Ucrania / Libertad y orden / Trilogías / El PSOE democratiza a España

  Según terminaba la SGM, los monárquicos de Don Juan se llenaron de peligrosas ilusiones.  308 – Las ilusiones de los monárquicos antifranquistas | Vox en las elecciones gallegas (youtube.com)

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Ucrania

1. La guerra no habría estallado  si se hubieran cumplido los acuerdos de Minsk. Pero fueron firmados con el propósito deliberado, luego confesado por la UE y por Kíef, de engañar a Putin.

2. La guerra pudo haberse detenido seis semanas después de iniciada por los acuerdos en Turquía, pero fueron saboteados por Inglaterra, y obviamente por Usa.

3. ¿Por qué la OTAN y la UE han preferido sostener una guerra que está desangrando literalmente a Ucrania? Por la esperanza de debilitar a Rusia y probablemente de fragmentarla.

4. En este conflicto, el gobierno de Zelenski desempeña el papel de agente de los intereses de potencia, que no de democracia,  de Washington y Londres. Zelenski pudo haber elegido la paz, pero ha preferido causarun daño gigantesco a su país en función de dichos intereses.

5. El gobierno de Zelenski y el procedente de Maidán, han desatado una rusofobia furiosa, hasta destruir infinidad de libros en ruso y anular la herencia cultural rusa (incluidos Dostoievski, Tolstói, etc.). Actitud culturalmente genocida para el 20% de la población. Que fue atacada militarmente durante años por Kíef, y sigue siéndolo.

5. Rusia solo exigía la neutralidad de Ucrania, el cese de la guerra contra la población de cultura y lengua rusa en el Donbás y el respeto a esa población DENTRO de Ucrania. Servir a intereses exteriores ha llevado a que Ucrania pierda probable y definitivamente esos territorios.

6. Los cálculos de la OTAN y la UE de desgastar y hundir económicamente a Rusia han resultado fallidos. Como también resultaron fallidos –muy costosamente fallidos para las poblaciones– cálculos semejantes en Afganistán,  Irak, Libia, Siria y otras.

7. Precisamente el fallo de esos cálculos es lo que hace más peligrosa la situación. Ni Rusia ni la OTAN pueden permitirse perder la guerra. Si gana Rusia, la OTAN corre un serio riesgo de no subsistir como alianza fiable. Por eso tiende a provocar el choque directo con Rusia y a extender el conflicto a toda Europa, arguyendo, sin prueba alguna, que Rusia la amenaza.

8. Hay que señalar que Putin estuvo muy dispuesto durante años  al acuerdo, incluso integración de Rusia en un proyecto occidental común. Pero el proyecto de la OTAN y la UE era el opuesto: rodear a Rusia de bases militares, lo que para el Kremlin constituía una amenaza directa a su seguridad, especialmente en el caso de Ucrania.

9. La actitud de la OTAN y la UE, lejos de hundir a Rusia, han provocado su alejamiento de Europa y su acercamiento a China;  y la formación de un gran bloque occidental euroasiático, expansivo hacia otros continentes,  lo que agrava las perspectivas. La invasión/destrucción de Irak se hizo con el pretexto de supuestas armas de destrucción masiva por Sadam Husein. El pretexto no vale contra Rusia, que sí posee tales armas. Y China también.

10. Los gobiernos, sean del PP o del PSOE, han metido a España en una OTAN bien representada por Gibraltar, Ceuta y Melilla. España solo podría desempeñar un papel parecido al de Zelenski, aportando carne de cañón a proyectos extraños.

11. Es por tanto de nuestro máximo interés marginarnos del inmenso conflicto que se está perfilando entre un Occidente enloquecido y un bloque euroasiático ajeno a nuestra cultura y valores. La neutralidad de España no solo es la oportunidad de salvarnos en lo posible de una eventual nueva guerra generalizada, sino  una contribución a evitar en la medida de nuestras fuerzas que se llegue a tal guerra.

La Segunda Guerra Mundial: Y el fin de la Era Europea (HISTORIA)

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Libertad y orden

Como veíamos (Personal y social (I) Marxismo y anarquismo), marxistas y anarquistas perseguían una sociedad comunista, pero con un fundamento opuesto: radicalmente personal el anarquismo, radicalmente social el marxismo. Por supuesto, ninguno de los enfoques conducía al ideal soñado, imposible por la naturaleza humana, pero es interesante distinguir entre ambos fundamentos.

   Más en general, podríamos definir el ideal personal con el concepto de libertad, y el social con el de orden.Pues, en efecto, la plena libertad personal está bien reflejada en el lema de la gargantuesca abadía de Thélème: “Haz lo que quieras” (mejor aún, lo que te dé la gana). La razón de ello es que cada persona tiene, como recordamos, una trayectoria vital única e intransferible que termina ineluctablemente con la muerte, por lo que no existe ninguna razón para obedecer a otros individuos esencialmente  iguales a uno, ni otras normas que las que emanen de nuestra voluntad (telema). 

  Pero la más insignificante experiencia social, incluso en la infancia, revela que lo que cada uno quiere suele rozarse o chocar abiertamente con lo que quieran otros. De ahí que también se diga: “tu libertad acaba donde empieza la del prójimo”. Limitación sumamente molesta cuando vivimos rodeados de prójimos.  El lema de la abadía contiene una bonita trampa: pueden hacer lo que quieran  solo  “los hombres que son libres, bien nacidos, bien educados y rodeados de buenas compañías, porque ellos tienen ese instinto natural y esa espontaneidad ―que les compelen a las virtuosas acciones y los aleja del vicio― que se llama honor”. Una perogrullada: para ser libre has de ser virtuoso, y para ser virtuoso has de ser libre. Con lo que, en todo caso,  la virtud oprime la libertad, y la libertad oprime la virtud. Solo puedes hacer lo que te dé la gana si reúnes en grado excelso unas cualidades que nadie tiene.

   En la práctica, las exigencias sociales entre “libertades” contrarias imponen un orden social que trata de hacerse obligatorio a todos, y que sustituye la virtud personal por la fuerza de obligar (sin conseguirlo nunca del todo). Esto se presenta como un despotismo de algunas personas o grupos de personas que, sin embargo, no pueden valer más o “ser” más que la mayoría forzada a obedecer. He aquí un serio problema.

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Trilogías

Mirando atrás constato que, sin deliberación, he tendido a agrupar los temas de mis libros en trilogías. Así los de tema personal (recuerdos y demás): por orden de publicación, De un tiempo y de un país, luego Viaje por la Vía de la Plata, y finalmente Adiós a un tiempo.  No creo que vaya a escribir más sobre estos asuntos. Lo mismo ocurrió con los tres sobre la guerra civil, aunque los he abordado mucho más tarde desde otra perspectiva,  también por orden cronológico: Por qué el Frente Popular perdió la guerra, y La Segunda República Española. Nacimiento, evolución y destrucción de un régimen.  Lo mismo ha ocurrido con la cuestión de la Edad Europea, que empecé por llenar un hueco en la historiografía hispana con Europa, una aproximación a su historia, en que no hablaba de dicha edad, que sin embargo se presentó por sí misma al abordar La hegemonía española y el comienzo de la Edad Europea.  Hegemonía que significó mucho más que el descubrimiento de América, y que llevó por sí sola a tratar desde ese punto de vista La II Guerra Mundial y el fin de la Era Europea. Y  he comenzado la tercera novela comenzada con Sonaron gritos y golpes a la puerta y seguida por Cuatro perros verdes, estas sí pensadas como una trilogía. Aun no sé el título de la tercera.

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Adiós a un tiempo

El PSOE “democratiza” a España

Así pues, lejos de ser una panacea que abriría todas las riquezas y bondades sociales (interpretadas según cada cual), la democracia encierra, como todos los sistemas, sus propios peligros, los cuales no pueden superarse por mera mecánica institucional, que no garantiza la selección de los mejores gobernantes y exige vigilancia y crítica permanentes. Con el triunfo del PSOE en 1982, que por primera vez iba a gobernar en solitario, se abría una gran incógnita para el sistema salido de la transición. El PSOE renunció –como fuera– al marxismo sin el menor examen de sus consecuencias en el pasado, pero a pesar de esa indicativa deficiencia, podría haber cambiado por simple realismo u oportunismo, y quizá respetaría las libertades e instituciones propias de la democracia.

Los socialistas habían abandonado a medias el gran proyecto proletario, pero al parecer tenían otro no menor, insinuado por Guerra en su castiza y célebre frase: “dejar a España que no la reconozca ni la madre que la parió”. Significara aquello lo que significara, ostentaba el propósito de romper drásticamente con la herencia recibida, es decir, con el franquismo y, más allá, con la historia anterior, al modo, quizá, de las “demoliciones” de Azaña. La frase, aparte su reveladora zafiedad, suscitaba alarma, en primer lugar porque la herencia era la transición desde el franquismo, y porque entrañaba una nueva educación o aleccionamiento social, probablemente al arbitrio de doctrinarios más o menos quiméricos, como el propio Guerra. Lo que traía peligro para las instituciones, y en primer lugar la judicial, que podría echar por tierra el “gran designio”.

Y, efectivamente, el gobierno de González se preocupó del poder judicial. Ya al expropiar ilegalmente a Rumasa en plena euforia del magno triunfo urnero, Guerra expresó la idea: “Si alguien se atreve a desafiar a este gobierno, que tiene diez millones de votos detrás, pues se le quita lo que tiene y ¡hala!, ¡to pal pueblo!”. Pero aquel satisfecho despotismo democrático corrió el serio riesgo de ser humillado por el Tribunal Constitucional, que si se doblegó a la presión o chantaje del gobierno fue probablemente porque un choque frontal habría causado una crisis política de incierta salida. Sin duda el gobierno extrajo una doble lección: evitar una nueva hazaña por el estilo, y controlar el poder judicial.

Con respecto a los jueces, el gobierno chocaba con dos escollos, el primero similar al de los profesores universitarios: numerosos jueces, sobre todo los de más edad, eran poco proclives a los propósitos socialistas, por lo que utilizó el mismo método: en 1985 redujo la edad de jubilación de los 72 a los 65 años, con lo que de un golpe se libró de más de 500 posibles objetores. El segundo problema nacía de la Constitución, que en su artículo 122 distribuía así los veinte miembros del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ): doce elegidos por otros jueces y magistrados, y ocho por las Cortes, cuatro por cada cámara. El artículo ya hacía peligrar la independencia judicial si un partido gozaba de mayoría absoluta, pero la ley socialista de 1985 fue más a fondo: el Congreso y el Senado, es decir los partidos dominantes en ambos, elegirían la totalidad del CGPJ. Lo cual supeditaba la justicia a los políticos. La argucia al efecto era: siendo el poder judicial un “Poder del Estado, recordando que los poderes del Estado emanan del pueblo y en atención al carácter de representantes del pueblo soberano que ostentan las Cortes Generales, atribuye a estas la selección de dichos miembros”. Es decir, se politizaba a los jueces y se anulaba su independencia en nombre de la democracia representada por los partidos.

Hubo protestas –inútiles– por tal politización. El presidente de la comisión que elaboró dicha ley, Pablo Castellano, replicó burlonamente a las críticas: “Cada vez que los vocales oímos decir que el CGPJ está politizado, nos alegramos mucho”. Se alegraban, claro, de la politización en sentido socialista o “progresista”. Pero la ley descartaba ese peligro con una nueva argucia: “La exigencia de una muy cualificada mayoría de tres quintos (para la elección en las Cortes) garantiza, a la par que la absoluta coherencia con el carácter general del sistema democrático, la convergencia de fuerzas diversas y evita la conformación de un Consejo General que responda a una mayoría parlamentaria concreta y coyuntural”. En la práctica significaba que los partidos dominantes se repartirían el control de dicho poder, una corrupción que podía interesar –e interesaba– también al PP y a los separatistas sobrerrepresentados en la cámaras. A su vez, el Tribunal Constitucional (TC) estaría compuesto por doce jueces, cuatro designados por el Senado, cuatro por el Congreso, dos por el gobierno y solo otros dos por el CGPJ. Guerra se jactó: “Montesquieu ha muerto”. Más tarde negaría haber pronunciado esa frase, atribuyéndola a una improbable confusión un periodista. En todo caso define muy bien la situación: la justicia no iba a reconocerla “ni la madre que la parió”.

Aquella ley constituía un auténtico golpe de estado, pues desvirtuaba profundamente la democracia. En 2008, veintitrés años más tarde, exponía Manuel Jiménez de Parga, ex presidente del TC en 2001: “El (..) Consejo General del Poder Judicial experimentó una profunda desvirtuación el año 1985. La mitad de sus miembros sería elegida (…) por el Congreso de los Diputados y la otra mitad por el Senado. Quiere esto decir que era el Poder Legislativo el que iba a decidir la composición del órgano de Gobierno del Poder Judicial. ¿Dónde quedó la separación que defendía Montesquieu?”. Sin separar el poder judicial del legislativo y el ejecutivo, no habría libertad, señalaba Montesquieu, por lo que Jiménez de Parga proponía sustituir aquella ley por otra acorde con los principios democráticos. Por supuesto, la ley se ha mantenido, lo que dice mucho de aquellos demócratas sin historial ni pensamiento. Democracia digamos peculiar, y que aún había de crecer en peculiaridad.

 

 

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