A pesar de sus logros en casi todos los aspectos, Primo de Rivera no logró instaurar una alternativa política a la Restauración, y el resultado final fue la llegada de la II República. Los republicanos, al principio pocos y desavenidos, fueron unificados en el Pacto de San Sebastián por los derechistas no masones Miguel Maura y Alcalá-Zamora, y su primera decisión consistió en imponerse mediante un golpe militar. Cuenta Vidarte en el tomo de sus memorias No queríamos al Rey (p. 255 y ss), que un implicado, Fermín Galán, animó a la Cámara de Maestros de las logias informándole de que no había habido “nunca tan gran número de militares comprometidos como en esta ocasión”. Luego “se destacó desde el primer banco en que estaba sentado, extendió la mano sobre la Biblia –abierta encima del ara por el evangelio de San Juan, según costumbre— volviose hacia el Venerable Maestro y declaró: “Juro solemnemente ante el Gran Arquitecto del universo y ante vosotros, mis hermanos, que el día que reciba las órdenes del Comité revolucionario, proclamaré la república en Jaca y lucharé por ella aunque me cueste la vida”. Como es sabido, se adelantó algo al plan y fue fusilado después de haber matado a su vez a varias personas. Los republicanos le convirtieron junto con otro golpista fusilado, en un héroe sui generis.
Sobre el modo, en general bien conocido, como cayó la monarquía, hay algún punto oscuro, en especial la llamativa actuación de Romanones. De hecho, la república llegó por un golpe de estado llevado a cabo por los monárquicos contra su propio régimen: después de una elecciones municipales que habían ganado, despreciaron a sus votantes y entregaron el poder sin resistencia ante unos primeros alborotos en las calles de algunas ciudades. Sobre Romanones, instigador de la claudicación del rey, vuelve a explicar Vidarte: Cuando salimos en unión de Marcelino Domingo de su despacho, le pregunté a éste si don Gregorio [Marañón] era o había sido masón, ya que con tanta libertad se habló con él del trabajo en las Logias. Domingo me informó de que Marañón fue iniciado en secreto por su suegro Miguel Moya, cuando éste era Gran Maestre. Estas iniciaciones constan en un libro especial que lleva la Gran Maestría, y sólo figuran en él los nombres simbólicos. El caso del ilustre médico y escritor era semejante al del conde de Romanones, quien también había sido iniciado en secreto por Sagasta y quien siempre cumplió bien con la Orden (…). Ya comprenderá usted, terminó Domingo, que muchas veces nos interesa que no se sepa que son masones algunos políticos de nuestra confianza. Fallecidos, lo mismo el conde de Romanones que el querido y admirado doctor Marañón, me encuentro en libertad para revelar estos secretos” ( No queríamos al rey. Pp. 227-8). Digamos que Marañón, uno de los “padres espirituales de la República”, terminó por considerarla un “fracaso trágico”, y a sus políticos como “desalmados mentecatos”, lamentando doloridamente haber sido amigo de tales “escarabajos”. Y apoyó a Franco.
Ricardo de la Cierva considera la II República como el tercer período de apogeo de la masonería. Y no cabe duda de que lo fue, por lo menos al principio. Baste señalar el dato, recogido por Gómez Molleda, de que de los 470 diputados en las primera Cortes, eran masones nada menos que 151, bastantes más que los del partido más votado, el PSOE, que alcanzó 115. Todos los partidos de izquierda estaban muy masonizados: los partidos Radical, Radical Socialista y Acción Republicana de Azaña y Republicano Federal oscilaban en torno al 50% de hijos de la Viuda en sus escaños (muchísimos menos en sus bases, obviamente, lo que nos da un indicio de la utilidad de una sociedad secreta). Los demás, entre el 21% de los nacionalistas gallegos y el 35% del PSOE. En los partidos de derecha, la proporción era mínima o inexistente. Además, de los seis jefes de gobierno de la república antes del Frente Popular, cinco era masones con un grado mayor o menor de compromiso. En las organizaciones masónicas cundió el entusiasmo, llegando a considerar como suya a la república, y la Gran Asamblea de la Gran Logia Española propuso a la izquierda una serie de medidas como la “expulsión de las órdenes religiosas extranjeras” y “la escuela única, neutra”, privando a millares de familias de una enseñanza religiosa que deseaban, y otras medidas de rasgos totalitarios como “Trabajo obligatorio controlado por el Estado y repartido a medida de las fuerzas y aptitudes de cada uno”, dando a los políticos la potestad de determinar las fuerzas y aptitudes de cada cual. Asimismo pedía un “Estado federal”.
Evidentemente, los masones militaban en credos políticos diferentes, a veces opuestos, pero a todos ellos les unía, y era prácticamente lo único que los unía, la aversión a la Iglesia católica. Aun así, los había propicios a algún entendimiento con una religión que era la absolutamente mayoritaria entre los españoles, cosa que no podían pasar por alto sin exponerse a meter al régimen en aprietos antes de tiempo. No obstante, los sectores más extremistas irían imponiéndose. Ya la república se inauguró, antes de un mes de establecida, con la quema de más de un centenar de iglesias, bibliotecas y centros de enseñanza católicos, iniciada por grupos radicales salidos del Ateneo de Madrid, donde por aquel tiempo predominaba la Masonería, y alentada por el gobierno, cuya pasividad equivalía a cooperación. El golpe tambaleó al régimen, recién nacido sin la menor oposición, y a partir de ahí el país quedó profundamente dividido. Así lo reconoció Alcalá-Zamora, a la sazón presidente del gobierno provisional y que, aunque católico, claudicó ante la presión de Azaña y otros para impedir que la fuerza pública detuviese a los incendiarios.
Sobre el problema religioso, los diputados de izquierda coincidían en el propósito de despojar de toda influencia a la Iglesia, pero con posturas divergentes ante el peligro de empeorar la ya visible división popular. De hecho, se llegó entre bastidores a acuerdos para que la nueva Constitución respetase la libertad de enseñanza, aun si con restricciones. Sin embargo se impuso finalmente, y por sorpresa, la medida radical. Así fue disuelta la orden jesuita y a las demás se les prohibió no solo la enseñanza, sino también cualquier actividad económica o la beneficencia, tratando de convertirlas en indigentes. La medida contentó a muchos masones, no a todos, y fue obra de Azaña, que no pertenecía aún a la orden. En definitiva se trataba a los clérigos como ciudadanos de segunda, negándoseles libertad, igualdad y desde luego fraternidad. Como tendía a negárseles en la práctica a los católicos en general y a los partidos de derechas, a los cuales el gobierno izquierdista hostilizaba de muchos modos. El mismo Azaña declaró temerariamente que España había dejado de ser católica. La política de Azaña, dedicada a un programa de demoliciones de las tradiciones católicas y españolas en general, casa muy bien con la orientación masónica. Pero vuelve a demostrar que la masonería es solo una manifestación de otras inclinaciones sociales siempre presentes, no la única ni forzosamente la directiva, aunque la refuerce.
Aun así, los primeros enemigos de la República no fueron las derechas ni los católicos, sino los comunistas, que llamaron desde el primer día a derrocarla (más tarde cambiarían de táctica), y sobre todo los anarquistas, mucho más poderosos entonces, que organizaron varias insurrecciones sangrientas, una de las cuales, la de Casas Viejas, determinó la caída de Azaña en 1933. Los socialistas entendían la república como transición a la dictadura de su partido (del proletariado). Los nacionalistas catalanes la aceptaban a cambio de una autonomía que miraban como un paso adelante hacia la secesión. Tanto Macià como Companys, sus principales jefes, eran masones, así como el 37% de sus diputados. Un pequeño sector de la derecha, capitaneado por el general Sanjurjo, intentó un pronunciamiento ante el rumbo que tomaba la política. Se da la circunstancia de que Sanjurjo, jefe de la Guardia Civil en 1931, había desempeñado un papel clave para traer la república, pues desertó de la monarquía y se puso al servicio del gobierno provisional. Quizá la seña de identidad más precisa de la república fuera la deslealtad hacia ella por parte de sus partidos y políticos.
El primer período de la república suele llamarse Bienio izquierdista, y tampoco sería muy exagerado calificarlo de masónico. Con rasgos que apuntan al caos. Así, la ultraizquierda anarquista hizo un daño terrible a la coalición republicano-socialista. Y quedó marginado el Partido Radical de Lerroux, el más masonizado entre los importantes, siendo además el partido republicano con mayor apoyo popular, con diferencia. Sin detallar el balance desastroso del bienio, recordaré que el hambre, como índice de la miseria, aumentó hasta los niveles de principios de siglo, mientras la delincuencia y los choques políticos, sobre todo entre las izquierdas, no cesaron y las reformas fracasaban debido a la extrema ineptitud de los líderes republicanos, según denuncia una y otra vez el propio Azaña. Como consecuencia, en las elecciones de noviembre de 1933, el PSOE bajó de 115 a 59 diputados; el partido de Azaña, de 26 a 5; el Radical Socialista, de 59 a 4. En cambio la católica CEDA, inexistente en las elecciones anteriores, sumaba 115 escaños; el partido de Lerroux subía de 90 a 102, y los monárquicos de 15 a 40. Gil-Robles, líder de la CEDA, pudo haber exigido la presidencia del gobierno, pero una timidez contraproducente e interpretada como debilidad (lo era), dejó el gobierno al partido de Lerroux, limitándose a apoyarlo.
Las izquierdas contestaron a la derrota electoral poniéndose “en pie de guerra”, como decía la Esquerra de Companys. Azaña y otros líderes presionaron (sin éxito) al presidente Alcalá-Zamora, para que diese un golpe de estado anulando los comicios y amañando otros que les dieran la victoria. La CNT lanzó su insurrección más sangrienta. Y el PSOE decidió que había llegado el momento de lanzarse a una revolución, que planificó textualmente como guerra civil, mientras Azaña intentaba un nuevo golpe en connivencia con Companys. Por fin la CEDA entró en el gobierno y así se llegó a la insurrección de octubre de 1934, que causó enormes destrucciones y 1.300 muertos en 26 provincias, sobre todo en Asturias, bastantes en Cataluña y en Madrid.
Aquella derrota debió haber causado el derrumbe de la izquierda, pero ocurrió lo contrario: los socialistas, Vidarte en primera fila, organizaron una masiva campaña dentro y fuera de España acusando al gobierno de haber practicado en Asturias una represión de crueldad infinita. Así pasaban de acusados a acusadores. Las denuncias, con relatos escalofriantes, cundieron de tal modo que durante decenios han sido recogidas sin examen crítico por historiadores, incluso de derecha. Creo haber sido el primero que las ha analizado a fondo, así como sus consecuencias políticas. Desde luego, se trató de embustes y exageraciones en un 90%. La campaña guardaba estrecha semejanza con las de Ferrer Guardia, Macià y otras anteriores, contra la “España inquisitorial, oscurantista y militarista”. Vidarte explica cómo lograron engañar a millones de personas por medio de las Internacionales socialista y comunista y de los organismos masónicos en el exterior: “La Masonería, la Segunda Internacional, la Liga de los Derechos del Hombre (creada por los masones) informaban al mundo de los crímenes cometidos por el fascismo español. Los partidos socialistas y comunistas del mundo entero enviaron al gobierno español sus más enérgica protestas. Y el diputado socialista francés Vincent Auriol organizó, junto con el presidente del Partido socialista belga, Émile Vandervelde, una campaña internacional”. Auriol y Vandervelde eran masones. Participaron el genio de la propaganda comunista Willi Münzenberg, diputados laboristas ingleses, etc., y consiguieron que la mayoría de las logias condenaran a Lerroux, él mismo masón aunque al parecer durmiente. Esta campaña tuvo un efecto histórico, pues devolvió la popularidad a las izquierdas y envenenó el ambiente social de un modo que explica la crueldad con que se reanudó la guerra en julio de 1936.
Así, la derecha católica y sus ocasionales aliados lerrouxistas, estos repito que muy masonizados, fueron brutal y golpistamente hostigados por las izquierdas a fin de desestabilizarlos e impedirles gobernar. ¿Podemos considerarlo una maniobra o serie de maniobras masónicas? En parte sí, muy claramente, pero tal como los autores principales del declive de Azaña fueron los anarquistas –entre quienes no faltaban masones–, el principal agente de la caída de Lerroux y de Gil-Robles fue Alcalá-Zamora, católico y ajeno a la Masonería, a la que critica en sus memorias (el museo de la Masonería en Salamanca lo presenta falsamente como iniciado). Según he analizado en varios libros, los dirigentes del PSOE fueron los responsables más directos de la guerra civil en 1934 y 1936, pero el mayor causante de ella fue Alcalá Zamora por sus manejos dudosamente legales, que le forzaron a convocar elecciones en febrero del 36.
En el derrumbe de la república hacia la guerra hay un episodio de interesantes connotaciones masónicas, la intriga para arruinar la carrera política de Lerroux y de rebote la coalición entre su partido y la CEDA: el escándalo del straperlo. Dos judíos holandeses habían inventado un juego más o menos de azar, llamado el straperlo, por los apellidos de ambos, Strauss y Perle, y quisieron explotarlo en España. Los juegos de azar habían sido prohibidos por Primo de Rivera y la prohibición no se había revocado. Los autores hicieron algunos regalos a políticos lerrouxistas, como relojes de oro, unos sobornos “de calderilla”, para que facilitaran la introducción del juego en el casino de San Sebastián y en un hotel de Mallorca. No estaba del todo claro si el straperlo contravenía la ley, pero en los dos sitios fue prohibido rápidamente. Los straperlistas se sintieron estafados y quisieron resarcirse. Y aquí entran en juego Azaña y Prieto (este último no era masón), que instruyen a Strauss para dar el mayor alcance político al asunto presentando una denuncia. Con ella medio presionaron , medio chantajearon a Alcalá-Zamora contra Lerroux, sabiendo que ambos se tenían inquina. Alcalá-Zamora terminó destituyendo a Lerroux de la jefatura del gobierno por una corrupción de poca monta que no le afectaba directamente. Enseguida las izquierdas desataron otra campaña de prensa para desacreditar tanto a Lerroux como, de rebote, a la CEDA y destrozar así la coalición entonces gobernante. Vidarte vuelve a darnos datos de interés: “Yo había conocido en París a Gaston Cohen Debassan, abogado muy compenetrado con nosotros y primer pasante de Henri Torrès. Recibí su visita en Madrid. Ahora me habló de un asunto que iba a traer muy graves consecuencias, el del straperlo. Me comunicó que Prieto y Azaña estaban perfectamente enterados”. Torres era el mismo que había orquestado la campaña de apoyo a Macià en 1926 y ejercía entonces de abogado de Strauss. He analizado el asunto en detalle en Los personajes de la República vistos por ellos mismos y aquí no puedo extenderme más allá de explicar sus efectos: el escándalo, muy magnificado, enterró políticamente a Lerroux, debilitó a la CEDA y fue utilizado por Alcalá-Zamora para atacar al sistema parlamentario, excluyendo a Gil-Robles del poder, y terminar imponiendo como jefe de gobierno a Portela Valladares, también masón y sin apoyo de las Cortes.
Así, hubo masones (y no masones) en la maniobra, pero el mayor responsable fue el católico Alcalá-Zamora. El resultado final fueron las elecciones fraudulentas de febrero de 1936, en las que se arrogó la victoria el Frente Popular. El general Núñez de Prado, masón, describió así el traspaso de poderes de Portela al nuevo gobierno de Frente Popular: “Parecía una ceremonia masónica. El Gran Maestre de la Gran Logia (Portela) da posesión a su sucesor (Azaña, también masón aunque algo escéptico), delante del Gran Oriente Español (Martínez Barrio) y en presencia de dos generales masones (Pozas y el propio Núñez de Prado)” “El Gobierno parecía haber nacido bajo nuestros auspicios”, pues contaba con siete ministros masones. Así lo relata Vidarte en Todos fuimos culpables (p. 47).
Aquellas elecciones significaron la definitiva aniquilación de la legalidad republicana por el Frente Popular y fueron el prólogo a la Guerra Civil, a su reanudación propiamente hablando. Durante la guerra, la gran mayoría de los masones (aunque no todos) defendió al Frente Popular aun sabiendo que este era un conglomerado de totalitarios marxistas del PSOE y del PCE, de anarquistas, de racistas del PNV y de golpistas como Azaña o Companys. Nada remotamente parecido a un bando democrático. La propaganda en el exterior, en parte masónica, se inclinaba netamente por las izquierdas –casi todas ellas contaban con numerosos masones–. A pesar de lo cual los gobiernos de Usa, Inglaterra o Francia procuraron aislar el conflicto español, para evitar su contagio. Franco, no es de extrañar, aumentó su aversión a los hijos de la Viuda y prohibió su actuación en España.
En Años de hierro (p. 380) extracté unos documentos de 1942, guardados en la Fundación Francisco Franco: “El espionaje franquista accedió, por medio de una agente, a mensajes alarmantes de círculos masónicos que parecían preparar psicológicamente la mutilación del país. Uno de ellos, de una Asociación Masónica Internacional, con sede en Ginebra, instruía sobre el peligro comunista, juzgando a Inglaterra la única potencia capaz de contrarrestarlo tras la deseada derrota alemana: “La reivindicación de Gibraltar y otros puntos para España y la conservación forzosa y sin consideraciones universales de Cabo Verde, Baleares y Canarias en sus soberanías actuales, constituyen un germen de destrucción del equilibrio mundial de la paz, por ser ventajoso a todos que un arma, potente y difícilmente manejable, esté en manos fuertes y expertas y no de las naciones caducas. La fuerza de Inglaterra es garantía plena –la Historia es testigo– de conservación de la Humanidad”. Los masones peninsulares eran exhortados a superar dudas, reservando “en lo hondo del corazón el sentimiento de un pueblo para apoyar el bien de todos los pueblos y por tanto del vuestro”. Propugnaba asimismo “desprestigiar la figura del Generalísimo Franco, ahondar en el malcontento entre Ejército y Falange, muerte política de Serrano Súñer”, así como “Abrir las puertas de las cárceles en que gimen, en dantesco infierno, rebaños desdichados de hombres honrados, prisioneros de la tiranía más espantosa que registra la Historia (…) sometido todo a la voluntad despótica de un solo hombre, pigmeo-idiota, engreído por la adulación más baja y servil que haya deshonrado a la Humanidad”. Otra comunicación atribuida a Martínez Barrio animaba a los masones, si bien eludiendo detalles escabrosos”. Nuevamente encontramos el servicio a Inglaterra en un amplio sector de la Masonería, en nombre de la “Humanidad”.
Dejo aquí de lado la evolución de la Masonería bajo el franquismo y la democracia, dado el exceso de de especulación sobre ella. Sí interesa señalar su peso en el Parlamento europeo, que según algunos cálculos de difícil comprobación supera en porcentaje al que se dio en las Cortes de la II República. La idea de una Unión europea después de la II Guerra Mundial, en su origen democristiana, tomó progresivamente un tinte socialdemócrata con influjo masónico y línea predominante anticristiana.
También en contraste con los siglos anteriores, la propia España entró, como Hispanoamérica, en un largo período de convulsiones, con tres guerras civiles (aunque solo la primera de gran intensidad) y decenas de pronunciamientos militares, en los cuales volvemos a encontrar a menudo a los hijos de la luz. Fernando VII, llamado El Deseado aunque muy poco deseable, prohibió y persiguió a la masonería, sin lograr erradicarla. Por el contrario, no hay duda de que la infiltración en el ejército aumentó, y en 1820 el pronunciamiento del masón Riego logró impedir la marcha del ejército preparado para sofocar las rebeliones en América. El golpe fue fruto de una amplia conspiración, centrada en Cádiz. En ella tomaron parte decisiva políticos masones, como el muy activo Istúriz, así como un muy probable agente de Londres, Mendizábal, suministrador del ejército y autor más tarde de una Desamortización que no fue expropiación sino expolio de bienes religiosos. Las guerras de independencia en América no se entienden sin el interés de Inglaterra, que ejercía su influencia a través sobre todo de las logias. Probablemente muchos de los conjurados no deseaban la separación de la América hispana, sino que creían ilusamente que con un golpe liberal los jefes independentistas se someterían, ya que también se proclamaban liberales. El pronunciamiento de Riego no tuvo éxito inmediato, pero al sumarse las guarniciones de Galicia, Barcelona y Madrid, el rey hubo de claudicar y aceptar la Constitución liberal de 1812, dando paso al Trienio liberal.
El Trienio, comenzado lastimosamente con una traición al país, presenció una verdadera eclosión de círculos masónicos que Galdós caracteriza en El Grande Oriente como cuadrillas de una “hermandad utilitaria que miraba los destinos como una especie de religión y no se ocupaba más que de política a la menuda (…) de impulsar la desgobernación del reino (…) Un centro colosal de intrigas”. Como ocurría por lo demás en Hispanoamérica, desesperando al mismo Bolívar. Los liberales, parte de ellos hijos de la Viuda, empezaron a dividirse entre los moderados, defensores de una evolución tranquila y respetuosa con la Iglesia, y los exaltados, que tomaban la Revolución francesa por modelo y mostraban odio abierto a la Iglesia. Había masones en las dos ramas liberales. Los exaltados se escindieron a su vez en dos en tan corto período. El resultado recuerda al de América: alborotos y desórdenes, acabados a los tres años por la intervención de los llamados Cien mil hijos de San Luis, entre quienes no debían de faltar masones a su vez, y reclutados por las potencias europeas para poner fin al caos español. Ricardo de la Cierva considera el Trienio como el primer apogeo de la Masonería en España, siendo los otros dos el Sexenio Revolucionario desde 1868 y finalmente la II República de 1931 al 36. Se trata de una apreciación bien fundada, a mi juicio. En todos esos momentos la Masonería gozó de la máxima libertad para actuar y desarrollar sus planes, y se aplicó a ellos concienzudamente.
No hace falta extenderse aquí sobre los decenios posteriores a la muerte de Fernando VII en 1833 hasta la Restauración en 1875. Fue una época inestable, en la que la masonería, teóricamente prohibida pero no perseguida, desempeñó un papel relevante. Volvieron los numerosos políticos y militares masones exiliados por la persecución de Fernando VII después del Trienio, y engrosaron las filas liberales. Se produjo en el país una triple división: entre los tradicionalistas y los liberales por una parte, y dentro de los liberales entre los moderados y los exaltados. Una vez vencido el carlismo, habría otras dos guerras de ese tipo, pero mucho menores, por lo que serían las discordias entre unos liberales y otros las causantes de la convulsión y el estancamiento del país. En las direcciones de las dos ramas liberales operaban masones, más destacadamente entre los exaltados, más tarde llamados progresistas, demócratas o republicanos. Las dos facciones liberales se turnaron, pero no pacíficamente, sino mediante pronunciamientos que, si bien fallidos en su mayor parte, desestabilizaban el sistema. Fue el tiempo de los espadones, el primero de ellos Espartero, también muy probable masón y ligado a Inglaterra, ante la extraordinaria ineptitud y demagogia de los políticos de entonces. Los cuales no diferían demasiado de aquellos republicanos del siglo XX, tan duramente caracterizados por Azaña, ni de otros más recientes. El liberalismo exaltado se apoyaba en las numerosas logias del ejército, de las cuales salieron muchas intentonas de golpe militar. De modo que, como ha estudiado el general Alonso Baquer en El método español del pronunciamiento, y contra una impresión muy popularizada, la gran mayoría de los pronunciamientos no tuvo carácter derechista sino extremista de izquierda.
El período desembocó en la Revolución de 1868, que se autodenominó Gloriosa a imitación de la inglesa de 1688, y acabó con el reinado de Isabel II. En realidad se trató del enésimo pronunciamiento posterior a una conspiración aún más amplia que la que llevó al Trienio. El director del complot fue Juan Prim, masón y uno de los políticos y militares más dotados de la época; y el coordinador Sagasta, asimismo hijo de la Viuda, que tendría un gran porvenir político. Como en el Trienio de cuarenta y ocho años antes, esta revolución, que duraría seis años, tomó un tinte fuertemente anticatólico. Los masones se dividieron en unos cuantos grandes orientes y grandes logias que reñían entre sí por dominar el poder, originando una verdadera epilepsia política. Para ponerle fin, Prim buscó un nuevo rey, lo que provocó indirectamente la guerra francoprusiana de 1870, al desear cada potencia un monarca favorable a ella en España. La elección recayó en el italiano Amadeo de Saboya, también masón, y poco después Prim fue asesinado en una conjura en la que participaron otros masones de espíritu fraternal debilitado. Amadeo sufrió a su turno un atentado, sin consecuencias graves y, rodeado de Hermanos, se desesperaba por las intrigas y odios: “Yo no entiendo nada. Estamos en una jaula de locos”, lamentaba. Y salió del país poco menos que a escape. La situación desembocó en 1873 en la I República, que elevó el caos al delirio en medio de tres guerras civiles, una carlista, otra provocada por los cantones que querían independizarse y disolver al país en unas nuevas taifas, y otra en Cuba; y nadie gobernaba propiamente hablando. Uno de los presidentes, Figueras, huyó a París sin avisar a nadie, después de advertir, en catalán, que estaba “hasta los cojones de todos nosotros”. En menos de un año hubo cuatro presidentes, según Ricardo de la Cieva todos masones menos Castelar (no está claro el caso de este último). Finalmente el general Pavía terminó con la alucinada farsa disolviendo las Cortes con un destacamento de guardias civiles.
Como vamos a comprobar, la masonería cobró cariz patriótico en algunos países, pero parece claro que no lo hizo en modo alguno con respecto a España. Un libro divulgativo del jesuita filomasón Ferrer Benimeli explica en la contraportada: “La historia de la Masonería en España es, ante todo, la historia de su persecución”. Como veremos, no es lo que se dice una apreciación histórica muy próxima a la realidad.
La orden no aparece en España hasta principios del siglo XIX, aunque a lo largo del anterior algunos ingleses y otros extranjeros fundaron logias, varias militares a partir de Gibraltar, que alcanzarían influencia en Andalucía. Pero en las logias del siglo XVIII apenas entraron españoles. Con cierta despreocupación por el rigor histórico, se ha dicho que el conde de Aranda o el mismo Carlos III eran hijos de la luz, solo por haber expulsado a los jesuitas. Pero no hay la menor prueba de su masonismo, más bien al contrario, y dicha expulsión revela, nuevamente, que no hace falta pertenecer a la orden arquitectural para adoptar determinadas políticas.
El panorama cambió con la Guerra de Independencia, quedando como legado de ella numerosas fraternidades. Entre las tropas británicas y francesas –enfrentadas entre sí– abundaban las logias, las cuales se implantaron también en el ejército español (no deja de ser una ironía que Wellington, un masón, luchara contra ejércitos franceses abundantes en hermanos suyos de fe). El Consejo de Regencia relacionado con las Cortes de Cádiz prohibió la masonería, mientras que el rey José, impuesto por Napoleón, fue el primer Gran Maestre de una masonería de españoles, formada para defenderle de los patriotas.
Entre tanto, el Imperio español fue destruido en su mayor parte, y si el influjo de la Fraternidad en las revoluciones useña e inglesa ha solido ser abultado por encima de la realidad, en cambio no hay duda del carácter masónico que tomó la lucha por la independencia en las posesiones españolas. Los principales próceres de la rebelión, Miranda, San Martín, O´Higgins, Bolívar, Sucre, Santander, Nariño, probablemente Hidalgo, Morelos y otros, fueron iniciados y fundaron nuevas logias volcadas de lleno a promover la rebelión, y lo hicieron seguramente con relaciones y apoyo de las fraternidades inglesa y useña, pues ambos países estaban interesados en aniquilar el Imperio español. Francisco Miranda, el Precursor, entró en la masonería cuando colaboraba en Usa con los insurrectos antibritánicos. Desde entonces dedicó su vida a luchar contra España en América. Viajó por Europa, donde participó en las luchas de la Revolución francesa, para aprender cuanto pudiera serle útil a su objetivo y establecer amplias relaciones internacionales. Ya en 1798 fundó en Londres una logia llamada Gran Reunión Americana o, algo inapropiadamente, De los Caballeros Racionales. Su objetivo era instruir y captar a personajes de algún peso político para encabezar en su momento la revuelta. Para entonces, Miranda estaba pensionado por el gobierno inglés, del que era, por tanto, agente pagado. De sus Caballeros racionales derivó la Logia Lautaro, extendida a Cádiz. El nombre lo propuso el chileno O´Higgins, por un caudillo araucano que luchó contra los conquistadores. A ella pertenecieron la mayoría de los jefes independentistas. Debido a que estas sociedades se centraban en la conspiración política y prestaban menos atención a los rituales, algunos autores les han negado carácter “realmente” masónico, pero se trata de una matización irrelevante. Miranda y otros se habían iniciado antes, y crearon las nuevas logias sobre el mismo modelo, aparte de que la Masonería siempre mostró avidez por la política.
El Precursor tenía ciertas manías de grandeza: unir la América española y portuguesa en un magno imperio hereditario llamado Gran Colombia en honor a Colón y regido por un emperador titulado “inca”, por atraerse a los indios. Pensó también en fórmulas republicanas. En 1806 reclutó algunos mercenarios en los barrios bajos de Nueva York, y con tres barcos y apoyo inglés, intentó sublevar Venezuela. Casi nadie le siguió allí y tuvo que volverse a Londres. En 1808 planeó una nueva expedición, conectada con otra que preparaba Inglaterra al mando de Wellesley, futuro duque de Wellington, para atacar la América hispana. Pero entre tanto los españoles se sublevaron contra Napoleón, y Londres priorizó la ayuda a los sublevados, desviando a Wellesley a la península y frustrando así el proyecto de Miranda.
Pese a estos fracasos, la guerra en España, con el desorden creado y la mayor dificultad de las comunicaciones transatlánticas, favoreció extraordinariamente los proyectos masónico-independentistas. En 1810 comenzaron las intentonas de Bolívar y Miranda en Venezuela y de Hidalgo en Méjico. Ambas fracasaron, y Bolívar no dudó en traicionar a su hermano Miranda y entregarlo a los españoles. No obstante, las rebeliones continuarían durante catorce años, con tres fases. Hasta 1815, España apenas pudo enviar refuerzos, por lo que las luchas opusieron a los independentistas con las pequeñas tropas virreinales y la mayoría de la población, de sentimientos prohispanos. A fin de cavar un foso entre los americanos y los españoles, Bolívar decretó contra estos una guerra de exterminio que estuvo cerca de volverse en su contra cuando el llanero Boves la aplicó a los independentistas. Luego, el Río de la Plata se independizó de hecho. Derrotado Napoleón, desde 1815 se abrió la segunda fase, al permitir el envío de más tropas desde la península. Pero España estaba devastada y no podía hacer mucho. Aun así, Bolívar estuvo muy cerca de la derrota, salvándole el auxilio de unos miles de soldados y oficiales británicos bien adiestrados. En 1819, la rebelión avanzaba, y al año siguiente, España reunió con gran esfuerzo entre 15.000 y 20.000 soldados para enderezar de nuevo la situación. Teniendo en cuenta que en América lucharon por ambas partes contingentes reducidos, pues la batalla mayor no reunió a más de 7.000 hombres por cada parte, y generalmente fueron muchos menos, aquellas tropas podían haber decidido la pugna. Pero entonces otro masón, el coronel Riego, que mandaba parte de los soldados españoles impidió su embarque sublevándose en uno de los primeros pronunciamientos. El golpe dio paso a la tercerta etapa , en la que llevaron las de perder los partidarios de España, incluyendo muchos indios que fueron masacrados por los rebeldes. Y en pocos años la independencia fue un hecho. Aprovechando la situación, Usa se apoderó de la Florida, ofreciendo después su compra por cinco millones de dólares, que Madrid, incapaz de defenderla, aceptó.
Durante estas guerras y después, los independentistas cultivaron un odio frenético a España y a los españoles –sus antecesores–, mientras se proclamaban caprichosamente herederos de las tribus y estados indios. Sobre los hispanos vertían los peores epítetos: “estúpidos, feroces, viciosos, supersticiosos”, “raza maldita” (era la suya propia), “nación inhumana y decrépita”, “la tiranía más cruel jamás infligida a la humanidad”, etc. Según Bolívar, España aspiraba en el Nuevo Mundo a aniquilar a sus habitantes y cualquier vestigio de civilización. Se hablaba de la disolución de la lengua española en otras nuevas sucedió con el latín. En gran parte era la herencia de las demenciales calumnias de Las Casas, base de la Leyenda Negra cultivada con fruición por los protestantes y por Francia, por supuesto también por la masonería de ambos países, de Usa y otros. El objetivo de los independentistas consistiría en “desespañolizarse”, como explicaba el Evangelio Americano de Francisco Bilbao, asimismo masón.
Naturalmente, sobre la aniquilación del legado español esperaban construir una sociedad esplendorosa, pero no tuvieron suerte. La América hispana de finales del siglo XVIII era quizá más rica que Usa, pero la relación se invirtió pronto desastrosamente. En 1823, el pujante vecino del norte se permitía declarar la Doctrina de Monroe, cuyo sentido real consistía en ejercer una especie de protectorado sobre todo el continente. El plan de la Gran Colombia fracasó enseguida, originando varias naciones mal avenidas entre sí, sometidas a frecuentes golpes de estado y disturbios civiles. El propio Bolívar declaró abiertamente su desconfianza en la moralidad de sus seguidores, si bien él no había sido un modelo de templanza y veracidad. En 1829, pocos años después de su victoria, declaraba: “La América entera es un cuadro espantoso de desorden sanguinario. Nuestra Colombia marcha dando caídas y saltos, todo el país está en guerra civil. En Bolivia, en cinco días ha habido tres presidentes y han matado a dos...”. Y se lamentaba, en carta a un general amigo: «La América es ingobernable para nosotros. El que sirve una revolución ara en el mar. La única cosa que puede hacerse en América es emigrar. Este país caerá infaliblemente en manos de la multitud desenfrenada para después pasar a tiranuelos. Devorados por los crímenes y extinguidos por la ferocidad, los europeos no se dignarán conquistarnos. Llegó a sostener, poco fielmente: Nunca he visto con buenos ojos las insurrecciones, y últimamente he deplorado hasta la que hemos hecho contra los españoles». La proliferación de sociedades secretas masónicas o a imitación de ellas le llevó a prohibirlas, argumentando que “sirven especialmente para preparar los trastornos políticos, turbando la tranquilidad pública y el orden establecido; ocultando ellas todas sus operaciones con el velo del misterio, hacen presumir fundadamente que no son buenas ni útiles a la sociedad”. Como masón, no le faltaba experiencia al respecto.
Otro político e intelectual, Domingo Sarmiento, El educador de la Argentina, también masón, decía en sus Recuerdos de provincia: “Treinta años han transcurrido desde que se inició la revolución americana; y no obstante haberse terminado gloriosamente la guerra de la independencia, vése tanta inconsistencia en las instituciones de los nuevos Estados, tanto desorden, tan poca seguridad individual, tan limitado en unos y tan nulo en otros el progreso intelectual, material y moral de los pueblos, que los europeos (…) miran a la raza española condenada a consumirse en guerras intestinas, a mancharse con todo género de delitos y a ofrecer un país despoblado y exhausto como fácil presa a una nueva colonización europea”. Curiosa mudanza de lo que había sido el Imperio español, uno de los más pacíficos e internamente estables de la historia en sus casi tres siglos de existencia. Y contraste también con el impulso triunfante de Usa, en cuya revolución habían querido inspirarse los independentistas.