Notas de la cárcel

 

“Por último me condujeron a la prisión naval de Caranza. Me intranquilicé, ya que perdía la oportunidad de ponerme a salvo desertando. ¿Y si había calculado mal? Tal vez, pese a la evidente falta de pruebas, fuera condenado, por dar algún tipo de escarmiento o quién sabe. Me incomunicaron nueve días: mal síntoma, porque lo normal no pasaba de dos o tres. La celda era gélida y húmeda, con moho que crecía en la pared, junto al camastro de hierro. Al dormir, sin sábanas, entre mantas que habrían arropado a muchos cuerpos pecadores, me despertaba a cada vuelta, porque la cabeza calentaba justo la parte de la almohada en que yacía: al volverme, el contacto con la fría tela dolía como un mordisco. Las horas diurnas las empleaba paseando por el estrecho rectángulo, rumiando mil ideas. Si echaba la siesta, me levantaba presa de una melancolía abismal, pensando en la muerte.

    Salí por fin con los demás reclusos y arrestados, ninguno político. El ambiente era bueno, debido seguramente a que estábamos pocos y a que allí no se cumplían condenas prolongadas. El trato de los celadores tampoco era realmente duro y la comida resultaba muy aceptable, excelente en determinadas fechas (“El cocinero de Caranza”: http://www.libertaddigital.com/opinion/pio-moa/el-cocinero-de-caranza-26415/ ). Los presos veteranos estaban alegres dentro de lo que permitía su falta de libertad, pues habían conocido a un comandante, el mismo que me había interrogado, que les amargaba la vida, empujándoles al borde del motín. En cambio su sucesor, persona religiosa y de buen fondo, no agravaba innecesariamente las privaciones de los presos, y por eso se le tenía respeto.

   Trabé amistad con varios compañeros, a quienes no volví a ver tras la mili, excepto a uno, en curiosas circunstancias, viviendo yo en Bilbao. La tensión del encierro se aflojaba por medio de continuas peleas, casi siempre en broma, pero que dejaban a algunos los brazos y el pecho en puro cardenal. Hubo escasos incidentes de gravedad. Por la noche conversábamos de litera a litera y se contaban aventuras y picardías con frecuencia graciosas  y no siempre creíbles. Salían a relucir ejemplos de tristes injusticias y otros no tan injustos o no tan tristes. Se jactaban algunos de sus correrías (…)  Se criticaba a los chavales actuales, atontados por una educación menos agreste que la pasada. Se leía bastante, en particular los maravillosos cuentos de Chéjof, que varios descubrimos entonces . Había quien sostenía ideas edificantes: “Somos un puntal de la economía. De nosotros comen los abogados, los policías, los jueces, los albañiles que construyen la prisiones, los funcionarios de prisiones y del ministerio de justicia, los fabricantes de esposas, pistolas… Si te pones a pensar, ¿dónde iba a emplearse esa gente si no fuera por nosotros?” Apenas existía allí el clima denso y podrido que referían de otras cárceles los más baqueteados, lo “pájaros de talego”, clima  que en Caranza solo asomaba en detalles.

   Unos cuantos nos pelamos al cero. El barbero era hablador y tranquilo: “Tú no llegaste a conocer a Zutano, me parece, salió hace poco. Te habría divertido. Un tío que había viajado la tira, no sabes. Contaba que no le importaría tirarse a su propia madre, como a cualquier otra tía, decía, porque él estaba liberado, que no tenía ¿cómo decía?…Tabas… ja,ja, ¿Tabús? Sí, serían tabús. Decía que si no lo hacemos es porque nos los han metido en la cabeza de pequeños, pero que en realidad era completamente natural. Según el gachó, lo que pasa es que estamos muy atrasados. ¡Anda que no hay gilipollas por ahí, sueltos, eh” “Es que corriendo el mundo se aprende una barbaridad”, le replicaba yo.

(De un tiempo y de un país, en caseta 237 –Encuentro– de Feria del Libro)

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   “De Palos a Moguer quedan siete kilómetros. El de la mochila apenas ha parado en todo el día y no quiere empezar el siguiente con agujetas. Además, pronto va a oscurecer, pues el invierno apenas ha terminado. En fin, dirígese a paso ligero a Moguer. Entrando en el pueblo ve de refilón un rótulo: “Mesón del Lobo”. Ya pasaba de largo cuando un vislumbres del interior del local le hace dar apresuradamente res pasos atrás y cruzar la puerta. De pronto se siente en un tiempo muy pretérito, lo mismo del siglo pasado que de tres o cuatro antes: una gran nave de techos muy altos, con el vigamen al aire; unas lámparas amarillentas envueltas en mimbres de garrafas, con luz que no va más allá de la que pudieran dar unos velones; paredes engalanadas con telarañas semicaídas y polvorientas; cubas apiladas contra los muros. Un buen fuego arde bajo una chimenea adornada en su exterior con sierras, hoces y otras herramientas renegridas de hollín. En una esquina, un lobo disecado, y en un patio, accesible por una puerta frontera a la entrada, jaulas con gallos. Contados parroquianos ante la barra, como perdidos en una cueva. Mesas de madera en agradable desorden.

   El viajero, encantado, quizá deba aclarar que estima la taberna entre los logros más altos de la cultura: foco primario de convivencia, de ingenio y de pensamiento. El arte popular, versos, canciones, refranes, acertijos, ¿dónde se habrá incubado sino en la taberna? Lugar abierto, acogedor para el forastero. Una ciudad escasa en tabernas recuerda a un desierto, a un  muro infranquiueable. Refugio de solitarios u horno de sociabilidad, de risas o de riñas, de charla superficial o de discusiones densas, de confidencias y proyectos, a veces peleas, estos antros acogedores, con raíces quizá en las fraguas y molinos, albergan también el vino, jugo de la cultura mediterránea… ¿Qué podría decirse de ellas que no fuera elevado? Mas, por desgracia, esta institución crucialísima se halla en peligro mortal bajo el furioso ataque de fluorescencias, prefabricancias, televisores, plástico, cola y tragaperras. Un elemento clave de la civilización occidental sufre amenazas feroces, y ese peligro debiera conmover la conciencia de la autoridad competente.

 (Viaje por la Vía de la Plata)

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“Desde la calle Caudillo de España…”

Un mediodía, a principios de verano del 70, coincidí casualmente con Manolo  en los comedores de la Complutense, que aún llamábamos “del SEU”, el sindicato falangista disuelto unos años antes. Al ser muy baratos, iba aquel a comer allí en ocasiones. Su traza, algo indolente, reflejaba desánimo. Por lo visto, la saludo de su OMLE (Organización de Marxistas Leninistas Españoles) dejaba que desear. Se alegró el hombre cuando le comuniqué que había salido del PCE: “Menos mal, las cosas terminan evolucionando, lentamente”. La OMLE iba a montar una serie de charlas acerca del revisionismo y cuestiones políticas de actualidad. Me apunté a ellas.

   Ese verano yo trabajaba en el diario Pueblo haciendo prácticas. El curso en la Escuela Oficial de Periodismo había sido agitado, y quizá a consecuencia de ello (Emilio Romero era director de la escuela, además de serlo de Pueblo) me colocaron al lado y bajo la dirección de unb policía “social” de aspecto culto. Yo jugaba un poco a hacer el bocazas  (…)

   A las reuniones de la OMLE solíamos ir cinco o seis personas, al atardecer, una vez por semana. Asistían Rizos, Cerdán, bueno de Pablos y varios más del círculo del colegio Perelló (…) Faltos de local las reuniones se hacían al aire libre. Por ironía nos citábamos en la calle Caudillo de España, donde termina Quintana y empieza el barrio obrero de Pueblonuevo. Vivía en la mencionada calle un prominente miembro de la oposición, según señalaba un libro de entrevistas que escribió Sergio Vilar para hacer la rosca, por cuenta del PCE, a figuras con eventual porvenir, a quienes pretendía atraer al dichoso “Pacto para la libertad”.

   Quedábamos frente a una pared en la que alguien  había pintado la consigna “Boicot”. La pintada era antigua. De allí marchábamos a cualquier sitio adecuado, como las obras de la Avenida de la Paz (hoy M-30) y nos sentábamos en la penumbra, al bochorno del anochecer madrileño, ni escondidos ni muy visibles. Se hablaba en voz baja. Cuando oíamos acercarse a un transeúnte, alguno elevaba la voz y hacía una observación sobre un partido de fútbol, una excursión a la sierra, una chica imaginaria. Venían las risas, motivadas por lo forzado de las ocurrencias, y el extraño pasaba. ¿Cómo podría olfatear actividades conspirativas, fantasear que allí se incubaba la reconstrucción del partido comunista y tantas cosas posteriores? Solo percibía el bulto de una pandilla de jóvenes que reían y parloteaban de lo que todo el mundo.

   Debió de ser por esas fechas cuando la OMLE recibió un vigoroso impulso, de trascendencia para su futuro: a través de la organización parisina se entabló trato con unos jornaleros andaluces que acudían a Francia a la recogida de la remolacha. El contacto, por no sé qué caminos, había derivado hacia una compañía de teatro aficionado de Cádiz. La compañía se llamaba “Quimera” y la dirigía Sánchez Casas, que con el paso de los años sería un dirigente del Grapo. 

(De un tiempo y de un país Debo advertir que estos extractos no siguen un orden cronológico)

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   Llegado a Sevilla de madrugada, el viajero espera en un bar el autobús para Aracena mientras mira adormilado las cenizas de la animación festera del día anterior, prestas a reencenderse: la Feria de Abril. Grupos de noctámbulos ojerosos, con resaca de la algazara de la víspera, toman chocolate y churros.

   Ya en el bus, le radio va informando de un suceso harto raro: un pueblo andaluz en peligro de ser sepultado por masas de barro que surgen de una montaña. Desde Aracena, la carretera hacia el norte empieza bajo un puente al lado de una ermita. A partir de ese lugar, el andariego marchará acompañado por los trinos de mil aves, por el canturreo de los arroyos y por las ráfagas de viento, un viento frío y a ratos violento, cuyo rumor sordo llega a aturdirle. Olivares, encinas, Castaños… A cada recodo del camino los montes componen un cuadro distinto, y sobre ellos el cielo está muy azul, con jirones de nubecillas. Los perfiles del paisaje se marcan con dureza, casi agresivamente.

   A tres o cuatro kilómetros, Carboneras, aldea pequeña y pobre; en tiempos debió de hacerse allí mucho carbón vegetal, de encina. Los muros de las casas enseñan su mampostería parda, sin cubrir y sin cal.

   La carreterilla está en obras. Al poco domina el ruido traqueteante de una apisonadora. Después vuelven los gorjeos, los arroyos y el viento. El firmamento se va algodonando lentamente. No hay gente ni tráfico, y el andarín camina concentrando su atención en los variados sonidos del entorno, una sinfonía desigual e hipnótica. Pese al fresco, los lagartos han empezado a salir al sol, y de pronto se esconden con rumor de rozadura y de hojas secas.

   Más adelante surge un lago muy azul en medio del verde oscuro de montes y bosques, componiendo un juego de ondulaciones de color, entrantes y salientes: el embalse de Aracena. Breve descanso al pie de una encina  sobre una peninsulilla adentrada en el pantano. Cerca, un solitario bar, un par de tiendas de campaña; enfrente, al otro lado del agua, tierra de pastos punteada de encinas.

   Un puente, cruzado el cual el paisaje se torna desabrido. En el terreno más llano el fuerte viento, de vendaval, azota al viajero, aportando a su ánimo una mezcla extraña de serenidad y desolación, impresiones remotas de desamparo frente a una naturaleza inhóspita.

 Qué opresivos se tornan los paisajes

a quien con ellos no ha puesto acorde el alma

La inmensa fuerza quieta advierte a nuestros nervios

de su destino ignoto, y siente el caminante

la hostilidad de la tierra hacia su paso,

la vacuidad de su paso por la tierra.

(De Viaje por la Vía de la Plata)

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“Un día entero estuvimos remando por la ría…

***Para entender a Rajoy. En 2008, cuando Rajoy hacía un paripé de oposición escribí esto: http://www.libertaddigital.com/opinion/pio-moa/para-entender-a-rajoy-43734/  

**Una hora con la Historia: La cultura en el reino hispanogodo, primera nación española: https://www.youtube.com/watch?v=DGNH4D2w80w&t=13s

Este sábado trataremos de la caída o “pérdida de España”, un tema que ha hecho correr ríos de tinta. En Radio Inter, 9,30 de la noche, 918 de Onda Media y 93,5 de FM (esta solo  en Madrid)

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Los domingos por la mañana nos juntábamos unos excelentes amigos, andaluces y catalanes sobre todo, y nos poníamos morados de queso, jamón y chorizo, generosamente regados con vino de una bota. Entreteníamos mal que bien el tiempo libre. Las marchas y ejercicios con armas no lograba evitar que me gustaran. En la compañía estaba un personaje notable, de los rarísimos toreros gallegos. ¡Qué afición a los toros! Tenía un carácter de otra época: honrado, directo, sensible y valiente. Se expresaba con brusquedad, lo que chocaba al principio, pero con gracia cuando narraba sus peripecias de maletilla. Consideraba que el toreo de ahora era “una mariconada”: “Ahí tienes a los tíos haciendo pesas, cuidando el cuerpo, con dietas… El torero de verdad es el que llega al ruedo tan machacado de beber, trasnochar y follar que no se tiene en pie. No es que se arrime al toro por valor, es que no se puede mover, de lo escarallado que está”. Uno de Bilbao le secundaba con entusiasmo: “¡Viva la España golfa, borracha y torera!”

   Conversando  un día con un compañero de Álava me contó que había estudiado en la Universidad Laboral de Gijón, donde tuvo amistad con un conocido mío de cuando militaba en el PCE, en Vigo. ¡Esta casualidad traería consecuencias largas!

   El antiguo camarada vigués era Alonso Ribeiro, quien sería detenido a principios del 77, en pleno apogeo del secuestro de Oriol y Villaescusa. La policía creyó entonces(erróneamente)  haber cogido la clave para destruir al GRAPO y sometió a Alonso a un brutal tratamiento durante varios días. Pues bien, en el PC, Alonso se llamaba Ponte , en memoria de un guerrillero del maquis de los años 40, y yo no había sabido su nombre real ni su domicilio, por razones de seguridad. Pero las referencias del alavés indicaban con certeza que se trataba de la misma persona. Me dio su dirección.  

   Durante el permiso de verano fui a buscar a Ponte a su barrio de Teis, y al momento nos enfrascamos en discusiones sobre la situación política. Le expliqué los motivos de mi separación del PCE, mientras cruzábamos la ciudad en largos paseos, al atardecer. Le hablé de la situación general tal como la apreciábamos, de los proyectos de la OMLE, de las posiciones marxistas-leninistas chinas y albanesas; charlamos sobre la línea adecuada respecto al sindicalismo franquista. Un día entero estuvimos remando por la ría, y seguíamos en lo mismo. Me enteró de que en Vigo un amplio sector del PCE, principalmente de las juventudes, estaba descontento y poco menos que en rebeldía hacia la dirección de Carrillo. Las juventudes retenían a los suyos sin dejarlos pasar a la organización de mayores y rechazaban la política rusa (revisionista). No tragaban ciertos anteriores envíos de carbón polaco a España, que habían saboteado una huelga de los mineros asturianos. Exigían asimismo clarificar los ataques a Stalin; deseaban conocer las posiciones chinas, con las que simpatizaban casi instintivamente. No aceptaban la vía pacífica propugnada por Carrillo y propugnaban un galleguismo más duro.

    Vi los cielos abiertos… “

(De un tiempo y de un país)

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 “La hazaña de patearse los campos extremeños en plena canícula de agosto arredra un poco al caminante. ¿Por qué no saltarse unos cientos de kilómetros al norte, a tierras frescas y hacer la última etapa antes que las intermedias?  (…)

  Sobre una mesa de mármol de la Cervecería Alemana en la madrileña plaza de Santa Ana el viajero consulta mapas y calcula opciones. Es una calurosa mañana dominical. A su lado charla una pareja, los dos mayores. ¿Charla?  La mujer, de bellos ojos azules y expresión a un tiempo abierta y melancólica, habla en realidad al vacío, con marcado acento gallego, seguramente por desahogarse. El varón de rostro consumido y algo agitanado, corresponde con bufidos ocasionales “¡Ah, cuando íbamos por entre el centeno… ¡La vida en la aldea era tan bonita! El olor del centeno no se olvida.. Y cuando íbamos por el monte. Yo iba con mi padre. Cuando era niña, yo le ayudaba a preparar la pólvora para los cartuchos, porque él cazaba, ¿no sabes?, y vendía muchos cartuchos, que él sabía hacerlos, les metía la pólvora, ¿no sabes? Y yo le ayudaba. ¡Disfrutábamos tanto! ¡Teníamos tantas cosas que ahora ya no hay…! Éramos más pobres …¡y éramos más ricos!”

   Cuenta su antigua y feliz vida, seguramente mucho más feliz que la de ahora, con expresión nostálgica y sin prestar atención a los gruñidos de su compañero de mesa. Este, atento a su vez a un vaso de vino,  fuma un Ducados con labios brillantes de saliva. Echa ojeadas por la ventana o a otras mesas, como si buscase una compañía más digna de él.

    A un camarero, también sentado, le comenta la prensa una señora: “Fíjate lo que dice Marcelino Camacho de los socialistas… Pues si él dice eso, ¡qué diremos los fachas!”.

   Los dos ancianos han quedado silenciosos, ella con expresión soñadora y melancólica, él con ceño despectivo. Contados clientes en otras mesas.

   El calculista de viajes pide otra cerveza, la toma de dos tragos, paga y sale al sol de la plaza. Dos mendigos, de los que tanto han proliferado estos años, se amenazan con voz estropajosa y uno  blande una botella de vino con movimientos inseguros. Varios jóvenes demacrados, drogadictos, toman el sol en unos bancos. Pasan turistas, gente del foro, un par de muchachos nórticos, de barba muy rubia, sucios y con mochilas. Serán las doce. El viajero baja la calle del Prado y luego tuerce hacia la de Atocha, donde habita un cuarto alquilado por poco dinero en el piso de una buena amiga húngara, Klàra o Clara.

(Viaje por la Vía de la Plata

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**Feria del libro, Madrid 

Caseta 237: “De un tiempo y de un país” (memorias), “La guerra civil y la democracia en España”, “Los orígenes de la guerra civil”.

**237: Los personajes de la República vistos por ellos mismos” “El derrumbe de la República” “La quiebra de la historia progresista”

**Caseta 176 (Esfera de los libros): “Sonaron gritos y golpes”, “Años de hierro”, “Los mitos de la Guerra Civil”

**”176: “Los mitos del franquismo”, “Nueva historia de España”, “Europa, una introducción a su historia”.

 

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Comienzos clandestinos de la OMLE en Madrid

Los godos son la bestia negra de la progresía. Pero lo malo está en la progresía, no en los godos:https://www.youtube.com/watch?v=DGNH4D2w80w&t=12s …

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Base de operaciones de la OMLE en Madrid  fue el piso en que terminaron recalando Manolo y María, en la calle Cartagena, cerca de la autopista de Barajas : una vivienda pequeña que daba a un patio interior, de una vasta casa de vecinos. Tenía dos habitaciones pequeñas, una cocina más pequeña, un cuarto de baño todavía más pequeño, capaz  para una sola persona a un tiempo, y una salita más extensa, semillena por una mesa grandota y maciza. Las puertas, con buen acuerdo, eran correderas. A la casa se accedía no solo por la puerta, sino también por una ventana, como comprobé un día que olvidé la llave dentro. Por suerte no menudeaban los robos en los pisos.

   Pues también yo me metí en él, por pura casualidad. Dado que Manolo  y María ocupaban una habitación, buscaron a alguien de confianza para la otra y así menguar gastos. Un conocido común, hoy en Australia, nos presentó y fui el tercer inquilino, hacia enero de 1970.

   Por aquel entonces yo militaba en el PCE. La convivencia no trajo roces sectarios porque los omlianos me incluían en “la base honrada” del revisionismo, a la cual intentaba atraer. Sosteníamos discusiones y en ellas salían a relucir tanto los mayores conocimientos teóricos de la pareja como su enturbiada percepción del ambiente popular y sus insuficiencias en la labor “de masas”. Aplicaban rígidamente unos pocos supuestos a todas las facetas de la vida, y sus conclusiones no convencían. Además, muchas de sus ideas sobre España no pasaban de prejuicios adquiridos en la emigración. Una vez contaba Manolo cómo había ayudado a un anciano analfabeto a orientarse en el metro, concluyendo: “porque en este país casi ningún trabajador sabe leer y escribir. ¡Claro, al fascismo no le interesa!”. Paradójicamente María, la francesa, captaba de ordinario con más realismo la vida de aquí.

   El piso servía de centro de reunión para planificar la labor de los simpatizantes del Perelló. En ocasiones se juntaban en él, al anochecer. Cuando me acostaba oía inevitablemente sus proyectos, riéndome para mis adentros de sus pretensiones de clandestinidad a ultranza que comparaban, muy a su favor, con la liviandad liberal achacada al PCE. Permitían, empero, que un elemento ajeno a su grupo estuviera al corriente de sus tareas, cosa injustificable (…) 

  Hacia abril me fui del piso de la calle Cartagena, por razones personales y porque me parecía demasiado expuesto, debido a la cantidad de gente que lo frecuentaba. Los omlianos tampoco durarían mucho allí: poco antes habíamos tenido una fiesta de cumpleaños o cosa por el estilo, aguada por la detención de un pariente cercano de no sé quién. El nerviosismo resultando se diluyó en una batalla en la que nos lanzábamos unos a otros champán barato, vino y al final aceite, que estropeó la ropa de un contendiente y manchó las paredes. A los pocos días les visitó la casera, quien, al observar en los muros las indelebles manchas aceitosas, dio a sus inquilinos un corto plazo para desalojar”. (De un tiempo y de un país)

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 “Almendralejo es lugar grande y poblado, con varios buenos edificios. Patria de poetas, al menos de dos famosos, Carolina Coronado y Espronceda. La estima por Espronceda ha sufrido altibajos y, de comparársele con Byron ha descendido hoy a un semiolvido. Al viajero le resuenan los versos: Y si caigo, ¿qué es la vida?/ Por perdida ya la di/ cuando el yugo del esclavo/ como un bravo sacudí. Muy bien. Los versos le traen a la cabeza días lejanos en París, acompañado de otro comunista, dedicados ambos a reconstruir el partido del proletariado.  Hablaban de lo suyo, esperando el metro en un andén, y a cuenta de Dios sabe qué, había salido La canción del pirata. Quizá Espronceda se revalorice. Cada generación cree, vanidosamente, haber establecido el criterio último sobre el arte o sobre cualquier cosa. El poeta no solo escribió, también vivió al estilo romántico, o al menos se lo propuso. Claro que el romanticismo no prende bien en España, acaso porque nuestro sustrato celta sea endeble.  El romanticismo, los romanticismos, serían sacudidas recurrentes de dicho sustrato, enterrado en el inconsciente europeo. La idea hace sonreír al viajero. No es ningún experto y se le ha ocurrido de pronto, pero otros lo habrán pensado antes y  probablemente él lo ha leído en algún sitio que no recuerda”. (Viaje por la Via de la Plata)

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**Feria del libro: “De un tiempo y de un país” (memorias), “La guerra civil y la democracia en España”, “Los orígenes de la guerra civil”, caseta 237“

**Los personajes de la República vistos por ellos mismos” “El derrumbe de la República” “La quiebra de la historia progresista” en caseta 237 (Encuentro)

**Caseta 176, Feria del Libro: “Sonaron gritos y golpes”, “Años de hierro”, “Los mitos de la Guerra Civil” (“La esfera de los libros”)

**”Los mitos del franquismo”, “Nueva historia de España”, “Europa, una introducción a su historia”, en caseta 176

 

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Un piso ruinoso entre Sestao y Baracaldo

**Feria del libro: “De un tiempo y de un país” (memorias), “La guerra civil y la democracia en España”, “Los orígenes de la guerra civil”, caseta 237“

**Los personajes de la República vistos por ellos mismos” “El derrumbe de la República” “La quiebra de la historia progresista” en caseta 237 (Encuentro)

**Caseta 176, Feria del Libro: “Sonaron gritos y golpes”, “Años de hierro”, “Los mitos de la Guerra Civil” (“La esfera de los libros”)

**”Los mitos del franquismo”, “Nueva historia de España”, “Europa, una introducción a su historia”, en caseta 176

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   “Viví unos meses  en una pensión de Bilbao, donde se alojaban también dos chicas, novias de policías o empleadas en dependencias policiales, lo que me obligaba a extremar las precauciones. Después me mudé a casa de un compañero  que me ofreció habitación y comida a un precio razonable. Era un portugués ya mayor y vivía con su mujer, de la misma nacionalidad, en un caserón decrépito, saliendo de Baracaldo hacia Sestao. El edificio, de fachada terrosa y tres o cuatro pisos, se levantaba junto a un puente. Al lado se pudrían  vetustas instalaciones de Altos Hornos. Frente al portal cruzaba la carretera, de tráfico  denso. Cuando circulaban camiones pesados, y lo hacían constantemente, trepidaban los pisos de la casa: supe que estaba en vías de ser declarada en ruina. Mi ventana daba al sucio riacho y en el balconcillo guardaba la patrona unas cajas donde criaba tres o cuatro gallinas.

    La mujer, madura de edad y carácter, atendía la casa y la mantenía muy limpia. Trabajaba aún más fuera, de asistenta. Con una pierna hinchada por la flebitis, la dura necesidad le imponía doblarse y arrodillarse muchas horas al día, fregando y limpiando. El marido, rezongón, socarrón y bienhumorado, estuvo en paro largas semanas. Entonces las estrecheces introducían hosquedad en el ambiente; por más que el humor y la discreción de ambos salvaban las riñas.

    Hospedaban a un segundo realquilado, paisano mío, no anciano pero sí envejecido. Antaño había trabajado en Madrid, donde vivía con su familia. Un día comprobó que su mujer le era infiel, y abandonó el domicilio sin querer dar ni pedir explicaciones. Nunca se refería a su desventura personal. Atormentado e incierto de su porvenir, se había aficionado al alcohol. Cuando llegaba un poco  bebido se ponía pesado y la mujer del portugués no lo soportaba bien: “Ya sé que no tiene culpa, que es muy boa persona, pero é que non poso, non poso aguantalo”, se excusaba al regañarlo, mezclando portugués y castellano.

    Me despertaba con el tiempo justo para llegar al trabajo, recogía las dos marmitas que me dejaba la patrona llenas de comida, a menudo bacalao, como es de rigor, y salía hacia el tren. La carretera no tenía acera, sino una estrecha cinta lateral sin pavimento, respetada más o menos por los vehículos. Corría por ella, pegado a las casas semiabandonadas, a los talleres ruinosos, sintiendo el empuje del aire despedido por los camiones al pasar a pocos centímetros;  sorteaba el rosario de charcos bajo las grandes tuberías que cruzaban a varios metros por encima de la carretera.  En la estación de Baracaldo esperaba a un tren antiguo, verde, de chapas remachadas y plataformas abiertas. Los obreros se abalanzaban a él con más brío aún que el derrochado en el metro madrileño a las horas punta. Una vez llenos, a presión, los vagones, me colgaba de la plataforma, reviviendo los tiempos lejanos de los tranvías de Vigo, cuando iba al colegio de la misma forma, saltando en marcha al venir el cobrador, por no pagar billete o por gusto.

    En la estación de Olaveaga el tren perdía sus viajeros. La masa  humana bajaba hacia la ría por caminuchos embarrados, entre talleres, edificaciones viejas y huertecillos, y por aquellos recovecos oscuros, aprovechando algún muro mal iluminado por un farol solitario, pegábamos de cuando en cuando carteles  contra el franquismo. Los hombres que venían del ferrocarril se apiñaban un momento en torno a ellos, en silencio o haciendo comentarios confusos o hablando de sus asuntos.

    Legado al muelle, quedaba todavía un buen trecho que andar, en dirección a Bilbao. Subía un olor denso a alquitrán, gasoil, breas, a agua putrefacta, a salitre si soplaba el viento del mar. Las luces de los barcos y las fábricas se miraban quietas en la ría, titilando imperceptiblemente, y contra el cielo que clareaba poco a poco se erguía el bosque de hierros, las estructuras metálicas de grúas y buques. A la derecha del muelle, espaciadas, dos tabernas  donde se detenían muchos a largarse un copazo antes de iniciar la jornada.

 (De De un tiempo y de un país)

 

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 “Tampoco verá esos parajes encantados  donde los pastores trashumantes, si quedan, descansan con sus ganados durante el verano. Deben de ser las tierras del cantar tan melancólico: “Ya se van los pastores a la Extremadura/ ya se queda la sierra, triste y oscura” Por esos herbazales andarán los pastores con sus ovejas y sus fuertes mastines de expresión buenaza.

    Frecuentes bosques de hayas.

 –A las hayas dicen que les gusta la niebla. Si te fijas, forman manchas como de niebla en las faldas de las montañas.

    Al llegar al puerto de Tarna hace un frío intenso y todo está gris y oscuro, como en pleno invierno: montes y pastos invadidos por jirones de niebla que limitan la visión y componen un paisaje atractivamente desolado y solitario. Algunos bares, cerrados,  bordean el asfalto. Sensación de abandono y tristeza, como incitando a recogerse, a encerrarse en uno mismo. El viajero admira los desnudos espacios dorados, pardos y rojizos de la meseta, donde parece imposible ocultarse, pero le resultan más afines estos otros quebrados, húmedos refugios donde se escondería no sabe de qué.

 Un bar abierto, sin clientes. Un vigilante.

 –¿Me puede servir un café o algo por el estilo?

 –No tenemos casi nada. En realidad esto no está abierto… A ver si puedo hacer algo de café.

 ¿Acababa de salir de la cárcel o mencionó a alguien que había salido? El viajero no apuntó la conversación, y esta se la ha ido extrañamente de la cabeza. Sin embargo habían sostenido los dos una hora de charla letárgica, interesante a su modo, adecuada al ambiente.

(De Viaje por la Via de la Plata)

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