aquella ingente labor exigió algo también nuevo: el cruce de los grandes océanos”. Capítulo “España, Europa y el mundo”, de “Hegemonía española y comienzo de la Era Europea“.
*”Si observamos ahora en el mapamundi la dispersión de religiones, hallamos que la cristiana es la más extendida geográfica y demográficamente, con bastante diferencia sobre las demás (islam, hinduismo, budismo, etc.) Y que la rama cristiana con más fieles es la católica, más que la ortodoxa y la protestante juntas. Esto se debe también a la acción española entre los siglos XVI y XVII. La religión ha desempeñado siempre un papel central como núcleo generador de las culturas, aun cuando en muchos países ha sido sustituida en parte , desde el siglo XVIII, por ideologías que a su vez reúnen bastantes rasgos religiosos” En el capítulo “España, Europa y el mundo”, de Hegemonía española y comienzo de la Era Europea.
***************************************
La inquietante explotación humana
La teoría de la explotación es el núcleo mismo de la concepción histórica y social del marxismo. Dejando aparte la fantasiosa comuna primitiva, la historia se caracterizaría por la explotación de la mayoría por algunas minorías. El estado sería el aparato de fuerza encargado de mantener a los oprimidos “en su sitio”, la moral sería una elaboración justificativa del poder de los explotadores y la religión un falso consuelo en otro mundo para los explotados. Las condiciones técnicas darían lugar a diversas formas de producción, que también lo serían de explotación.Una vez se acepta la premisa parece haber explicación para toda la conducta social y su desarrollo histórico.
La observación más elemental nos permite distinguir en el ser humano una fuerte inclinación a explotar al prójimo, siendo el esclavismo su forma más cruda. El esclavo depende de la conveniencia del amo de facilitarle alimentación, techo y vestido, por malos que sean, para mantener su inversión. Cuando los marxistas hablan de “esclavitud asalariada” quieren decir que los amos (empresarios) se libran de la responsabilidad de alimentar, vestir o albergar al obrero, trasladándosela a este mediante un salario.
No es fácil rebatir la teoría, aunque si la explotación hubiera sido el motor y el contenido de la historia, sin contrapeso en tendencias distintas y contrarias, la historia habría sido una lucha de todos contra todos que habría impedido la vida social. La refutación liberal de la teoría invocando un comercio satisfactorio para todos los participantes es, desde luego, muy parcial. Por poner un caso, el tráfico de esclavos ha sido durante siglos uno de los comercios más productivos en diversas partes del mundo, y los salarios han sido y son a menudo de miseria, apenas capaces de asegurar la supervivencia. Evidentemente, esta cuestión precisa elaboraciones más cuidadosas.
*********************************
¿Tú qué sabes de la vida?
**”Al amanecer dejamos el campamento cinco guerrilleros. Eludiendo casas y aldeas, bajamos la ladera, cruzamos un riachuelo, ascendimos otro monte y volvimos a descender. Antes de mediodía descansamos en lo alto de un otero, ocultos entre aliagas, retamas y pinos desperdigados. A un lado, a poca distancia, un cementerio exhibía una ermita románica antiquísima, de granito coloreado por líquenes y adornada por desgastadas figuras misteriosas en los canecillos. El sol calentaba con fuerza, nos rodeaba el zumbido de insectos y abejorros y oíamos el rumor de lagartos y culebras que al vernos se precipitaban en la maleza. Cantaba un cuco y de vez en cuando graznaban cuervos por donde el cementerio. Nos desprendimos de armas y mochilas y nos sentamos o tendimos sin hablar. Como a medio kilómetro, en la ladera, se dispersaban las casas del pueblo. Era domingo y la campana de la iglesia, al extremo de la aldea, llamaba a misa. “El fascista también irá a misa, supongo. Me gustaría verle, por si llegué a conocerle en Rusia. ¿Por qué no me acompaña alguno de vosotros y me lo señala?”. Bajamos dos a la iglesia, ya llena de feligreses. En la explanada delante de ella estaban parados un par de automóviles y más allá se extendía un soto con robles añosos y corpulentos. Entramos en el templo en penumbra. Aquella era la parte de los hombres, situados de pie atrás del todo, mientras la parte media, con bancos, la ocupaban las mujeres, sentadas. El sacerdote recitaba responsos en latín. Seguimos la ceremonia con sus genuflexiones, amenes y algún cántico desafinado. Mi compañero trataba de identificar a nuestra víctima, algo difícil porque solo veíamos espaldas y nucas. Alguien estornudó fuertemente un par de filas más adelante y otro se volvió un instante hacia él Mi acompañante me dio un codazo: “Ese es”. Se trataba de un individuo recio, de cuello grueso y corto, rostro ancho y rojizo. Jamás lo había visto. En ese momento ocurrió algo extraño: el cura, desde el fondo, nos distinguió, su cara reflejó alarma y la movió hacia nosotros alzando dos veces la barbilla, como apremiando a que nos fuéramos. Así lo interpretamos y obedecimos de inmediato. “Buen elemento el cura”, comentó mi compañero. Subimos de nuevo otero arriba”. En Sonaron gritos y golpes a la puerta
**Desfilamos por Vitebsk con canciones falangistas o populares, o adaptadas de alemanas como “Lili Marleen” o “Yo tenía un camarada” Las ruinas hacían eco a nuestras voces, y la niebla, la llovizna y la desolación general daban un aire fantasmagórico a la escena. La nieve cubría el suelo con una leve capa, pronto deshecha en barro, y un viento gélido nos metía el frío bajo la ropa. A media tarde la luz solar ya se desvanecía. Los aviones soviéticos llegaban con frecuencia a la ciudad, protegidos por el cielo nuboso, y causaban incendios y estragos. En la estación solo funcionaba un par de andenes: los bombardeos habían levantado y retorcido la mayor parte de los rieles como por obra de un gigante furioso. Subimos a vagones rusos de ganado, harto peores que los ya conocidos, con maderas mal acopladas entre las cuales se colaba el aire. El relativo consuelo consistía en que los oficiales tendrían que viajar igual. El embarque de la división en los trenes duró varios días. La vía sufría sobrecargo de tráfico militar y sabotajes partisanos que volaban trozos de carril o puentes. Así, tardamos cuatro días en hacer cuatrocientos kilómetros hasta Dno, nuestra estación final. Para calentarnos colocábamos chapas metálicas en los vagones y sobre ellas encendíamos hogueras que llenaban la estancia de humo, con peligro de incendiar la paja y heno en que dormíamos”. Sonaron…
**”La chica explotó de indignación. “Tú, tú… No sé cómo eres mi hermano. No crees que haya sentimientos puros… Tienes lodo en el alma. ¿Qué clase de sentimientos puedes tener, que no te ha importado vivir de una prostituta que se acostaba con cualquiera por dinero?”. Había mordido en un punto demasiado sensible. Paco se revolvió, pálido de ira: “¿Y tú qué sabes de la vida, beata imbécil? Nunca viví de ella, sino con ella, y a pesar de sus historias era mucho mejor que esos catolicones. Mejor que tú misma, si vamos a eso. ¿Quién nos facilitó el piso donde viviste tanto tiempo? ¿Lo dejaste por venir de una puta? ¿Y no murió ella por protegernos? Hablando de amor, ¿acaso no es eso amor?”. Las mejillas de la hermana se humedecieron. “Llora, anda, que eso lo arregla todo”, añadió él con sarcasmo. Aquellos insultos me dolieron más que si los hubiera dirigido contra mí. “¡Haz el favor de no tratar así a tu hermana! ¡No toleraré una palabra más en esos tonos!”, dije apretando los puños, pero en voz baja, porque él había alzado un tanto la voz y de las mesas nos miraban otros comensales. Se hizo un silencio de tal intensidad que casi permitía a cada uno oír los pensamientos de los otros. Creí notar a Paco a punto de levantarse, volcar la mesa y romper con su hermana y conmigo”. En Sonaron...
Esta entrada se ha creado en
presente y pasado. Guarda el
enlace permanente.